Mariátegui y su preconcepto del negro

[Primera de dos partes]

Nicomedes Santa Cruz

1. Mariátegui y su preconcepto del Negro

 

...pero ahí resisten, en pie, esperando impugnador, los fundamentos de esos 7 ensayos

 

Hace cosa de siete años, con motivo de editarse el Festival de obras completas de José Carlos Mariátegui, gracias al esfuerzo de sus señores hijos, pude leer los “7 ensayos de interpretación de la realidad peruana”, obra cumbre del gran revolucionario y sociólogo peruano. Mariátegui emplea un lenguaje tan claro, directo y convincente que, pese a mis limitaciones, me fue fácil entender los planteamientos, denuncias y soluciones de sus siete puntos. Asimismo, cuando llegué al capítulo xvii (“Las corrientes de hoy. —El Indigenismo”) del séptimo ensayo, titulado “El proceso de la literatura”, anoté al margen de las páginas 290-291 no estar de acuerdo con la preconcebida opinión que José Carlos Mariátegui vierte ahí sobre el negro:

Y porque una reivindicación de lo autóctono no puede confundir al “zambo” o al mulato con el indio. El negro, el mulato, el “zambo”, representan en nuestro pasado, elementos coloniales. El español importó al negro cuando sintió su imposibilidad de sustituir al indio y su incapacidad de asimilarlo. El esclavo vino al Perú a servir los fines colonizadores de España. La raza negra constituye uno de los aluviones humanos depositados en la costa por el Coloniaje. Es uno de los estratos, poco densos y fuertes, del Perú sedimentado en la tierra baja durante el Virreinato y la primera etapa de la República. Y, en este ciclo, todas las circunstancias han concurrido a mantener su solidaridad con la Colonia.

El negro ha mirado siempre con hostilidad y desconfianza a la sierra, donde no ha podido aclimatarse física ni espiritualmente. Cuando se ha mezclado al indio ha sido para bastardearlo, comunicándole su domesticidad zalamera y su psicología exteriorizante y mórbida. Para su antiguo amo blanco ha guardado, después de su manumisión, un sentimiento de liberto adicto. La sociedad colonial, que hizo del negro doméstico —muy pocas veces, un artesano, un obrero— absorbió y asimiló a la negra, hasta intoxicarse con su sangre tropical y caliente. Tanto como impenetrable y huraño el indio, le fue asequible y doméstico al negro. Y nació así una subordinación cuya primera razón está en el origen mismo de la importación de esclavos y de la que sólo redime al negro y al mulato la evolución social y económica que, convirtiéndolo en obrero, cancela y extirpa poco a poco la herencia espiritual del esclavo.

El mulato, colonial aun en sus gustos, inconscientemente está por el hispano, contra el autoctonismo. Se siente espontáneamente más próximo a España que al Incario. Sólo el socialismo, despertando en él conciencia clasista, es capaz de conducirlo a la ruptura definitiva con los últimos rezagos de espíritu colonial.

Cuesta creer que todos estos equívocos conceptos provengan de la pluma de José Carlos Mariátegui y —lo que es más grave— figuren entre los fundamentos de esos “7 ensayos...”. Siete años he esperado para decidirme a escribir este artículo y aún pienso que debería aguardar siete años más. Hay en mi formación literaria una inmensa laguna que significan los veinte años que he pasado entre el yunque y la fragua, en mi condición de herrero-forjador. ¿Cómo tocar la obra de Mariátegui sin que la reacción capitalice mi denuncia? Éste ha sido —y sigue siendo— mi mayor problema. No me preocupan los comunistas peruanos porque, si son buenos marxistas, no pueden exigir que se acepte un Mariátegui a fardo cerrado. Eso sería sectarismo, y los sectarios no me interesan. En cuanto al propio José Carlos, lo que menos deseó fue convertirse en intocable o vaca sagrada. Iconoclasta, polemista, marxista convicto y confeso, Mariátegui, si viviera, sería el primero en alentarme en esta crítica a un párrafo de su obra (ni falta que haría, porque si Mariátegui viviera, el movimiento negro ya hubiera tenido en él un luchador de la talla de Sartre o Fanon).

Mariátegui escribió sus “7 ensayos...” hace cuarenta años. En ese lapso, el mundo ha sido conmovido por una Segunda Guerra Mundial; África se independiza; Fidel Castro proclama comunista su declaración triunfante instaurando la República Socialista de Cuba. Estos y otros grandes hechos afectan, directa e indirectamente, la marcha política y socio-económica del Perú y, por ende, la obra cumbre de José Carlos, libro con muchos apologistas y ningún continuador, y que a la impresa obligatoriedad de su lectura “por todo peruano”, debiera agregarse una edificante invitación a su crítica.

 

 

Y porque una reivindicación de lo autóctono no puede confundir al “zambo” o al mulato con el indio


 

Si esta «reivindicación de lo autóctono» fuese de carácter cultural, se justificaría la discriminación; así, Mariátegui coincidiría con el planteamiento de los sociólogos que ayer y hoy distinguieron y distinguen entre Indoamérica y Afroamérica, división que para el economista Julio Le Riverand Brusone resulta:

...aceptable solamente a grandes rasgos y como expresión de los puntos extremos del gran proceso de transculturación. En verdad, en el sustratum de toda la población americana se encuentran los tres elementos étnicos: blancos, indios y negros.

Pero, anticipándose a estas especulaciones, Mariátegui, con su característica claridad expositiva, escribe en párrafos anteriores del mismo ensayo:

El indio no representa únicamente un tipo, un tema, un motivo, un personaje... Representa un pueblo, una raza, una tradición, un espíritu. No es posible, pues, valorarlo y considerarlo desde puntos de vista exclusivamente literarios, como un color o un aspecto nacional, colocándolo en el mismo plano de otros elementos étnicos del Perú.

A medida que se le estudia, se averigua que la corriente indigenista no depende de simples factores literarios, sino de complejos factores sociales y económicos. (“7 ensayos”. Págs. 289-290)

Está claro, pues, que la «reivindicación» que Mariátegui reclama para el indio es de tipo marxista. Restitución que, según esta misma doctrina, sólo se puede alcanzar mediante la revolución socialista. La revolución socialista descansa sobre la lucha de clases, concretamente se basa en el triunfo del proletariado sobre la burguesía dominante. Excluyendo, de plano, toda valoración étnica y etnocentrista. Así, pues, una «reivindicación» confunde al zambo y al mulato con el indio —si estos pertenecen a la misma clase trabajadora—. Reivindicar lo autóctono con abstracción de lo zambo y lo mulato es segregacionista; el segregacionismo es antimarxista; el antimarxismo no es reivindicatorio.

 

 

El negro, el mulato, el “zambo” representan en nuestro pasado elementos coloniales…


 

Pese a su estatura superior, Mariátegui debe haber sido afectado por los reaccionarios colónidos del Palais Concert: Federico More define a Gonzáles Prada como «un griego nacido en un país de zambos». Mariátegui calcifica a More de panfletario, antidemocrático, antisocial, reaccionario y aristarco. Con igual justicia, denuncia el «decadentismo» de Abrahán Valdelomar, pero elogia su «humorismo»: «Ningún humorismo menos acerbo, menos amargo, menos acre, menos maligno que el de Valdelomar. Valdelomar caricaturizaba a los hombres, pero los caricaturizaba piadosamente». (“7 ensayos”. Pág. 248).

Maria Wiesse, en su biografía de Mariátegui, cita un hecho anecdótico que aquí nos interesa: «Al concurso municipal de literatura y ensayos periodísticos envía una crónica. “La procesión del Señor de los milagros”, pagina rebosante de color, que alcanza el premio, conjuntamente con el ensayo “La sicología del Gallinazo”, de Valdelomar. Parece que el jurado estaba compuesto por personas de buen gusto». (Edición Popular de las Obras Completas de José Carlos Mariátegui. Volumen 10, Pág. 17).

Enjuiciando en sus “7 ensayos...” al movimiento «Colónida» y Valdelomar, agrega Mariátegui: «...Pero poseía el don del creador. Los gallinazos del Martinete, la Plaza del Mercado, las riñas de gallos, cualquier tema podía poner en marcha su imaginación, con fructuosa cosecha artística».

Hace cosa de un año, el Suplemento Dominical de El Comercio publicó una “Pequeña antología de la Ciudad de Lima”, en la que transcribió un artículo de Abrahán Valdelomar, titulado, “La semblanza del Gallinazo”. No quiero creer que sea el mismo artículo premiado por nuestro municipio, según Maria Wiesse, «por personas de buen gusto» y ponderado por José Carlos en su obra cumbre. Pero lo transcribo íntegramente para que el lector tenga una idea aproximada del pensamiento de aquellos que son considerados como la generación de oro en las letras peruanas.


 


 

LA SEMBLANZA DEL GALLINAZO


 

El gallinazo, esta característica alada y negra de la Ciudad de los Reyes, es para las aves, lo que el negro para los demás hombres. El gallinazo es negro, definitivamente negro, rotundamente negro. Es como una maldición de padre agustino dicha en una cámara oscura a las doce de la noche. Negro y brillante cual dibujo de tinta china, el gallinazo es la negación de la luz. Oscuro como la filosofía alemana, espíritu nietzchiano, es sobrio como un juramento de mayor de guardias. Es el ave simbólica. Una vieja leyenda del tajamar, hace nacer el primer gallinazo del vientre de una negra tamalera, a las doce y media de la noche. Y nada se parece más en efecto a un negro viejo, retinto, que un gallinazo.

El gallinazo, a mas del color, se parece al negro en el ronquido característico, en ese ¡tus-tus-tus! del negro viejo y asmático; en su rostro rugoso y agrietado, en sus pequeños ojos vivaces, en su frente estrecha de cabello imitado de astracán; en su modo de caminar matonesco; en su carácter díscolo; en que sólo se baña, cuando lo hace, en el río y desnudo; en que odia todo lo blanco, en su afición por los camales, donde se refocila con la sangre coagulada y se nutre de tripas,; en su tendencia a caminar en pandilla; en su simpatía por el cargamontón; en su carencia absoluta de ideales estéticos; en que, por fin, como el negro osado y dominguero se aventura de vez en cuando hasta la calle Mercaderes...

Esto sólo en cuanto al gallinazo del basural. El gallinazo camaronero sólo es comparable al negro que se mete en política. El gallinazo merece capítulo aparte en la sociología del Perú. El gallinazo es un individuo. Yo lo haría sujeto de derecho.

Abraham Valdelomar

 

Y sin embargo, dice Mariátegui: «Ningún humorismo menos acerbo, menos amargo, menos acre, menos maligno que el de Valdelomar». Y a basura como ésta llama José Carlos «fructuosa cosecha artística». Valdelomar, con un antinegrismo que envidiaría el más miserable sectario del Ku-Klux-Klan, no perdona en su artículo ni el vientre de nuestras abuelas (es falsa su «pretendida leyenda del tajamar», falsa como su atuendo, sus ademanes y su propia vida), se burla del asma del negro viejo, ignorando que la contrajo laborando millones de adobes a ocho soles millar, incluso los de su sagrado y bienamado Palais Concert; le ofende horriblemente que los domingos algún negro mancille con proletaria chancleta su calle Mercaderes. Anticipándose en medio siglo al célebre gobernador de Alabama, George C. Wallace (recientemente destituido), prefiere la ciudadanía del gallinazo a la del negro peruano.

 

A George C. Wallace, Rey del Racismo y Gobernador de Alabama

 

Para pelear de igual a igual con George C. Wallace

retrocedí mil años:

Me despojé de la europea ropa,

me amarré a la cintura unos plátanos.

 

Para pelear de igual a igual con George C. Wallace

retrocedí mil años:

Me quité el Nicomedes bitinio,

me arranqué el Santa Cruz tan cristiano.

 

Para pelear de igual a igual con George C. Wallace

retrocedí mil años:

Quedé en zulú, masai, nagó, watussi;

quedé en congo, mandinga, bosquimano...

Tan solamente descendí a salvaje

nunca a racista norteamericano.

 

Cierro esta primera parte transcribiendo un fragmento poético de un gran escritor americano, el haitiano René Depestre (1925), que parece escribir para todos los Valdelomar del mundo:

 

26

A mi cuerpo negro le han dado los peores términos de comparación. Negro como el mal. Negro como una atrocidad o como un genocidio. Negro como el infierno. Sin embargo, yo no conozco nada más negro que un gran descubrimiento. Por ejemplo, el de las vitaminas o el de los antibióticos. En la paleta de las negruras veo los dos o tres días verdaderamente transparentes de mi vida. Veo en ellos fiestas de niños. Veo en ellos los primeros besos. Veo en ellos vacaciones suntuosas en la playa de un país en flor.

 

27

El canto del ruiseñor es apenas menos negro que el gusto del pan fresco.

 

28

He aquí una madre a la cabecera de su hijita que agoniza. Al primer signo de la salud que vuelve, lo que inunda su corazón maternal eres tú, negrura querida, mi barca al sol...

 

29

¡Oh negrura de todas las bellas acciones!

 

30

Caras tinieblas de la libertad, ábranme sus brazos tiernos. ¡Espérenme en todas las fuentes del mundo! Denme una negrura más vasta que la del mar en la mañana. ¡Oh tinieblas purifíquenme! ¡Acunen mi vida! ¡Ilumínenme, tinieblas, a mí y al mundo en que vivo!

 

(René Depestre. Aforismos y Parábolas del Nuevo Mundo)

 

 

 

2. Mariátegui y su preconcepto del Negro (II)


 

El español importó al negro cuando sintió su imposibilidad de sustituir al indio y su incapacidad de asimilarlo. El esclavo vino al Perú a servir los fines colonizadores de España. La raza negra constituye uno de los aluviones humanos depositados en la costa por el Coloniaje. Es uno de los estratos, poco densos y fuertes, del Perú sedimentado en la tierra baja durante el Virreinato y la primera etapa de la República. Y, en este ciclo, todas las circunstancias han concurrido a mantener su solidaridad con la Colonia

Siendo un hecho harto conocido y por todos aceptado que el negro africano fue traído a estas tierras para suplir la diezmada población indígena y compartir con los sobrevivientes las duras tareas en la extracción de minerales auríferos y argentíferos, así como iniciar una nueva economía agraria en las plantaciones de las tierras bajas, resulta extraña la afirmación de Mariátegui cuando dice que el español importó al negro ante su imposibilidad de sustituir al indio. Para interpretar dichos conceptos, deberemos remitirnos al tercer ensayo de la misma obra (“El problema de la tierra. —La política del colonialismo: Despoblación y esclavitud”, págs. 48-49); ahí veremos que Mariátegui da al negro una valoración física (brazos) y al indio, técnica o científica (hombres). Dice así:

La responsabilidad de que se puede acusar hoy al coloniaje, no es la de haber traído una raza inferior —éste era el reproche esencial de los sociólogos de hace medio siglo—, sino de haber traído, con los esclavos, la esclavitud, destinada a fracasar como medio de explotación y organización económicos de la Colonia, a la vez que reforzar un régimen fundado sólo en la conquista y en la fuerza.

El carácter colonial de la agricultura de la costa, que no consigue liberarse de esta tara, proviene en gran parte del sistema esclavista. El latifundista costeño no ha reclamado nunca, para fecundar sus tierras, hombres, sino brazos. Por esto, cuando le faltaron esclavos negros, les buscó un sucedáneo en los culíes chinos.

A la llegada de los españoles (1532), el Tawantinsuyu, que se extendía desde el sur de Colombia hasta el norte de Chile y Argentina, contaba con una población superior a los diez millones de habitantes. Dos siglos y medio más tarde (Censo de 1781), la mita, la encomienda y el yanoconaje habían reducido dicha cifra a sólo un millón de habitantes. Mariátegui pondera la colonización anglosajona de Norteamérica; sin embargo, ahí, la población indígena fue casi totalmente exterminada, habiendo desaparecido tribus enteras. En cuanto al tráfico negrero, mientras en el Perú la más alta cifra computada en el censo de población negra llega sólo a cien mil, en los Estados Unidos había setecientos mil esclavos en 1790, alrededor de un millón doscientos mil en 1808 y unos tres millones doscientos mil en 1850, lo cual representa la introducción de dos millones en un plazo de sólo 42 años, descontando la descendencia africana.

Pese a estos monstruosos hechos de genocidio y esclavismo en gran escala, dice Mariátegui: «Me complace por esto encontrar en el reciente libro de José Vasconcelos, Indología, un juicio que tiene el valor de venir de un pensador a quien no se puede atribuir ni mucho marxismo ni poco hispanismo». Y, entre otras cosas que complacen a Mariátegui, dice el citado Vasconcelos:

Y en vez de una aristocracia guerrera y agrícola, con timbres de turbio abolengo real, abolengo cortesano de abyección y homicidio, se desarrolló una aristocracia de la aptitud que es lo que se llama democracia, una democracia que en sus comienzos no reconoció más preceptos que los del lema francés: libertad, igualdad y fraternidad.

Aunque esto hubiera sido cierto, la diferencia de coloniaje entre el sajón y el hispano no devienen tanto del liberalismo del primero y el decadentismo del segundo, sino de que el pionero, expectorado de Europa por sus ideas políticas o creencias religiosas, llegó a Norteamérica como a una tierra de promisión, para quedarse a vivir por siempre, fecundar la tierra con el sudor de su frente y, finalmente, ser en esa misma tierra sepultado. En cambio, el español llegó aquí con la idea transitoria de hacer fortuna a corto plazo, extrayendo oro mediante el esfuerzo ajeno, y largarse de vuelta lo más pronto posible. La mayoría residente estaba compuesta por curas, militares y funcionarios.

No es muy exacto lo que dice Mariátegui respecto a que el español «Tenía una idea un poco fantástica, del valor económico de los tesoros de la naturaleza, pero no tenía idea alguna del valor económico del hombre». Razones muy poderosas tenía España para esta cruel preferencia del oro por la vida del hombre. Tampoco es exacto el que «La codicia de los metales preciosos —absolutamente lógica en un siglo en que tierras tan distantes casi no podían mandar a Europa otros productos—, empujó a los españoles a ocuparse preferentemente en la minería». No, no fue un problema de distancia o flete.

Desde principios del siglo xiv, en Europa, y en particular el mundo Mediterráneo, padecían de una incurable escasez de oro. En parte, porque los señores feudales ya no aceptaban tributo en especie, sino en moneda. En parte, por la consolidación de los gremios artesanales —inminente paso a la burguesía. Lo cierto es que sólo dos países africanos proveían de oro a los príncipes y corredores: Rodesia y Bambuk (País del oro). La génesis del amarillo metal permanecía rodeada de misterio. Los buscadores de oro guardaban celosamente su secreto, y se creía que arrancaban en Agosto las raíces de una planta aurífera. El emperador se reservaba las pepitas, pero dejaba libre el comercio en polvo, que mercaderes ambulantes transportaban a través del Sudán. Los negociantes maghribíes viajaban, con todo un cortejo de camellos, hasta el mercado del río Senegal, donde practicaban el tráfico a lo mudo, como en los tiempos púnicos, es decir, los extranjeros dejaban sus mercaderías en las playas y volvían a sus naves; por la noche, los maghribíes hacían sus proposiciones dejando oro junto a las mercancías expuestas; al día siguiente volvía el mercader, pero no tocaba nada si el trueque no le parecía justo.

Todos estos problemas y misterios terminaron el día que las minas de América aprovisionaron a Europa. Se comprende, pues, que en la desmedida codicia española por nuestro oro no hubo infantiles fantasías ni lógica adecuación a las distancias. Sólo insaciable rapiña bajo un signo de muerte y crueldad. Por algo dijeron los antiguos indígenas: «La cruz que los europeos llevan por delante en sus conquistas no debe ser aquella en que murió Cristo para la redención humana, sino alguna de las otras cruces que en el Calvario fueron destinadas a los ladrones».


  • Número 150. Año III. 16 de noviembre de 2020. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

  • Esta edición

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De la década de 1920.

Del 16 al 22 de de noviembre de 2020

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