De la marimba al son

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Eraclio Zepeda

A Elva

Atrás quedaba la línea verde y salobre del Senegal, del Congo y su gran río, de Angola y sus montañas. El barco negrero aprovechaba las brisas terrales para alejarse de la costa sofocante, con las velas a plenitud.

A bordo de la carabela, en un mazacote de naciones, lenguas y tonos de negrura, cientos de hombres, mujeres y niños, recientemente capturados, iniciaban su esclavitud en las calas, en las bodegas, sobre cubierta bajo el sol a plomo.

Sobre el puente, el capitán. Y sobre el capitán, el diablo.

—Dios nos proteja en esta trata —pensó el capitán, calculando el valor de su mercadería: hombres jóvenes para las faenas fieras, muchachas fuertes destinadas al pie de cría, niños que, si llegaban vivos al final del viaje, servirían de pajes en las casonas criollas de La Habana, de Santo Domingo, de Veracruz, de Sepa-Dónde.

—Dios nos proteja de tempestades africanas y de huracanes caribes. Y también de los barcos patrulleros del rey, decididos a meter sus narices y sus proas en los negocios de nuestras duras empresas.

Desde el puente, el capitán recordó, escupiendo a la mar, aquel viaje anterior cuando, al descubrir el velamen de los cañoneros del rey, tuvo que arrojar al mar a ciento cincuenta y ocho magníficos esclavos, esclavas y esclavitos, con todo y sus cadenas para que se hundieran más aprisa, hasta el maldito fondo de este mar océano. Cuando el supervisor del rey abordó la carabela sólo encontró unos doscientos borregos africanos sin lana, pelones, para soportar el calor horrendo de estos países del carajo. Y también encontró el supervisor del rey las jaulas de bambú repletas de asesantes gallinas de Guinea, pintas, inquietas, con sus máscaras blancas, rojas y azules como actores venidos de Catay.

—Beee —balaban los carneros. Y el cacareo de las gallinas llenaba las bodegas vacías de esclavos.

—Pa-trás, pa-trás —parecían decir las gallinas.

—¡Eso! —tronó el capitán— Pa-trás, para atrás, desandar lo andado, arruinarnos. Eso es lo que busca el mal gobierno. ¡Cerrarnos el paso a los negocios!

Pero no siempre era así. No siempre la ruina golpeaba las bitácoras. A veces los hombres del rey no llegaban. O, bien, en el peor de los casos, podía tramarse un acuerdo razonable, que le tapara los ojos al inspector, pasando sin ver el hacinamiento negro de los esclavos, protegiéndose la nariz con disimulo. Después podía atracar serenamente en las islas de la trata, para establecer el mercado y venderlos en punta, la partida completa, que el capitán era introductor en grande, no comerciantito cuenta-tlacos, pequeños petimetres que después andaban con grupos de ocho a diez negros vendiéndolos de casa en casa, por la calle de la Amargura en La Habana o en la abigarrada playa del desembarco en los médanos de Veracruz.

Tampoco era el capitán un colocador de esclavos al minoreo, establecido en intramuros, anunciante de avisos en la gaceta mensual:

 

Se vende negra conga,

fuerte, recién cargada.

Sabe cocinar casi a la

española. Se remata en

cincuenta pesos.

 

Tres negrillos muy despiertos.

saludan al modo cortesano y saben

juegos malabares. Se permutan

por una volante en buen

estado.

 

Al llegar a los puertos de la trata, los esclavos bajaban a tierra espantados, en la derrota del alma, apaleados, separados, sin orden familiar, ni de pueblo, ni legua. Se formaban los hatos para la venta, los rebaños de trabajo destinados a los cañaverales de las islas y tierra firme. Desembarcaban los negros y las negras y los negritos, procurando esconder los trocitos desiguales de madera que habían traído de allá, del África ahora lejana, casi tamborcillos de palo, percusión inicial que se templaba formando un catre de bejucos suspendido entre la cintura y el suelo, acuclillado el músico, sonando el bolillo sobre aquel tablero que producía un sonido sordo y triste, invitación al suspiro.

—Marimba —musitaban los esclavos.

Y después que los nuevos amos se llevaban las partidas, con todo y tambores y marimbas, se vendían también los carneros pelones y las gallinas pintas de Guinea que llegaban con vida, salvados de la olla común donde comieron los esclavos durante toda la navegación oceánica.

Como una mancha de tinta, los negros fueron llevados a los cuatro confines de América.

A palo duro, que ni Dios lo quita, al palo y sin zacate, llegaron a las costas, las maniguas, la sabanas, los grandes valles de fertilidad probada, a las mesetas del frío ascendieron los africanos.

Perdida su patria en el recuerdo, sin poderla ubicar en una geografía hundida en el mar, cuando los esclavos encontraban antiguos compañeros del viaje negrero, se abrazaban, llorando, musitando:

—Carabela, carabela —y la palabra se convertía en caravana, en camarada, en cara de su nación navegante. Y, ciertamente, sonreían al final del llanto.

Epopeya cultural, la de los negros en América. Aburrido continente resultara el nuestro sin su presencia sonora, sin su potestad bailada. Qué triste, por un lado, el chin-chin-chin de los indios, y, por el otro, el petulante traca-trán español. Gracias a los negros llegó el ritmo retumbando, el tambor vibrante, la danza desatada, la cintura breve y el nalgatorio exacto.

Algunos grupos de esclavos remontaron los grandes ríos veracruzanos, conducidos por guardias brutales y, aterrorizados aún más, por los mastines.

Papaloapan arriba, río de las mariposas, Coatzacoalcos arriba, donde torció la culebra, los negros demandaron el camino para llevar a los negros a futuras plantaciones. A Chiapas llegaron adquiridos por piadosos dominicos. Estaban inquietos los frailes porque los indios se les habían muerto, casi todos a causa de su natural flaqueza, incapaces de soportar rigores. Los padres vivían, además, en la zozobra provocada por las nueves leyes de Indias —impulsadas por ese fray Bartolomé de las Casas— que en algo protegían a los indios de la barbarie española. En cambio, los negros no tenían detrás a ningún prelado loco, iluso defensor de utopías, sospechoso abogado de causas perdidas, obispo alcahuete de indiadas levantiscas.

A Chiapas llegaron los negros, y siguieron caminando hacia el valle entre ríos donde los dominicos habían establecido haciendas de la Iglesia. A sembrar cañaverales llevaron a los negros a esta tierra que se conoce desde entonces por La Frailesca.

Fértil valle, tierra buena de cielo tan seguro, que el conocimiento de las lluvias precisas nos llevó de la mano a los saberes del tiempo, las estaciones y el calendario, antes, mucho antes que llegaran los negros, antes que llegaran los españoles, antes que llegaran los aztecas.

Subes las lomas y la sierra. Cuando llegues a la cañada encontrarás un portillo de rocas hendidas, una puerta, Porta Coelli, puerta del cielo por donde entrar a La Frailesca. Por allí pasó la negada. Entre El Pando y Los Amantes, ríos de la vida, se establecieron los esclavos bajo el garrote de los caporales y los coros gregorianos de sus dueños. Los pocos indios que aún quedaban se asomaron a ver el arribo de aquellas criaturas extrañas, tiznadas, parientes del mono, hijos, sin duda, del Señor de la Noche. Y, lo peor de todo: aquella palabra que decían, ésa, su lengua inservible para hablar con otros, más extraña aún que la castilla.

Indios y negros, esclavos y siervos, advertían un cierto destino común que los juntaba a pesar de todo. Compartían el miedo, y eso crea fraternidades. Los indios, por su parte, admiraron, desde las primeras jornadas, el potente trabajo de los negros.

Día tras día, noche tras noche, semana tras mes, años y siglos los negros sembraron, cultivaron, emprendieron zafras, encendieron ingenios, colmaron de azúcar los almacenes de Chiapas.

Los indios, que habían sabido del infierno de la caña, donde cierta vez los enviaron para encontrar la muerte, apreciaron el trabajo de los negros.

En las noches, cansados, sucios, adoloridos, los esclavos y las esclavas se reunían en sus barracones, lejos de los frailes, y sacaban de su escondite los tambores, las tablitas; armaban los catres musicales, los sujetaban a la cintura, se acuchillaba el músico y sus manos volaban los bolillos percutiendo las teclas iniciales con un ruido sordo, melodioso sin embargo, que llenaba el barracón y sus recuerdos.

—Marimba… —pronunciaban, gozosos.

—Horrores de negro cenando, cena de negros al fin y al cabo —musitaban los frailes, refugiándose en sus clavecines.

—Yolotl —comentaban los indios en sus chozas, escuchando el sonido de las marimbas.

Un día hubo un revuelo en La Frailesca. Un mercader de Campeche asomó por estos rumbos: había realizado trueques, con productos de la tierra, por diversas novedades venidas de La Habana. Entre ellas traía arriando seis corderos y un carnero padrotón, pelones, todos, sin lana, dispuestos a soportar el calor. Africanos, también, según dijeron los de Cuba.

—Carabela, carabela —gritaron los negros.

—Pelo de buey —dijeron, sonriendo, los frailes, asombrados de aquellos borregos sin borra, carneros extraños, cruza de chivo y venado, pelo de buey…

—Peligüey —repitieron los indios.

—Peligüey —rieron los negros, dándose empujones, rogando a los frailes que compraran la partida.

Los negros encontraron una madera espléndida, roja, dura y sonora, que los indios conocían muy bien. Con ella fabricaban en Jiquipilas un tamborcillo de teclas, el yolotl, con el que comparaban la marimba recién llegada a estos cañaverales. Hormiguillo, era el árbol, y de él sacaron los negros nuevas teclas que engendraron música más dulce. Para que sonara mejor, colocaron calabazos huecos debajo de cada tecla. Hubo más color en cada nota.

—¿Cómo se llama? —preguntaron los negros, señalando los calabazos.

—Pumpos —contestaron los indios.

Con los pumpos la marimba creció en resonancia.

—¿Marimba? —preguntaban los indios, pensando en el yolotl.

—Marimba —aseguraban los negros.

—Música del diablo —decían los frailes, los españoles y los criollos, surdidos de violines, violas, guitarras, guitarrones y clavicordios. De estos últimos, no muchos, porque cada uno significaba un acarreo brutal por ciénagas, ríos, pantanos, marismas, sabanas, durísimos ascensos por sierras enfangadas, interminables selvas, riscos y montañas, suponían el deslome de tamemes, la muerte de cargadores indios que ya por esos días estaban escasos y había que cuidarlos.

En las fiestas de La Frailesca se rezaba en la iglesia con la presencia de todos: españoles, criollos, mestizos, indios, negros y los primeros mulatos que empezamos a conocer con gran curiosidad. Se hacían promociones solemnes bajo un sol que abrillantaba los lomos de las negras, quienes, de pronto, no obstante la mirada dura de los frailes, iniciaban una cierta cadencia, una peculiar manera de mover los pies, de oscilar las pantorrillas, de hacer vivir los muslos, transformando el solemne paso de la procesión en un creciente ritmo, chancleteando, arrollando, sonando las palmas de la manos y moviendo las nalgas hasta que…

—Basta, bastardos —aullaban los frailes, y los caporales paraban los bailes con palabrotas hediondas, no obstante la augusta presencia de Santa Catarina, patrona de esas tierras.

No todas las procesiones terminaban en chicote: después de volver la imagen a su altar se armaban los convivios. Los frailes y los señores pasaban a los salones comedores de las casas grandes a beber vinos de España y probar las viandas preparadas por un verdadero ejército de cocineras, pinches, galopines y saleras febrilmente atareadas. Los criollos y los mestizos de mejor ver se juntaban en mesas para devorar comida grande y atiborrarse de aguardiente de caña añejado con pechugas de codorniz. Los mestizos, más atrasados en el color, fraternizábamos con los indios y algunos mulatos en tapescos improvisados sobre tablones, donde circulaban tamales inagotables y cántaros de chicha.

De los salones del vino se desprendían clavicordios y violines; de las mesas del aguardiente veían bravíos sones de guitarra y vihuelas. De los tablones de chicha salían retumbando el tamborcillo y la flauta de caña —tambor y pito, que decimos— y a veces, en la borrachera, la guitarra tiraba las ya débiles fronteras de las castas y derramaba sones encima de la tamalada.

Los negros, por su parte, asaban a la púa un peligüey sobre las brasas, preparaban yucas y boniatos, armaban las marimbas, bebían un licor nacido del tronco de una palma, dulce y pegador,—taberna, que la llaman— y poco a poco la noche se llenaba de ritmos y tambores y alegría y cachondees que tanta falta hacían por estas tierras nuestras…

Los frailes advertían que estas criaturas fuertes, estas casi bestias negras, eran más de la tierra que del cielo. Aptos para el trabajo y para la fiesta, para la fuerza y el baile, no prestaban atención mayor a los latines y las santas misas. Comparados con la profunda agonía que los rezos provocaban en los indios, los asuntos de los negros estaban plagados de una feroz alegría.

—¡Cínicos! —opinaban los frailes.

—Incendiados por la lujuria…

—Por el infierno…

—Por el horno. ¡Fornicadores!

Los indios buscaban el amor de los altares, a la sombra de la santa madre, nuestra madre, la tierra devoradora de pecados, la dueña de todo, Nuestra Señora la Virgen de Guadalupe; ofrecían melodías tristísimas en voces altas, apoyadas en el tambor y el pito, ahora enriquecido por la compañía de un pobre violín de pino que se tocaba a medio brazo.

Un día, maravilla de maravillas, un desconocido, tal vez un indio, pidió posada cerca del barracón de los esclavos. Pasó la noche allí, y al amanecer había desaparecido. En el lugar de su reposo había un bulto. El hombre no volvió sobre sus pasos y el misterioso paquete de paños y mecates permaneció en el sitio, despertando la curiosidad de todos. Los negros sólo hablaban de ello, hasta que los frailes ordenaron abrir el atado.

Apareció el Señor de Esquipulas, el cristo negro, el dolido crucifijo de los esclavos.

—¡Maravilla de maravillas! Oremos…

Y fue llevada la escultura en procesión de negros, serpenteando por los barracones, las siembras y cañaverales, entre rezos y cantos. Primero, un tambor; y luego, otro y otro y otro, y después, el ritmo concertado, en concierto de jadeos, sudando vino la danza y el jolgorio. Por primera vedlas marimbas se armaron en la iglesia, y los negros, las negras y los negritos veían al Señor de Esquipulas y, sin decirlo, se preguntaban: ¿De que carabela?

La iglesia tuvo entonces, durante un tiempo, un cierto aire de castas celestes: por un lado, el altar de Santa Catarina para los blancos; por otro lado, el nicho de la Guadalupana para nosotros, los morenos; y al fondo, el Señor de Esquipulas para los negros.

En los oficios divinos, los indios juntaban las palmas a la altura de la boca y bajaban la vista frente a la Señora de Guadalupe, llorando una tristeza irremediable. Los negros, en cambio, rezaban de un modo diferente, juntaban las palmas frente al Señor de Esquipulas sí, pero de pronto alguien separaba las manos para volverlas a unir, y otra vez y otra vez, pariendo el ritmo, todos al mismo tiempo, con cierto recato para no desencadenar la bullanga, y a veces, sin sentirlo, pasaban fácilmente del latín al lucumí.

Con el tiempo los negros perdieron el entusiasmo angélico que les despertó el cristo de su color, lo visitaban menos. Le llevaban marimbas, es cierto, pero en los verdaderos asuntos de Dios preferían los barracones, con las gallinas del degüello.

Siglos habían pasado ya desde aquel viaje por mar, encadenados, enfermos, moribundos. Ya nadie recordaba las tierras de su procedencia. Aquella patria tan parecida a ésta, su nueva casa. Sin embargo, en las noches, los viejos recordaban que sus abuelos decían que sus padres les contaron cómo vinieron de allá, donde los ríos son más grandes que aquí, aunque llevan menos agua por la abundancia de peces: peces, peces y peces, cuando metes las manos al río las sacas llenas de pescados. También recordaban una vaca grande, tan alta como una casa, no estas vacuchas de castilla, sino aquellas vacazas de la tierra, orejonas, que tienen trompa tan larga que trabaja como mano o como cola de mono y puede cargar con ella troncos enormes, que se los apoya en la bigotera como si fuera un yugo, por eso tiene los cuernos, no en la frente, sino arriba de la trompa para asentar su carga.

También había montañas de oro, puro oro, oro y oro, nada de piedras, ni de tierra, ni de árboles. Oro puro. Pero son mejores estas montañas sencillas, con frutas y pájaros y arroyos. El oro no se come.

Y se contaban estos relatos, entre carcajadas y tambores, bailes y marimbas.

 

Hasta los barracones llegaron ideas nuevas, inquietantes: unos indios andaban de tamemes al servicio de mercaderes, por el rumbo de Tonalá, se habían encontrado a los insurgentes. Los comerciantes huyeron al verlos. Matamoros venía a caballo. Más general, que cura, parecía. Se acercó a los indios y les avisó que andaba en campaña contra el rey de Castilla para que fuéramos libres. Que otro cura-general, un tal Hidalgo, había ordenado que la esclavitud se acabara.

Así fue como lo dijo, y así lo dijeron los indios a los negros y a los mulatos y a los cuarterones y a los saltapatrás. Y los mestizos los escuchamos. Y los criollos nos llamaron aparte para saber más cosas. Por primera vez no confiaron nada a los españoles.

En Comitán, de donde viene el mejor aguardiente, los señores habían sido siempre industriosos, comerciantes audaces, agricultores y ganaderos. Casi no tuvieron esclavos; tampoco miedo a las cosas nuevas. Distintos a los señores de Ciudad Real, la capital, donde no saben trabajar: todos viven del gobierno, en los juzgados, en las cortes y las academias. Hay muchos conventos a donde llega la riqueza de toda la provincia, que, en verdad, no es mucha. En Ciudad Real persiguen las ideas nuevas. Odian a los curas como Matamoros y, cuando supieron del fusilamiento de Hidalgo, cantaron alabanzas.

Pues fue en Comitán donde fray Matías de Córdova tocó las campanas y anunció la Independencia en nuestras tierras. Así fue cómo llegó el fin de la esclavitud. Bueno, de la esclavitud de los negros.

 

Ni un solo liberto permaneció un día más en las haciendas; poseídos de una algarabía creciente tocaron tambor y palmearon coros toda la tarde, preparando el éxodo. Reunieron machetes, palas, azadones; hicieron atados de semillas para futuras siembras, se llevaron yucas y boniatos. Pero también el maíz, aprendido de los indios, y el frijol. Desarmaron las marimbas y se las echaron a la espalda. Todavía pasaron a la iglesia para saludar al Señor de Esquipulas. Pero después de algunos conciliábulos, decidieron dejarlo. Al fin y al cabo no había sido muy generoso en milagros para negros. Lo que sí se llevaron fueron los peligüeyes y las gallinas del degüello.

Iniciaron una migración a las selvas, más allá de los grandes valles, cantando salmos a Oxchún y a Obatalá. Algo así decían. Tal vez estamos confundidos. Ha pasado mucho tiempo desde entonces.

Supimos que vivieron varios lustros, cimarrones en la montaña. Fincaron después su patria que vino a llamarse Rincón de Negros.

Allí sembraron sementeras. A cada cosecha fueron más hombres del maíz. Pero también a cada luna fueron más hombres del tambor y la marimba. Cuidaron sus ganados, crecieron sus pueblos de casas circulares. Dueños de la selva, caminaron por ella como si nunca hubieran estado en otra parte. Dicen que sus ríos empezaron a tener más peces que aguas.

Allí, en aquel regreso interior, en una África de América, descubrieron cerros, no de oro, sino de hormiguillo, miles de árboles de hormiguillo, la prodigiosa madera casi metálica. Las marimbas salieron de sus manos como palomas en bandadas. Pero eran ya marimbas que pendían de la nuca y se ataban a la cintura para que el músico tocara de pie, nunca más de rodilla, nunca más.

Junto al cerro de los hormiguillos había una buena sabana para el pastoreo de carneros, donde nacían bien las palmas de taberna. Carnero y taberna, marimba y libertad. Fueron los años de su fiesta.

 

Nosotros tuvimos tiempos variados, buenos y malos, difíciles, todos. La salida de Castilla no trajo la libertad de todos. Era sólo para los criollos y alguno que otro mestizo. Una independencia sólo reservada a ciertas pieles y a ciertos oficios. Hacendado, jefe militar y cura, fueron buenos quehaceres. Pero nosotros, los indios, los tercerones, los mestizos, los peones, los artesanos, los músicos, los contadores de historias, los siete oficios y catorce necesidades, los rancheros chicos, los soldados rasos, seguimos igual. Ya no había rey ni virrey, ni capitán general, pero la pobreza era también republicana.

El señor Juárez y sus compañeros nos propusieron la Reforma. Don Ángel Albino Corzo la tomó en sus manos y aquí, en Chiapas, la impuso a los señores que seguían igual, desde los tiempos del Rey. También a los conventos y a sus haciendas les llegó su tiempo, su hora, se acabaron. La Frailesca fue repartida entre rancheros liberales, que eran modestos, buena gente, al principio, pero que después también se quedó con las tierras comunales y los ejidos de los indios.

Los señores y algunos curas ricos se defendieron y la guerra de verdad llegó a estas tierras. Al fin ganó don Ángel Albino y la República creció un poco para adentro, cupimos algunos de nosotros que antes no fuimos visibles para el viejo gobierno de criollos, hacendados y curas de oro.

Cuando los señores contemplaron su derrota, trajeron al francés para que nos hiciera la guerra a la moda europea. Mataban los franceses como caballeros, pero también morían igual que nosotros, los peones. Algunos conocimos Puebla porque nos fuimos a pelear ya no sólo por Chiapas, sino por toda la patria. Ahí nos dimos cuenta que nuestra tierra era más grande que lo que habíamos imaginado. Cuando se fusiló al emperador hicimos fiestas grandes. La música y el baile sonaron varios días. ¡Cómo hizo falta la marimba!

Toda fiesta giraba alrededor de las bandas de viento. Puede ser que el francés las trajera, pero lo cierto es que las mejores eran las del Istmo. Aquellos poderosos maestros juchis soplaban con el alma, con un brío que por algo se llama La Ventosa una parte de su tierra.

También, por aquellos tiempos de la marimba cimarrona renació el yolotl, aquel instrumento indio pariente a trasmano de la africana, que algo tiene que ver en su nombre con el corazón en lengua mexicana.

 

Un día estábamos preparando pólvora, no de guerra y sí de fiesta, para cohetes y castillos pirotécnicos, en vísperas de la feria, cuando vimos llegar a la negrada. Así, de pronto. Hasta el Rincón de Negros había llegado la noticia del fin de la guerra y del dominio de los señores y los negros regresaron cantando, como siempre, y con las marimbas crecidas. ¡Hasta patas les habían crecido a las marimbas!

Era en San Bartolomé de los Llanos donde asomó la negrada. Allí ha habido siempre músicos buenos, de pentagrama y nota. Y también buenos ebanistas, maestros de la madera trabajada.

Vimos, con asombro, los progresos alcanzados por la marimba. Los negros la habían mejorado en esos años de su encierro.

Al llegar a la plaza hicieron fiesta. Rodeados por nosotros, se pusieron a danzar sus morisquetas magníficas al son de su instrumento. Todos estábamos con el corazón retumbando y, en medio de la negrada, destellaba feliz aquel Ángel Albino, recordando, sin duda, a su abuela mulata.

Atrás de los bailarines venía un grupo de negritos pastoreando a los peligüeyes aquellos, que ahora formaban un gran rebaño: carneros, corderas, corderillos, ovejas. Entre ellas venía una, una sola, de color negro. Por cierto, la compró don Augusto Monterroso, caballero muy conocido en Guatemala, que por aquellos días viajaba de regreso a su tierra después de un exilio de varios años. Él se llevó la oveja negra; para algo bueno la habrá destinado.

Mientras tanto, nuestras mejores cocineras palpaban las piernas de un peligüey capón, calculando guisos y barbacoas.

Los músicos y ebanistas estudiaron la marimba, le arrimaron el cedro y la caoba, la garlopa y sus formones: la dignidad de un buen trabajo carpintero vistió a la marimba de gala. El manejo del pentagrama permitió entonaciones nuevas, sorprendentes combinaciones melódicas, una distinta concepción en el afinado de las teclas. Las cajas de resonancia se fabricaron con madera de caoba, que logró aumentar el registro de los tonos. En honor a los años de la selva y la esclavitud, aquellas cajas poliédricas siguieron llamándose pumpos, aunque el calabazo quedó exiliado para siempre. En ferias posteriores bailamos ya con marimbas mestizas, de maderas preciosas incrustadas, para mejor adorno del tablero. Los negros bailaron con nosotros, con sus caras lustrosas, partidas por la media luna de sus risas. Los negros comían pequeñas semillas engomadas, pegajosas, que sacaban con habilidad de una extraña vainita verde, mientras bailaban un ritmo por ellos conservado:

 

Chimbombó que resbala

chimbombó…

Chimbombó que resbala

chimbombó…

  • Número 106. Año III. 18 de noviembre de 2019.

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De la década de 1920.

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