Feligreses afromestizos, votaciones y territorialidad racial en las parroquias meridanas, 1789-1822

Melchor Campos García

La ponencia tiene como propósito analizar la territorialidad racial en las parroquias meridanas que conformaban feligresías por castas, un desafío a la política borbónica encaminada a establecer divisiones geográficas. Sobre estas jurisdicciones por castas se montaron sin mayores problemas los espacios electorales del primer liberalismo gaditano por su ciudadanía de origen no negra; sin embargo, el problema saltó a la escena política cuando la Consumación de la independencia declaró la abolición de las castas y declaró la reputación de ciudadanos sin distinciones raciales.

Castas y reputación en la sociedad yucateca

La población negra y el afromestizaje empezaron a registrarse en los libros de matrimonios y bautizos con un criterio de tonalidad de piel en pocas categorías: negros, con otros elementos identificadores de sus calidades de esclavos o de «libertos u horros», morenos, mulatos, pardos y chinos. El término moreno fue ambiguo, ya que podía incluir a negros; el de mulato refería a los descendientes de uniones entre españoles y negras, en su mayoría ilícitas; los pardos, de la mezcla de negro con india; asimismo, se atribuían a los milicianos; y por último, como chinos eran designados los hijos de pardos con indias. El uso del término moreno duró de 1567 a 1700; en cambio, mulato, pardo y negro prevalecieron durante todo el régimen colonial.

Para fines del siglo xviii contamos con cifras agregadas de las castas para la frontera sureste novohispana. En el censo de 1789 se observa que 12.42% de la población negra y mulata es menor respecto al 72.78% de la indígena, pero ligeramente debajo del 14.8% de la blanca. Pero es significativo que la casta negra tuviera una tasa mayor de niños, con un 47.21%.

De acuerdo con el Censo de la provincia de Yucatán y Tabasco, 1789, había 18 542 españoles y mestizos casados, 3 546 viudos, 10 851 solteros; 20 927 eran niños: en total, 53 866 personas. De los indios, 112 532 eran casados; 12 075, viudos; 25 889, solteros; 114 459 eran niños; en total: 264 955 personas. Los negros y mulatos: 15 313 casados; 2 200 viudos; 6 348, solteros; 21 340, niños; en total: 45 201 personas. El total de casados ascendía a 146 387; 17 821 eran viudos; 43 088 eran solteros; 156 700 eran niños; en total: 364 022 personas. (Fuente: Rubio Mañé, 1942, vol. 1, Anexo D.)

En la presentación de los censos he guardado la fidelidad de la clasificación colonial por castas para revelar el orden de preeminencia que cada una guardaba entre sí. Entendiendo por sociedad de castas a la realidad colonial de diversidad étnica y corporativa cuya estratificación jerarquizada verticalmente fue basada en el estatus legal, entrecruzado con criterios raciales y de origen de nacimiento que formaban la pertenencia permeable a un estrato socio-racial o de casta.

La posición social de los mulatos y pardos fue en ascenso y ganó cierto prestigio debido a factores como los cargos que ocupaban como mayordomos de haciendas o capataces, incluso, en labores de no poca importancia que ocuparon en el periodo colonial temprano. Algunos lograron obtener propiedades, como estancias y fincas ganaderas y se dedicaron a la apicultura. De mayor importancia, las milicias borbónicas contribuyeron a posicionar a las castas negras con privilegios y fuero militar, les permitió desvincularse del vasallaje de las repúblicas de indios, por lo que representaba el tributo.

La población negra y sus descendientes tuvieron condiciones mitigadas, fungieron como grupo étnico intermediario del estamento blanco para el control de la población indígena, necesarios, pero, al mismo tiempo, repudiados. En efecto, un rasgo en la sociedad novohispana fue el prejuicio racial, por lo que se instauraron formas de escapar de los grupos étnicos más infames. Con esa finalidad, existía el pase de una casta a otra, por medio del cual los nacidos de una mezcla variada de negro e indígena eran registrados en las parroquias como españoles americanos. Como es de entenderse, no todos contaron con esa suerte, pero en caso de persistir las sospechas, entonces, existía otro mecanismo: la confirmación. A fines del siglo xviii, una figura jurídica de carácter fiscal, con implicaciones en el orden jerárquico racial, fueron las «cédulas de gracias al sacar» o licencias para heredar y gozar de «la nobleza de sus padres a hijos», obtener privilegios de hidalguía, adquirir declaraciones de hidalguía y nobleza de sangre, usar el distintivo de Don y modificar el estatuto étnico de los súbditos sin que existiera teóricamente en contra objeción alguna. De esa forma, una persona de color podía ser tomada legalmente por blanca; un refuerzo de la importancia racial para ingresar a la elite. En consecuencia, desde fines del siglo xviii, al mismo tiempo que el término casta perdía rigidez en su referente fenotípico, adquiría un significado más económico, que evidenciaba el dominio racial sobre las demás.

Tener una buena reputación social significaba gozar del reconocimiento público del estatuto, aunque el ascenso en la jerarquía fuera por comprar las cédulas de «gracias al sacar», que ofrecían prestigio y honor. Las calidades de las personas estaban en función de sus buenas costumbres, legitimidad, cristiandad y limpieza de sangre. Esta limpieza de sangre certificaba que los padres habían sido tenidos y reputados como «gente blanca y española», lo que confirmaba la limpieza de «toda mala raza»: mora, judía, negra, mulata, china e indígena.

Por último, el matrimonio era un mecanismo de ascenso y descenso étnico que iba desde las otras castas y afromestizos hacia la punta de la pirámide social, conformada por los blancos europeos y criollos, transitando por el grupo intermedio del mestizo puro, un tipo ideal, fruto de blanco e indígena y de la progenie de la misma casta. La casta mulata o parda fue deseable para amestizados no negros que pretendían despojarse de cargas tributarias, reducir sus contribuciones eclesiásticas y gozar de privilegios militares. En 1802, el cura de Mérida, Francisco Xavier de Badillo, insistió en la dificultad de distinguir grupos raciales por la «confusión de las castas» y la mixtura de las vecindades a causa de que los feligreses negros querían «ser españoles y mestizos», mientras que los mestizos ―no negros― deseaban y se desplazaban hacia la casta de «pardos en cuanto a la satisfacción corta de los derechos parroquiales».

La casta como criterio de territorialidad

El orden social en la sociedad estamental yucateca era jerarquizado y los espacios jurisdiccionales guardaban una diferenciación étnica; ocurría lo mismo con las prácticas religiosas y militares. En las procesiones meridanas los españoles caminaban a la cabeza; en grupo separado, seguían los indios y, en la parte posterior, una multitud de lo vulgar de la ciudad. Las disposiciones que arreglaron las milicias en 1755 establecieron que los altos rangos, como las Planas Mayores, de los batallones de mulatos estuvieran en manos de blancos; de igual modo, se fijó que para las formaciones y paradas los cuerpos de mestizos y de mulatos se formaran detrás de los blancos. A pesar de la separación de castas, todo cuerpo armado requería de establecer niveles de cooperación para el cumplimiento de sus objetivos militares. Por ello, el Reglamento de la milicia provincial de 1778 establecía que en el primer «ejercicio de fuego» trimestral de cada año concurrieran la «gente de milicias» disciplinadas y las compañías de blancos y pardos, con la prevención de ejecutar esos ejercicios entre las residentes de Mérida y Campeche, «pues las de pueblos, que harían gravosa su unión a los individuos que las forman, bastará que se ejerciten en su[s] respectivo[s] territorio[s]…». Las consideraciones anteriores parecen indicar que los vecinos blancos de las poblaciones importantes del interior de la península eran más reacios a la unión con las milicias pardas.

Para el caso de la subdelegación de Mérida, el censo de 1794 muestra cifras confiables de la población negra y sus mezclas, aunque carece de cifras de la población infantil. En la tipología racial de ese documento oficial, el concepto de mulato pudiera estar empleado como genérico para incluir, además de los descendientes de español y negra, a las distintas mezclas. La población mulata de Mérida era más numerosa que la española o criolla, pero, en relación con el conjunto de los habitantes de la ciudad y su jurisdicción, representaba 12.27%. De los 1 910 varones, 1 061 tenían edades entre los 16 años y más de 50, por lo que de este segmento se extraerían los 348 elementos de la milicia parda radicada en la ciudad capital. Casi 33% de los hombres de ese rango de edad eran militares.

La población étnica de Mérida y su jurisdicción, en 1794 eran: europeos, 119 hombres y 7 mujeres; en total: 126 personas. Los españoles eran 1 324 hombres, 1 962 mujeres; en total: 3 286 personas. De los indios, 7 143 eran hombres, y 7 608, mujeres; en total; 14 751. Los mulatos: 1 910 hombres, 1 506 mujeres; total: 3 416 personas. Otras castas: 3 126 hombres, 3 124 mujeres; 6 250, en total. Ello sumaba 13 622 hombres; 14 207 mujeres: 27 829 personas. (Fuente: Rubio Mañé, 1942, vol. 1, Anexo A).

En el espacio urbano de Mérida y su entorno de barrios y pueblos satélites, el centro de la ciudad, o intramuros, se encontraba reservado a la elite blanca; los mestizos habitaban en los barrios; los indios radicaban en barrios y poblaciones periféricas, en tanto que las castas afro-mestizas residían dispersas en el núcleo central, como se advierte- Feligreses del curato de Jesús, Mérida, en 1802, por barrios: Santa Ana: 106 varones, 174 hembras; 280 en total. Santiago: 176 varones, 238 hembras; en total, 414. Mejorada: 177 varones, 269 hembras; 446, total. San Cristóbal: 193 varones, 400 hembras; 593 en total. Ermita: 84 varones y 114 hembras; total, 198. Ciudad intramuros: 54 varones y 159 hembras; 213 en total. Párvulos de confesión de Mérida: 122 varones y 107 hembras; total, 229. En suma: 812 varones, 1 461 hembras; 2 373 personas. (Fuente: Matrícula de la feligresía preparada por Juan Ramos, Mérida, 4 de agosto de 1802. AGN, Justicia Eclesiástico, t. 6, f. 124).

A pesar de la racionalidad geográfica de reservar el espacio intramuros para la elite blanca, las demás castas residían entremezcladas desde el centro hasta los barrios de la ciudad. Sin embargo, estas feligresías clasificadas por castas acudían a sus servicios y ritos religiosos a templos parroquiales predefinidos. La catedral de Mérida era la iglesia de los blancos: europeos y criollos. Los mestizos tenían como templo la capilla del Sagrario, erigida en el costado norte de la catedral meridana. La población indígena acudía a diversas iglesias parroquiales localizadas en los barrios y suburbios de la jurisdicción capitalina. Por último, desde 1684, la población negra de Mérida acudía a la iglesia Sacra Familia, Jesús, María y José, hasta que, tras la expulsión de la orden jesuita en 1767, dicha feligresía fue trasladada a la iglesia del Dulce Nombre de Jesús, evacuada por los religiosos.

La fe de bautismo identificaba a la casta que pertenecía la persona y su parroquia correspondiente, sólo modificable en los casos de movimientos ascendentes o descendentes en la escala racial. Por ejemplo, el tenido y reputado por mulato Andrés Gómez solicitó su certificado en 1780 con el propósito de rectificar su estatuto étnico. Hijo natural de la mestiza Eugenia Gómez, fue bautizado el 11 de abril de 1730 en la capilla del Sagrario de la Catedral, más tarde, según el interesado:

[…] que con motivo de haber contraído matrimonio mi madre con Vicente Fuentes mulato después de nacido yo, erróneamente me casaron en la parroquia de [mulatos] Santo Nombre de Jesús, con cuyo motivo fueron bautizados en la misma, Santiago, José, y Marcelo mis hijos, y hallándome bien informado de no deber seguir ni yo, ni mis hijos la referida parroquia cuando estos no son mulatos sino mestizos como hijos legítimos míos, y de Luis Gomes (sic) así mismo mestiza mi mujer se ha de servir v. s. mandar que mi segundo padrastro Juan José Mendosa, y demás testigos que presentaré bajo la religión de juramento declaren al tenor de este libelo, y resultando justificado el error padecido para enmendarse desde donde ha sido advertido se ha de dignar v. s. declarar a mis hijos, nietos y demás descendientes legítimos por tales mestizos, y no mulatos debiendo seguir la parroquia de esta Santa Iglesia Catedral [...].

La indagación se prolongó por 15 años, hasta que el tenido y reputado por mulato recibió su anhelada declaración de mestizo, el 12 de febrero de 1795; por lo tanto, su derecho a cambiar de parroquia.

El ascenso en la escala étnica no era del todo inobjetable. Existía vigilancia de la reputación familiar y cuidado de la imagen racial entre las familias blancas. Operaban en ese sentido algunos mecanismos como el conocimiento público de la ascendencia, que era apelado para detener o favorecer enlaces matrimoniales, y también la notoriedad de la apariencia física. La reputación solía descansar sobre las arenas movedizas de la fisonomía. Al momento de que la casta perdía con velocidad su contenido racial, la pertenencia a la blanca provocó contrastes entre el fenotipo y la reputación de blanqueado.

En la sociedad meridana el prestigio público fue plausible para personas no blancas que acumularon fortunas, pero convertir la riqueza y la reputación de blanco en una posición en la administración colonial tropezó con un obstáculo jurídico: el control de acceso a los cargos municipales reservados para la nobleza encomendera, o para quienes habían logrado filtrarse a ese estrato y, por lo tanto, tenían mayor probabilidad de culminar su ascenso a la cúspide socio-racial con la promoción política.

En la elaboración de la ordenanza del Ayuntamiento meridano de 1790, los capitulares se fundaron en la ley 14 título 2 y la ley 7 título 20 de la Recopilación de Indias para jerarquizar las calidades a reunir por los interesados en los oficios renunciables y en adquirir los cargos vendibles. El reglamento prescribió cuidar que fueran «de clase noble», descendientes de conquistadores, pacificadores y pobladores limpios de sangre y de «toda mala raza». El artículo 6 definió a los vecinos tenidos y reputados por infames, excluidos de cargos de república:

Hay muchos hombres que sin haber cometido delito, ni sus descendientes, son infames, de cuya clase son tenidos y reputados en esta provincia, los descendientes de negros, mulatos, chinos, grifos, gimbados, moros, judíos, gitanos y penitenciados por el Santo Oficio, y Tribunal de la Santa Inquisición hasta el cuarto grado [...].

Ciudadanía de origen no negra del doceañismo español

En el contexto de la crisis de la monarquía absolutista y los trabajos de las Cortes extraordinarias españolas reunidas en Cádiz, los capitulares de Mérida y el diputado a Cortes Miguel González de Lastiri sostuvieron la tradición jerárquica en sus propuestas de reformar el gobierno de la provincia. En agosto de 1810, se favorecía formar ayuntamientos entre los «vecinos de mejor nota». Campeche, Mérida y Valladolid sortearía sus cargos entre la «clase de Españoles» europeos o americanos, y en los pueblos con «100 vecinos para arriba entre españoles y mestizos» insacularían entre ellos a los capitulares. Como bien se comprende, fuera de esa trinidad urbana se incluía a la mestiza, pero se excluía sistemáticamente a la afromestiza.

La exclusión de las castas negras adquirió relevancia en el debate por la representatividad de Hispanoamérica en las Cortes. El 25 de agosto de 1811 se sometió a discusión el artículo primero del proyecto constitucional que definía a la nación española como «la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios». Esta definición fundada sobre el criterio de origen, mas no de nacimiento, provocó una reacción en cadena. El artículo 22 reveló la restricción afro-mestiza: «A los españoles que por cualquier línea traen origen del África, para aspirar a ser ciudadanos les quedaba abierta la puerta de la virtud y del merecimiento». La inconformidad americana no se hizo esperar. Argumentaron a favor del criterio por nacimiento y la distinción entre libertad o esclavitud, mas no entre blancos y no blancos. En sus intervenciones contrarias al 22, entre otras cosas previeron que la exclusión suscitaría conflictos y pleitos por la comprobación de la pureza de sangre, o el problema de los numerosos morenos que estaban declarados nobles. Frente a las quejas, la comisión propuso la redacción definitiva: «A los españoles que por cualquiera línea son habidos y reputados por originarios del África, les queda abierta la puerta de la virtud y del merecimiento para ser ciudadanos».

En la sesión del 10 de septiembre de 1811, el diputado Ramos Arizpe insistió contra el concepto de originario, pero adelantó con agudeza, que con la nueva prescripción: «En el proyecto se exigía prueba de hecho positivo, y ahora se sujeta el honor de los españoles a una de pura opinión y reputación. [...] ¿Quién no advierte las complicaciones y calumnias a que están expuestos esos españoles beneméritos en una cuestión de mera opinión?».

Para atenuar, se aclaró que la modificación tenía un doble sentido: de señalar a los originarios de África y al mismo tiempo prohibir las indagatorias y los litigios para no turbar «a nadie en la posesión del concepto que goza actualmente». Es decir, asegurar la reputación obtenida «sin objeciones» por la minoría blanqueada; sin embargo, la reputación quedaba a merced del público elector por el derecho de tachar a quienes consideraran ciudadanos sin derechos políticos. Las reputaciones quedaron en manos de un dividido público elector, a merced de las fidelidades o de las pasiones, los prejuicios exacerbados por los «pases», los intereses y los conflictos personales, que tuvieron a su alcance un instrumento constitucional para ajustar cuentas. Tal fue el caso del notable Miguel Duque de Estrada, mulato expulsado de la junta electoral. Pero en Hecelchakán, por ejemplo, las votaciones de diciembre de 1812 fueron controladas con cohechos por el grupo de Francisco Vallejo, quien favoreció la elección de un alcalde «originario de [África]».

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Del 22 al 28 de junio de 2020

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