Tras la heteroidentificación

El “movimiento negro” costachiquense y la selección de marbetes étnicos

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Arturo Motta Sánchez

En la zona de la Costa Chica comprendida entre los municipios de Cuajinicuilapa y Pinotepa Nacional —sin que sea asunto ni demanda de un movimiento de grandes masas locales, sino de específicos intereses de varios de sus letrados, provocados a su vez por la incidencia de muchos otros factores, endo y exógenos, nacionales e internacionales— existe la necesidad de solicitar su reconocimiento social como entidad singular, o etnia, que vaya más allá, digo yo, de la que les ha otorgado ancestralmente su ámbito regional. Clara demanda patentizada, al menos hasta el año 2000, a lo largo de los anuales “encuentros de pueblos negros” celebrados a partir de 1997.

Si bien sus cultores sustentan mucho de su esgrimida especificidad en el fenotipo afroide de sus habitantes —es decir, lo tienen por criterio necesario—, alcanzan que no es suficiente, y desconozco si tal insuficiencia se deba o no a la conciencia de qué tan frontero puedan estar del racismo. De modo que para redondear o fortalecer su pretensión acuden, entre otros mecanismos, al pasado, a fin de que, a modo de genético legado, lo esgrimido y su propósito se muestren inamovibles. Lo perimido se autojustifica ontológicamente, pues ha estado, está y estará allí de siglos, expediente éste al que invariablemente recurre todo proyecto político que desea alcanzar convincente legitimidad. Para el efecto, no importa que a este “pasado” se le reinvente o construya ad hoc al propósito político actual, pues de él se beberá su sustancia heroica, de modo que enaltezca la dimensión de la tarea política presente.

A mi parecer, en esta descripción encaja hoy, por la sencilla razón de que la documentaria no avala históricamente la heroica pretensión, el uso del marbete del cimarronaje y su asociación con una definición de la singularidad étnica construida entre miembros de ese aludido universo de letrados costachiquenses.

Pero si aún se persiste en sustentar un heroico pasado como parte de la plataforma política de ese movimiento por el reconocimiento de la demanda étnica, tal sustento es ofrecido por el ancestral ejercicio de la vaquería en la zona sin nada violentar. Por eso, las presentes líneas tratarán de mostrar:

1) Que los negros y mulatos novohispanos en el ejercicio de vaqueros contribuyeron en gran medida a la formación de un ícono de la cultura mexicana, la charrería. Símbolo auto y heteroidentificacional vigente para connacionales y extraños e, incluso, en algunos momentos, su epítome, al menos hasta la década séptima del siglo xx. En fuerte enlace con ello, se los muestra también como preclaros antecesores del toreo a pie.

2) Que la región del litoral Pacífico —antaño comprendida por los ranchos, parajes y estancias ganaderas de las haciendas del Mariscal de Castilla, entre los que se cuenta el hoy costeño municipio guerrerense de Cuajinicuilapa— fue importante fuente de vaqueros mulatos novohispanos, es decir, de afrosucesores vaqueros. Por ejercer esta actividad ahí, fueron directos forjadores de cultura vaquera regional, sin que esto quiera decir que el fenómeno haya sido privativo de esa zona, sino propio de toda aquella donde pacieron los grandes rebaños vacunos: al norte de la República, ya en ambas sus costas, como también hacia su centro y sur. Fue fenómeno de gran alcance territorial y, por ello, más otros elementos, tuvo posteriormente la posibilidad de usarse como nacional símbolo identificacional de parecida extensión.

3) Que, por lo anterior, resulta incierto atribuir la fundación del pueblo de Cuajinicuilapa a la actividad de negros cimarrones —es decir, con génesis similar a la de San Lorenzo de los Negros en 1608, o la de Nuestra Señora de Guadalupe de los Negros de Amapa en 1769—, como lo supone la postura de varios letrados profesionales contemporáneos y también de algunos intelectuales orgánicos (magisterio y clero) de la zona. Equívoco no sólo explicable porque sea producto de malinterpretada lectura del texto de Aguirre Beltrán, sino porque, en el caso de los intelectuales orgánicos locales, resulta lectura idónea para nutrir el imaginario político local de un heroico pasado, a fin de sustanciar una, beligerante o no, conciencia de autoestima. Pero la documentación consultada no lo avala, pues en ella hay fuertes indicios, directos e indirectos, para tener a la actividad ganadera, y la consiguiente cultura que de ella emana, como aquella originaria causa fundacional buscada. Suceso que Aguirre Beltrán fue quien primero señaló, al decir claro y bien: «El número de negros capataces, criados de encomenderos, trapicheros, pescadores y arrieros, si bien digno de tomarse en cuenta, no explica por sí solo la existencia de la abundante población negra de Cuijla y otros lugares de la Costa Chica… los efectivos pobladores [fueron] también negros esclavos, pero de las estancias fundadas pasada la mitad del siglo xvi por ganaderos españoles».

4) Recoge el exhorto enmendativo de Aguirre Beltrán en su “esbozo etnográfico” y señala que la evidencia documental, así del periodo colonial como del independiente para la zona,no se ajusta bien con el atribuido ethos de violencia que él captó en su trabajo de campo y luego pintó como distintivo marbete hetero y autoidentificacional de la población negra costeña de la década de 1950, al reconocer en tal ethos atavismo del legado y práctica cultural del cimarronaje colonial.

5) Que de dicho fenómeno social este texto controvierte la noción de su pesada vigencia para la zona de Cuajinicuilapa en la época virreinal, no sólo por lo antes enunciado, sino también porque puntualiza que cimarrón no fue un término colonial denotativo —es decir, con sentido único, exclusivo—, sino connotativo, pues tuvo también el de rústico melanodermo (negro o mulato y sus diversas hibridaciones), es decir, el no versado en menesteres urbanos.

6) Que la vaquería y su aneja cultura para dicha zona costeña habrían sido el ethos hegemónico hetero y autoidentificatorio, no la incondicional violencia, al menos hacia fines del siglo xix.Y para ratificarlo señala que su relevancia social aún se puede obtener por medio del análisis coreológico (coreografía, cinética, sentido, elementos constitutivos, posturas, pasos, dotación organológica) de un par de sus danzas: la de Diablos y la de Vaqueros; también podría ser incluida la de los Bailantes, mas por ser su indumentaria muy onerosa ya es asaz infrecuente se ejecute y, por tanto, observe desde el punto de vista etnográfico.

7) Las interrogantes historiográficas lanzadas a la documentaria surgen casi siempre como expresión de temáticas o interrogantes del presente, y el texto ofrecido aquí no es la excepción. Su resultado son averiguaciones historiográficas sobre la génesis y sustento de históricas categorías identificacionales, auto y heterónomas, prevalentes entre ciertos grupos humanos de la región costeña en lapso determinado y en asunto singular: el ejercicio de la vaquería. Resultado inscrito, a su vez, en interlocución con el abanico de preguntas y dilemas suscitados por el planteamiento de algunos autores que buscan redefinir las antiguas y hegemónicas categorías de auto y heteroidentificación locales o regionales, ya sea negándolas o reinventándolas. Por lo demás, se trata de categorías étnicas de las que, en su momento, dieron cuenta Basauri o J. Pavía y Aguirre Beltrán, con su ethos de violencia.

Ese esfuerzo contemporáneo local (marginal o no, el tiempo dirá) de entrar a la liza por las representaciones sociales (auto y heteroidentificaciones) mucho se nutre de aquel diagnóstico sobre el ethos violento. Bien para reivindicarlo bajo la arista del universo simbólico que invoca el uso heroico, pero parcial, del término cimarrón. O bien para rechazarlo, en tanto indigno o inadecuado valor ponderativo de la gente contemporánea; de tal modo que hoy sea casi de mal gusto ser tachado de violento. Connotación, sin embargo, del todo inepta para quien pertenezca o haya pertenecido, por ejemplo, a una sociedad de cazadores, como en su momento lo fue la actividad ganadera cuijleña, en particular en el aspecto del rodeo y las operaciones cinegéticas que ello supuso.

De esos elementos, y varios otros que tocan el ámbito de las relaciones interétnicas, se nutre el diagnóstico local sobre el grado de autoestima de la población negra costeña, y sobre el que se ha buscado erigir una reciente plataforma de acción política que, sin duda, ésta arrostra la mira de predisponer o producir un ambiente favorable para legitimar demandas específicas que convoquen a alterar las condiciones de vida locales, a fin de pretendidamente ponerlas más a tono o, potencialmente, equipararlas con lo que el desigual desarrollo socioeconómico nacional vende como óptimo modo de vida. En síntesis, tornarse aptos consumidores, materiales y simbólicos, de los diversos bienes exhibidos en la esfera de la circulación, así nacional como internacional.

Y ese “óptimo modo de vida” sólo entrará como posible en el horizonte de expectativas autóctonas si saben que son, así como los que no son, ellos también deben saberlo, un igual, así sea potencial, en el nacional universo de consumidores de bienes y servicios provistos por el Estado y la iniciativa privada.

De ahí el requerimiento de promover una autoestima social local que hasta hace no mucho —es decir, hasta antes de la entrada masiva de medios de comunicación— carecía de sentido promover como parte del sensato horizonte de expectativas de elementos de la población local.

En otras palabras, la diferencial preocupación por la promoción de la autoestima nace como endógeno resultado de específicos cambios en los niveles de información, posibilidades de consumo y tránsito endógenos, y de su contraste/evaluación de los exógenos. Demanda constante y patente observada por mí durante los cuatro primeros encuentros de “pueblos negros”, celebrados en distintos momentos, a partir de 1997, en el geográfico corredor entre Cuajinicuilapa, Guerrero, y Pinotepa Nacional, Oaxaca.

En este sentido, el espíritu de este texto aporta elementos a los intereses locales de reconstrucción de su autoidentificación y promoción de la heteroidentificación, en particular para la conciencia de la autoestima; además, señala que para sustanciarla nada hay que inventar como el cimarronaje o el África abstracta. Por ello, reivindica la cultura ganadera en el mismo tono general que Mintz y Price explican lo que Roger Bastide denominó cultura negra. Es decir, la creación de autóctona cultura afroamericana —en sentido amplio, abarcante, de la América continental e insular, no la reduccionista e imperial de los autorreputados afroamericanos— a partir «del monopolio del poder por los amos, pero separadas de las instituciones de los amos».

Por ello, se enfatiza la repercusión de esa autoctonía en el simbolismo autoidentificatorio y heteroidentificatorio, mediante el cual Estado y medios audiovisuales construyeron un imaginario “nacional”, que, sin el legado de aquella cultura afronovohispana del vaquero, carecería de un cariz de osadía que, a su vez, Samuel Ramos tuvo en poco, en tanto que era claro signo delator de la certeza de aquel proverbio popular: Dime de qué presumes, y te diré de qué careces.

Por lo aducido, también se discrepa de las actitudes político mesiánicas observadas entre los autorreputados “afroamerican’s”,así como en algunos adherentes mexicanos, y sus intervenciones en los antedichos encuentros de “pueblos negros”, cuando a los autóctonos pobladores les reclaman, consciente o inconscientemente, su inconsciencia e infidelidad hacia un África convenientemente abstracta.

Tal actitud, de hecho, pretende cancelar alrededor de 450 años de historia cultural, construida por ancestros negros, mulatos y pardos en la región. Es decir, en similar proceder que los antiguos esclavistas, pretenden borrar la relativa autodeterminación de su universo real y simbólico, al negarles la valía de su propia autohistoria in situ, que es precisamente la esencia onto y axiológica de su estar-ahí como grupo humano distintivo, en un abanico étnico formado por indios, mestizos y contados “blancos”.

Ignoro los nombres de esos “militantes frasteros” de fenotipo me lanodermo, más no su conducta de cruzados “afroamerican’s” en pos de inculcar en la conciencia de los negros costeños su pertenencia a una África idealizada y a la “diáspora” de su vocabulario religioso. Así, en tres de los primeros encuentros de “pueblos negros” les vi arengando para que aquellos vistieran con bubús, danzaran al estilo africano y tocasen tambores, entre otras actitudes que se reducen, en último término, a enseñarles lo que de “africanos” han perdido.

Señalo un despropósito que indica mucho de su mesianismo. Una funcionaria del African & African American Studies Center de la Universidad de Texas, afrosucesora ella misma, dijo a los asistentes al encuentro celebrado en Estancia Grande, Oaxaca, que le dieran sus apellidos, pues ella, desde Estados Unidos, les señalaría su origen africano. Proposición concedible y concebible, en tanto se haga abstracción de su anacrónica equiparación de las condiciones de la trata de esclavos en Estados Unidos (que culmina hasta corridas dos décadas y pico del siglo xix y lo que ello significa en preservación y calidad documentaria), con las diversas de la Nueva España y su voluminosa cuantía, que no fue más allá de la última década del siglo xvii. Es decir, dos siglos nada desdeñables de diferencia entre uno y otro proceso. Sin embargo, para aceptar la viabilidad de dicha proposición, también sería necesario desconocer del todo la usual práctica africana subsahariana de modificación y variabilidad de nombres identificatorios, en tanto signos de estadios diversos que los ritos de paso marcan entre los integrantes del grupo étnico que se trate. Y también exige desconocer cómo se estampaba en las novohispanas cartas de compraventa el nombre de un negro bozal.

Preciso es reconocer que en ese menester tampoco están solitarios, pues entre los autorreputados afrosucesores hay varios mexicanos “frasteros” que tienen como mira la de encontrarles lo africano a los morenos de la Costa Chica.

Por último, juzgo necesario remarcar que las precisiones apuntadas aquí en nada menguan, y sí reconocen y fortalecen, el acertado marco general al que Aguirre Beltrán adscribió la fundación y desarrollo de Cuajinicuilapam, a saber, el empleo de población melanoderma sucesora de africanos en la actividad ganadera.

 

 

Negros novohispanos y vaquería. Una cultura

 

El virrey Martín Enrríquez (1567-1580) decía en carta al rey que la diferencia relevante entre mestizos (híbridos de español e india) y mulatos (negros con india, fundamentalmente; en ocasiones, de negra con español) era la de que estos últimos se aplican muy poco a los oficios, «sino a guardar ganados y otros oficios donde anden con libertad».

Ante la Inquisición novohispana, el año de 1615 se testifica contra el negro Juan Conguillo, por blasfemo. Era conocido por ser buen torero. En septiembre de 1652, «celebró el virrey cumplimiento de sus años con toros lidiados en el parque… y el día referido hicieron los mulatos y negros de esta ciudad una máscara a caballo con singulares galas».

Diez años después, noviembre de 1662, «los días martes 7, miércoles, jueves y viernes se corrieron toros en la plaza real, con título de fiestas reales por [nacer] el príncipe; concurrió todo el reino,… y corrió carrera un negro criado del virrey en la real plaza».

Y el año de 1697 el viajero italiano Gemelli Careri admirábase de la destreza ecuestre exhibida por los negros del puerto de Acapulco, pues «siendo el último de carnaval, el domingo 17, los negros, mulatos y mestizos, después de comer, corrieron Parejas con más de cien caballos. Y tan bien, que me pareció superaban en mucho a los Grandes que había yo visto correr en Madrid, aunque éstos [los Grandes], suelen ejercitarse en el juego un mes antes. [Y continúa Careri] No es una fábula que aquellos negros corrían una milla italiana, sujetándose algunos por la mano y otros abrazados, sin se pararse nunca o descomponerse en todo aquel espacio. Recogían otros, al correr, el sombrero del suelo».

El miércoles 17 de noviembre, pero de 1700, «por la tarde entró una mulata a caballo, sentada como un hombre, a la plaza a torear, y antes de entrar recogió algún dinero que le dieron, y no hizo cosa de provecho; hubo un toro encohetado». A despecho de este juicio desaprobatorio del cronista y licenciado Robles, la mulata se adelantaba con su faena novohispana en casi 80 años a la madrileña Nicolasa Escamilla, de sobrenombre La Pajuelera, pues vendía antorchas o pajuelas de azufre, e inmortalizada por Goya en un aguafuerte.

Hubo toros a las once de la mañana del 24 de noviembre de 1700, y un toro mató a un negro. En Amozoque, en diciembre de 1702 fue visto el negro Damián, de la hacienda de los Cortijos de la Mariscala, jugando toros, no obstándole convalecer de un balazo de trabuco.

De estas noticias dejadas por los cronistas Guijo y Robles en sus respectivos Diarios, así como en testimonios encontrados en el ramo de Inquisición y otros repositorios, se aprecia bien cómo los negros novohispanos, incluidas sus mezclas, tuvieron una patente afición y relación con el ganado vacuno y, en términos de la época, con el yegüerizo. Fenómeno que corría de la mano con el de los negros capeadores en las lidias de a caballo en los cosos del virreinato del Perú. Negros que, gracias a sus suertes y destrezas, posteriormente cobrarían protagonismo al ser toreros de a pie, en demérito de los de a caballo, como hoy se ve. Es decir, los negros serían indirectos creadores del toreo de pie.

Y no podía ser de otro modo. La ganadería fue el segundo renglón de importancia en la economía colonial después de la minería, por lo que muchos de los libres y esclavos negros y/o mulatos —en algunos casos tal vez aprovechando su cultura ganadera africana si eran bozales, o en su caso, la hispana, si es que de allí eran criollos— laboraron en las estancias de ganado mayor y menor del territorio novohispano de sus amos y contratantes no mucho tiempo después de haber concluido la Conquista.

Y aunque hubo algunos indígenas que también lo hicieron y cabalgaban, como los autorizados por el virrey para las estancias ganaderas de Juan Mellado, en general, fueron escasos, pues se les había prohibido la monta equina a fin de precaver los medios que propiciaran alguna sublevación. En cambio sí se les permitió, y a veces fomentó, la cría de ganado menor: lanar y caprino, que de caballo no requería. Obvio, entonces, fue el papel del caballo: símbolo, a la vez que manifiesta contundencia del poder y, por analogía, la de su montura, ya fuera hijodalgo o un infamado negro o mulato.

Tal división laboral se mantenía incluso en 1821, pues el intendente Murguía y Galardí, ignorando consciente o inconscientemente esta razón histórica recién apuntada, y para acentuar el antedicho fuerte contraste, sugirió que provendría éste de una tara innata, pues «los indios no son a propósito ahora y mucho menos lo serían antes [de la Independencia] para el ejercicio de la baquería».

En cambio, los negros de la populosa hacienda de Los Cortijos, de cuya evidencia arrancaba Murguía tal juicio y que en 1792, según la matrícula del partido de Xicayan, contaba con 208 tributarios de esa calidad por toda población, señaló que era grande «el afecto decidido que profesan a los caballos de que usan todo el día, hasta el grado de no andar por su pie ni aun el más pequeño espacio que le exijan sus diligencias» en las grandes haciendas de «ganados mayores así bacuno como llegüeriso» del Mariscal de Castilla.

Poco menos de cien años después de tal apreciación, una visión similar expresa Isaac Manuel Cruz a Manuel Martínez Gracida acerca de los negros de Pinotepa Nacional: «Como nada les gusta andar a pie, raro es aquel negro que no tiene sus buenos caballos que, como es sabido es una raza muy buena la que tiene mucha demanda a subidos precios pues de todas partes de la república acuden a comprarlos en grandes cantidades para negociarlos en las plazas de otras repúblicas y Estados». Tan ingente era esa fama de la producción agropecuaria, que todavía en los últimos años del siglo xix se trasladaban desde la ciudad de Xalapa, Veracruz, a la Costa Chica a fin de proveerse de caballos, según notició mi abuela, oriunda de aquella latitud.

De igual forma, Lucas Alamán reconoció como distintivo de estas castas melanodermas coloniales su habilidad ecuestre y el ejercicio del poder equino, en tanto devinieron milicianos rurales.

Dejos de esta antigua asociación negros/ganado aún se pueden atisbar en localidades rurales de la antigua costa de la mar del Sur. Si bien hoy divididas por las fronteras políticas de los estados de Guerrero y Oaxaca, antaño se comprendían, comprehendieron y conceptuaron como entidades propiedad de una sola cabeza: la del estanciero, luego devenido terrateniente. Y en la costa hubo varios de ellos, pero el de mayor preeminencia y permanencia cronológica, pues corre desde fines de la primera mitad del siglo xvi a los primeros tres lustros de la segunda mitad del siglo xix, fue la del titulado mayorazgo del Mariscalato de Castilla.

De modo que, para su comprehensión intelectual como unidad territorial, no obstó el que sus terrenos espacialmente estuvieran un tanto discontinuos o separados por la intrusión y mediación de las propiedades de otros estancieros. Esta dinámica obedeció a las sucesivas o discontinuas, cuanto simultáneas o pospuestas adquisiciones territoriales, legítimas o ilegítimas, que a lo largo del tiempo hicieron sus usufructuarios sobre los bienes terrenales aledaños a la producción agrícola aborigen.

Invocar la toponimia de los hoy municipios costeños de Santa María Cortijos, La Estancia, San José Estancia Grande, o de las agencias de la Estanzuela o Mancuernas, desnuda ese aludido binomio, pues ellos derivan de la labor vaqueril. Lo mismo el polisémico término de cuadrilla, que, a la par de topónimo, también indicaba la densidad y gregariedad del costeño, siendo por lo demás ése su empleo del todo afín al uso que de él se hacía para nombrar a los mozos que ya en el siglo xviii auxiliaban a los toreros de a pie, subordinados desde entonces al estelar varilarguero o picador, como seguramente lo fue la antedicha mulata que toreó a caballo «montada como hombre».

Cierto que, en una forma más general, cuadrilla vino a sustituir el término golpe, propio del xvi y usado para nombrar a un conjunto de personas que laboraban en el agro o formaban piquetes de soldados.

Mancuernas, actual topónimo costeño, o mancornar, no sólo antaño designó un espacio geográfico donde los toros se sujetaban con cuerdas por sus cornamentas y en parejas, es decir, se les mancornaba; también se nombra el procedimiento con que antaño castigaban los padres a sus infantes en Santa María Cortijos, al vincularlos por sus cuellos con una cuerda corta para dificultarles —como se hacía al ganado— la movilidad.

En el municipio de San José Estancia Grande, Oaxaca, antaño uno de los varios ranchos de la hacienda de Los Cortijos, todavía en 1996 salían encabalgadas las negras costeñas a jugar carreras para la fiesta del señor Santiago, el 25 de julio.

El día de Todos Santos, junto con otras danzas como la de los Diablos, se interpreta la danza de los Vaqueros (también llamada del Toro de Petate), en la cual se convoca, como delatan sus parlamentos, coreografía y cinética, a los cuidadores de ganado de diversas rancherías a proceder a la captura y herraje de un toro cimarrón; es decir, el normado objetivo de todo rodeo, a fin de marcar y separar los ganados, o para su desjarrete.

Los reglamentos relativos a la crianza de ganado mayor, llamados Ordenanzas de Mesta, tipificaban bien que las estancias de ganado, o lugares de estar del ganado, se trabajaran principalmente con negros,ya fueran africanos, esclavos o libres, o bien, americanos sucesores de estos: llamados zambos o mulatos. Incluso, sábese de algunos negros procedentes de la Península Ibérica, ya portugueses, ya hispanos, desempeñando esa actividad, aun cuando se ignora si fueron esclavos o libres. Lo que sí, el uso del caballo estaba plenamente autorizado para que efectuaran esas vaqueriles labores.

Por eso es de comprender la destreza de estos jinetes, negros o mulatos, como señalaran Careri y Alamán. Y así lo exhibían ellos en días festivos, como el de san Juan, con el que daba inicio la recolección o rodeo del ganado, acorde con lo señalado por ordenanza del conde la Coruña en septiembre de 1582, «a fin de que ninguna persona haga rodeo de ganado hasta el 25 de junio de cada año», e, igualmente, a su conclusión o encierro en los diversos cortijos de la zona, efectuado cercano al día de muertos en el mes de noviembre.





Foto: e. añorve]

  • Número 152. Año III. 30 de noviembre de 2020. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

  • Esta edición

Mineras. Voracidad.

Del 30 de noviembre al 6 de diciembre de 2020

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