Tras la heteroidentificación

El “movimiento negro” costachiquense y la selección de marbetes étnicos

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Arturo Motta Sánchez

Los reglamentos relativos a la crianza de ganado mayor, llamados Ordenanzas de Mesta, tipificaban bien que las estancias de ganado, o lugares de estar del ganado, se trabajaran principalmente con negros, ya fueran africanos, esclavos o libres, o bien, americanos sucesores de estos: llamados zambos o mulatos. Incluso, sábese de algunos negros procedentes de la Península Ibérica, ya portugueses, ya hispanos, desempeñando esa actividad, aun cuando se ignora si fueron esclavos o libres. Lo que sí, el uso del caballo estaba plenamente autorizado para que efectuaran esas vaqueriles labores. 

Por eso, es de comprender la destreza de estos jinetes, negros o mulatos, como señalaran Careri y Alamán. Y así lo exhibían ellos en días festivos, como el de san Juan, con el que daba inicio la recolección o rodeo del ganado, acorde con lo señalado por ordenanza del conde la Coruña en septiembre de 1582, «a fin de que ninguna persona haga rodeo de ganado hasta el 25 de junio de cada año», e, igualmente, a su conclusión o encierro en los diversos cortijos de la zona, efectuado cercano al día de muertos en el mes de noviembre.

Suceso asaz evidenciado cuando se sabe en la Puebla de los Ángeles la alarma que causa el «que [aún] no ha[ya] llegado Juan Bentura, negro esclavo y maiordomo [de los Cortijos] con [precisamente] la quenta de el Rodeo» ya en día tan postrero como lo era el 17 del mes de noviembre del año 1702.

Este era el ciclo pues, del rodeo del ganado, de junio a inicios de noviembre, culminando justo en torno a la católica festividad de Todos Santos. A ello debe añadirse que la ordenanza de Mesta dada en 1574 por el virrey Martín Enríquez normaba que 

[…] a qualquier criador de ganado que quisiere hazer rodeo [llame] para ello hasta quatro o seis dueños de las estancias comarcanas y a sus estancieros y que todos juntos bayan a azer el tal rodeo, y a sacar el ganado que cada uno tuviere de su hierro y a [h]er[r]ar el orejano del multiplico del dicho su ganado, y el que de otra manera herrare y hisiere rodeo yncurra en pena de diez pesos de oro comun por cada caveça de ganado que her[r]are, aplicados según hordenanças de Mesta. 

Tal disposición era reiterada casi cien años después: «sobre que ningun dueño de ganado haga rodeos sin citar a los vecinos». Entonces, no es difícil observar que mucho del espíritu general de la costeña danza de Los Vaqueros, más la data de su celebración, evoque tal histórico suceso de la, valga el oxímoron, cotidianidad extraordinaria del vaqueador negro y su rodeo costeño.

En ese mismo sentido es que también resulta factible encuadrar el espíritu general de la casi totalidad coreológica de la danza de Los Diablos, pues, sin desconocer que algunos de sus elementos característicos puedan ser originarios del golfo de Guinea, en África, no obstante, resultan plenamente constitutivos de este mulato novohispano discurso escenográfico del hacer vaquería. 

Porque precisamente en sus africanos portadores pasados (que acaso no vayan más atrás de 1655 si de la zona guineana hablamos) en su bagaje intelectual cobró pertinencia incorporar aspectos o totalidades de sus rituales de cinegética y exequias realengas, al ciclo anual del rodeo novohispano. O al revés, en esas danzas que en aquél entonces habrían sido totalmente de cuño subsahariano, el entramado de su inserción forzada en la historia americana, o más precisamente, novohispana, les hizo incorporar a ese bagaje sus vicisitudes como seres atados al ejercicio de la vaquería. De modo tal que ahora uno y otro son aspectos indisolubles de sus danzas: son cultura negra mexicana, en el sentido otorgado por Roger Bastide.

Y si bien en ambas manifestaciones dancísticas, la de Vaqueros y la de Diablos, hay muchos detalles que, en apariencia y desde un punto de vista estrictamente coreológico —ya sea relativo a su dotación organológica, indumentaria y coreografía, sin atender a la marca del suceso histórico no sólo cronológico, sino también del sustrato de la memoria cultural—, parecen susceptibles de interpretarse como algo incómodamente desajustado a lo recién expuesto. Pero vistas con el catalejo de la perspectiva histórica, mostrarán su coherente y consistente pertinencia al patentizar estar vinculadas, aun sea indirecta y barrocamente, a la actividad vaqueril, aunque sólo fuera por considerar la exclusiva extensión o universo de la cinegética en que antaño, simbólica y realmente, se tornaba, comprendía, asumía y pensaba el ejercicio del rodeo.

Mas no sólo a esto pueden aludir estas aparentes incoherencias coreográficas, sino que atañen por igual a la división del trabajo vaqueril, a las estructuras de poder de la hacienda y su relación con las de ámbitos más generales, locales o regionales, y la ostensible forma de hacerlas efectivas, por ejemplo con el coreográfico pero real fuete enarbolado por el Pancho o Terrón para castigar alguna falta del subordinado; o mediante los diversos mojicones propinados a algunos de los participantes. O, de manera similar, abrevando de porciones propias de la disciplina y exigencias de las milicias de pardos, o de las formas simbólicas de obediencia y subordinación propias de la estamentaria hispana, que pasaba por las más sutiles gradaciones reverenciales para con el poder realengo: desde los grandes hasta el vasallo, el siervo y el esclavo, y reproducidas algunas de ellas en este americano territorio, aunque a escala menor; en particular en los tratos profesados entre vasallos con el alcalde mayor y mayordomos.

Elementos a los que se debe sumar, para complicar un poco más el cuadro, el bagaje cultural heredado vía tradición oral, más el acopiado por la exclusiva vía observacional, una más acusada forma del aprendizaje infantil, entre otras muchas de las elementales para abrevar información moldeante del comportamiento. Y no obstante, tanto unas como otras, siempre conexas a las especificaciones históricas de la vida y vicisitudes del negro vaquero novohispano.

En este sentido, cabe leer algunos pasajes de las danzas, primordialmente aquellos donde se ejerce la violencia física —pero que en el concurso infantil y adulto hoy provoca hilaridad—, como el síntoma o acuse histórico de una catarsis, vía la risa, y, concomitantemente, un síntoma de defensa hacia lo adverso. O bien, como soterrada burla política, vía la ironía o la ridiculización, hacia la entonces vigente estructura de poder local. O acaso tan sólo como registro de la «inocua» simpleza, pero que en su abigarrada conjunción o niveles de superposición de significado diverso, en el original devenir, no fue tal, pues sería la rememoración/ridiculización del trato entre amos o sus delegados mayordomos con vasallos, sirvientes y esclavos.

Algo que contribuye a precisar aún más a los negros y mulatos de la época como creadores de cultura vaquera, como en su caso lo exhiben las danzas recién mencionadas, ahora ya ampliamente diseminadas entre pueblos de indígenas, es que Francisco Santa María Salinas, longevo y legítimo criollo del municipio de Lo de Soto y con alrededor de 92 años a cuestas en 2001 —es decir, con recuerdos directos propios que irían acaso un poco más atrás de 1917, pero no más allá de 1909, año en que habría nacido, exceptuando claro está, los conocimientos provenientes de las crónicas que pudieron haberle relatado los ancianos: conocidos y parientes—, señalaba enfáticamente que tales danzas de Diablos y Vaqueros, eran propias de Ometepec y de su pueblo Lo de Soto, antaño bajo el dominio de la hacienda de Los Cortijos.

Pero aun los adjudicadores locales que discrepen de esta atribución de don Federico Santa María a las danzas, y las apunten como surgidas en otros pueblos, no señalarán como su fuente matriz a pueblos de indígenas, lo que sugiere una autóctona creación cultural negra que sirve de elemento simultáneo, tanto de autoidentificación como de alteridentificación, pues uno y otro son parte indisoluble de su etiqueta identificacional. Proceso éste que refuerza en otro ámbito de acción social, su ostensible e identificacional diferencia visual feno y somatotípica, que, quiérase o no, es elemento sustancial en la autoidentificación y heteroidentificación cotidiana:

[…] la percepción y valoración/asociación que los indígenas mixtecos costeños hacen del ganado, de sus dueños y vaqueros; relacionándoles con el mal, diablos y riqueza; es asunto indudablemente originado por el acto histórico del desarrollo ganadero novohispano y los estragos que ocasionó a las sementeras o tierras labrantías de las comunidades indígenas… por ello se puede decir, sin pecar de audacia, que existe una asociación arraigada en la mentalidad tradicional de la región, entre el diablo y el ganado vacuno.

Por eso, el moreno de la costa no es un invisible sin adjetivos, como enuncian varios militantes étnicos locales y foráneos; el moreno costeño común se encarga, como no puede suceder de otra manera, pues está y ha estado ahí de siglos, de manifestar una y otra vez su cotidiana presencia contra el antagónico telón de fondo que le significan mestizos y blancos, mixtecos, amuzgos o tacuates, etcétera. Se trata de un añejo aspecto histórico heteroidentificacional ya captado y testimoniado en diversos libros y escritos del siglo xix, entre otros, por Carlos María de Bustamante, o Lucas Alamán, y ya en el xx, por Basauri, Aguirre Beltrán, Antonio Machuca y quien esto escribe, además de Laura Lewis y Bobby Vaughn.

Es decir, y viéndolo al revés, sin indígenas no habría autoidentificación de negros, ambas categorías coloniales reificantes, por escamoteadoras de la particularidad. Hoy, atavismo, que antaño Bustamante lo sintetizaba así: «Los negros acabaron con los indios, de quienes son enemigos naturales».

Tal pretensión es reactualizada en nuestros días con la prístina enunciación de algunos intelectuales oriundos de la zona que nos ocupa, declaran una y otra vez que ellos no son indios o comedores de nopales.

El que en el baile de los Diablos se dance fuerte, con zapateado recio, enérgico, levanta polvo, y con larga duración, es para que los indios vean la fuerza y poderío del negro, según me señaló un moreno de Cortijos. Pensar del todo acorde justamente con lo que rezaban aquellos cartabones ideológicos novohispanos, de que un negro valía lo que tres o cuatro indios. 

Por eso es que tales danzas pueden ser tenidas como documentos cinéticos forjantes y conformantes de la social documentaria histórica viviente de los pueblos que en su origen carecían de una profunda división social del trabajo y de amplia densidad demográfica, por lo que no era menester recurrir a los testimonios con pretensión de ser indelebles a las intromisiones de Kronos y, por ello, imprentados en soportes de papel, pieles o piedra. En otras palabras, tal dramática kinesis es su historia reactualizada, que puede ser leída en varios sentidos, no obstante que en el sincrónico desenvolvimiento de su ejecución todos estén superpuestos, de análoga forma al inmediato discurso iconográfico de un retablo barroco. 

Pero, en resumen, no son otra cosa que el reconocimiento tácito y simultáneo, o en acto, del vínculo hacia el pasado desde la actualidad del presente, o sus libros de historia que algunos optan por leer, lo que no comparto, como cancelación de la historicidad en tanto conmemoraciones circulares. Y en ellas, pues, el ejercicio de la vaquería está presente.

Por ese ejercicio es que no debe ser tenido por inconsistente argumentar que la hasta no hace mucho tenida por emblema de lo mexicano, la charrería, encuentre su más importante y fuerte antecedente cultural justamente en estas labores desempeñadas fundamentalmente por los negros y mulatos de las estancias de ganado mayor, y en muy menor cuantía, por españoles y mestizos; pues los potentados amos del ganado o estancieros nunca arrearon, ni hicieron rodeo, encierro o cerco del ganado de manera sustantiva o como fundante principio vital. Es por ello que también es coherente decir que la, por muchos, supuesta invención yanqui del rodeo texano encuentra su antecedente cultural inmediato haya nacido en un territorio antaño novohispano.





[Foto: e. añorve]

  • Número 153. Año III. 7 de diciembre de 2020. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

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