Negué a mi madre

Antes que el gallo cante, me negarás tres veces. Y saliendo fuera, lloró amargamente.
Mateo 26:75

En el pecho, aún tengo presente ese dolor que carcome las entrañas de mi alma. Ahora mismo me duele la sangre y los ojos por haber negado a ese ser, dueño de mi vida. Negué sus ojos, sus manos, su reboso negro posado sobre sus hombros y la cabeza.

La recuerdo bien, estaba sentada en el suelo junto a sus comales de color naranja-tierra. Vestía su blusa blanca en donde pájaros y flores permanecían quietos. Su enagua floreada comenzaba a arrugarse y sus huaraches de plástico eran mordidos por la tierra que pisaba. Su mirada intensa y pesada se dirigía fijamente hacia las personas que pasaban en esa calle.

La sonrisa suele ser común en muchas personas, no para ella, quien reserva esa luz para nosotros y Doña Santa, su amiga de niña, joven, señora y ahora de abuelas. Se siguen viendo seguido, se cuentan historias y ríen. Cuando sale a la calle nunca sonríe y eso causa un imaginario de carácter negativo; incluso, en el pueblo algunas personas la conocen como Susana Tetlauel (Enojona). Por supuesto, una total falacia para quienes no la conocen porque es todo lo contrario: ríe con nosotros, inventa palabras y jamás nos ha golpeado, porque en la casa, ese papel lo ocupó mi padre. Su sonrisa es una lluvia con sol, se burla casi de todo y de todos sin usar palabras ofensivas. En la casa se levanta temprano para preparar los alimentos. Le sirve la comida a mi padre y a nosotros; ella es la última en llevar un pedazo de tortilla a la boca. Hasta ahora nunca se ha quejado de esta vida y no creo que lo haga un día. Es muy fuerte y valiente en todo su ser.

Hoy con sesenta y dos años de edad puede subir cerros, sembrar la milpa con barreta y la coa; caminar dos horas al campo cargando sus platos, tortillas, refresco y comida en la espalda. Por si fuera poco, tiene que dar de comer a cerca de quince puercos y veinte pollos todos los días. Se cansa, es verdad, pero no se queja. Cuando padre pone muchos peones y la comida por default es muy pasada, deja a sus peones por un rato y viene a traerla en su caballo. La bestia carga todo, pero ella tiene que caminar hasta la ubicación del trabajo para repartir la comida y después, regresar caminando con los trastos vacíos.

Estaba en segundo año de preparatoria cuando estudiaba en la ciudad de Chilapa. Un viernes que entrábamos a las siete de la mañana, nos quedamos esperando porque no llegaron varios maestros. Después de esperar largo rato, llegó el director y nos informó que dos docentes no iban a llegar porque se fueron a una comisión, por tanto, íbamos a tener libre cerca de cinco horas. Algunos que vivían cerca se fueron a sus casas; nosotros, a jugar futbol; luego, bajamos al centro de la ciudad para buscar algo de comer, porque ese día, las calles estaban llenas por la víspera de la fiesta patronal. En la calle principal con dirección a la catedral, había muchos vendedores hombres y mujeres; una de ellas era mi madre, sentada en el suelo con sus comales tendidos en el piso. Yo caminaba en medio de los seis compañeros haciendo bromas. De repente, vi un rostro conocido hacia la dirección que íbamos. Ella me miró y me sonrió como queriendo decirme algo. Yo me adentré a la plática, me aseguré de seguir en medio escuchando las bromas e hice que no la vi cuando pasé cerca. De reojo vi cómo se apagó esa pequeña luz que nacía de su boca y ajustó su mirada de siempre: pesada y fuerte como había sido hasta entonces. Seguí mi camino y no volteé a ver para no dar sospecha de conocerla.

Sé que ella lloró por dentro y tal vez hasta se estaba arrepintiendo de darme escuela, porque mientras más estudiase, negaría más su origen. Ese día traté de relegar todo, de olvidar que la vi en las calles de Chilapa, pero seguí caminando y pensado en su rostro, pensé en regresar y saludarla, en presentarle a mis amigos que seguramente se alegrarían de conocerla, algunos hasta me respetarían por no negar mi sangre, una mamá de campo, artesana, buena madre y la más experimentada en ricas comidas. Tal vez si regresara cambiaría las cosas de ese momento, pero mis pasos siguieron su curso en medio de otros. De regreso, tomamos otra calle para llegar pronto a la escuela, cargando el peso de la negación.

Al salir de la prepa, regresé a casa. Llegué, y ella estaba un poco seria. No me dijo nada y yo tampoco pregunté nada. Me sirvió la comida; luego de comer, tomé mi morral, un machete y fui al campo a ayudar a mi padre. Fue hasta años después cuando yo no resistía esta afrenta de muerte cometida hacia el ser que me dio la vida. A partir de entonces conocí los fantasmas de la calle que negaban a su origen. Yo por mi parte, comencé a meditar, a repensar mis actos y mi vista alcanzó a alumbrar las calles oscuras. Miré cómo algunos otros negaban a su origen, cómo al titularse de la licenciatura obligaron a sus padres a vestir zapatos, falda y camisa de ciudad; a hablar español, cuando nunca en su vida habían hablado esa lengua; a forzarlos a comer con cubiertos, sin antes haberles enseñado. Los veía y me veía a mismo. Entonces, un día, cuando no aguantaba más ese dolor que caminaba conmigo en las calles de la ciudad, tomé mis cosas y fui a buscarla. Llegué al pueblo y me dirigí a la casa. Ella me recibió contenta, se apuró a calentarme la comida. Yo la abracé cuanto pude y sonrió alegremente; me preguntó si estaba bien, y contesté que no, que me dolía el alma por un hecho cometido tiempo atrás hacia su persona. En mis ojos brotaban lágrimas. Me entregó sus brazos y dijo que no pasaba nada, que le contara con más calma el porqué de mis lágrimas. Solo alcancé a pedirle perdón, y ella dijo perdonarme todo, que quería verme contento. Le recordé aquella mañana en Chilapa, hizo memoria y no se acordó de nada, y que si así fuese, estaría dispuesta a perdonarme todo porque soy su hijo. Me dio el perdón, pero aun así, llevo en el alma esa cicatriz que sangra cada vez que alguien comete una afrenta de este tipo.


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Remington 12

De la década de 1920.