Apuntes sobre el arte de tallerear

Guillermo Vega Zaragoza

• Los así llamados talleres literarios son una invención relativamente reciente. Tengo entendido que fue Juan José Arreola quien los trajo a México luego de haber estado en Francia, y que desde entonces se han convertido en un fenómeno recurrente en la vida literaria de nuestro país. De los talleres de Arreola surgieron muchos de los que ahora son escritores reconocidos, tales como Carlos Fuentes, Elena Poniatowska, Fernando del Paso, José Agustín, Vicente Leñero, Gerardo de la Torre, entre muchos otros.

• El ya desaparecido Centro Mexicano de Escritores funcionaba en una forma parecida a los talleres literarios. A un grupo de jóvenes promesas se les proporcionaba una beca para escribir una obra determinada y tenían que asistir a las reuniones semanales con los tres asesores del Centro, uno de los cuales fue, durante muchos años, nada más y nada menos que Juan Rulfo, quien tenía fama de severo, implacable y hasta cruel. Los otros becarios opinaban sobre el trabajo de sus compañeros, pero la voz autorizada (e incontrovertible) era la de los maestros.

• Los talleres literarios lo que hicieron en realidad fue institucionalizar una práctica que ha existido desde siempre entre los miembros de la comunidad artística: la transmisión de los secretos de un oficio por parte de un maestro hacia los aprendices. En el Renacimiento era común que a un muchacho con dones particulares para un arte determinado, su familia se lo encargara a un maestro, que lo volvía su aprendiz y le enseñaba todo acerca de su profesión. Una vez que el alumno aprendía lo necesario y se sentía con las agallas suficientes para emprender su propio camino, abandonaba el taller del maestro y establecía el suyo propio.

• Esto sucedía entre los pintores y escultores primordialmente, aunque no tanto entre los escritores, ya que la literatura es un arte fundamentalmente solitario. La lectura de las grandes obras literarias ha sido y sigue siendo el gran taller de cualquier escritor. La prueba de fuego para un texto es su publicación; es decir, si es aceptado por una revista o una editorial para ser publicado. No obstante, antes de ponerlo a la consideración de los editores, los escritores encuentran mecanismos de verificación del valor de sus obras. Por ejemplo, Gabriel García Márquez no publica nada que no haya mostrado antes (y por supuesto le hayan aprobado) un puñado selecto de amigos. J. R. R. Tolkien, el autor del famoso El Señor de los Anillos, destruyó una novela en la que había invertido años porque a su mejor amigo (al único que le leía sus obras antes de publicarlas) no le gustó.

• También funcionaba el mecanismo de que los jóvenes escritores recurrieran a un autor reconocido, a un patriarca de las letras, para pedirle consejo y orientación. Son conocidos los casos, por ejemplo, de León Tolstoi dando su visto bueno a algún escritor primerizo. O en el caso de nuestro país, el de Alfonso Reyes.

• Sin embargo, a partir del surgimiento del movimiento romántico y, sobre todo, de la aparición de las grandes aglomeraciones urbanas, han existido también las cofradías, las tertulias, los corrillos. El café y la cantina se convirtieron (y lo siguen siendo hasta hoy) en el centro de reunión e intercambio de experiencias, consejos y chismes literarios.

• Pero el caso de los talleres literarios es distinto, pues como su nombre lo indica, se trata de un lugar donde se “trabaja” con los textos, donde con base en la orientación de un maestro o “coordinador” (como se le tiende a nombrar ahora) el escritor aprende y aplica los detalles de su oficio a partir de los comentarios de sus propios compañeros.

• En su libro Para ser novelista (que todo aquel que aspire a convertirse en escritor debería leer, no una sino varias veces), John Gardner dice que, a pesar de que la mayoría de los talleres literarios pudieran tener defectos, todos tienen un efecto beneficioso, ya que tienen la virtud de congregar a los jóvenes escritores, lo cual, aun en la ausencia de escritores de categoría, les puede servir a aquéllos a ayudarse entre sí. “Estando con otros escritores del mismo nivel, el joven principiante se siente menos extraño que en condiciones normales, y la posibilidad de poder intercambiar puntos de vista con ellos y de conocer lo que escriben puede servirle para acelerar el proceso de aprendizaje”.

• Gardner señala tres características de los malos talleres literarios: 1) el maestro permite y hasta fomenta el ataque y las burlas entre los participantes; 2) el mal profesor empuja a sus alumnos a escribir como él, y 3) el exceso de “tallerismo”, es decir, donde se le da más importancia a la forma, el tema o la estructura que a la emoción o al sentimiento con que se escribe un texto.

• Mis años de participante y maestro de talleres literarios me han permitido descubrir que hay tres tipos fundamentales de personas que asisten a un taller:

1) Aquellas que nunca han tenido o han tenido muy poco contacto con la literatura, ya sea como lectores o escritores (acaso cuando estaban en la primaria escribieron alguna composición que les elogiaron mucho la maestra y su mamá), pero que se encuentran en un momento de su vida en que se están replanteando los objetivos de su existencia (generalmente después de un divorcio o de que perdieron su empleo) y decidieron que lo que siempre han querido hacer en realidad es escribir. Generalmente, estas personas abandonan el taller luego de un par de sesiones, pues se dan cuenta de que el oficio de escritor es más que una cuestión de voluntarismo y que requiere verdadera y comprometida vocación.

2) Otro tipo son aquellos que tienen algún talento literario, pero necesitan fuertes dosis de reafirmación narcisista, por lo que acuden al taller para que elogien sus textos y, sobre todo, para destruir despiadadamente los de los demás. Y si logran que en cada sesión alguien salga llorando como consecuencia de sus hirientes comentarios, obtienen orgasmos indescriptibles. Estos especimenes tampoco duran mucho en los talleres porque o los corre el maestro o se quedan sin víctimas.

3) Finalmente, están aquellas personas con verdadero talento que acuden al taller para revisar sus textos y aprender de los comentarios y críticas del maestro y de sus compañeros, a quienes también les aportan elementos valiosos. Este es el tipo de personas que logran publicar y figurar en el mundo literario, pues están verdaderamente comprometidos con su arte.

• Desde luego, a Gardner le faltó mencionar los malos talleres que se convierten en “club de los elogios mutuos”, donde el maestro fomenta la falta de rigor, el “nalgoteo” (“Uy, tú las tienes bien grandotas”; “no, tú más”; “no, no, tú más que nadie”) y los aplausos fáciles, con lo que el taller se convierte en un sucedáneo de las sesiones de canasta uruguaya, o de tejido y bordado. Este tipo de talleres tienden a durar años y años, y generalmente nadie escribe algo que verdaderamente valga la pena, pero eso sí, se consolidan amistades duraderas.

• La calidad de un taller no depende sólo del maestro o coordinador, sino también de la calidad de los participantes. Los talleres, como cualquier grupo o entidad social, son algo más que la suma de sus partes. Por ello, no necesariamente el renombre de un escritor garantiza que el taller que coordina sea el mejor. Hay escritores muy buenos que son pésimos talleristas, ya sea porque no tienen ni modo, ni método, ni paciencia para trabajar los textos, o porque están empeñados en que los alumnos escriban como él (si es que considera que su estilo es el mejor) o como sus escritores más admirados. De tal forma que a veces nos encontramos infestados por “Arreolitas”, “Rulfitos”, “Cortazaritos” o “Carveritos”.

• Un buen maestro es fundamentalmente un guía, que ayuda al tallerista, primero, a identificar su propia voz y estilo literario, para después impulsarlo a que lo desarrolle, independientemente de si es de la predilección del maestro o se aleja mucho de sus propias preferencias. Lo orienta para que lea y estudie obras de autores afines al estilo del alumno, y trabaja con los textos a partir de la calidad de los mismos textos, no de consideraciones extraliterarias.

• Uno de los problemas más frecuentes que se presentan en los talleres es que tanto el maestro como los participantes no saben comunicar adecuadamente al autor de un texto las razones objetivas de sus juicios, ni señalarlas con precisión y agudeza, más allá de las consideraciones impresionistas y subjetivas, del tipo “me gusta” o “no me gusta”; “está muy así como raro”, “está flojo”, etcétera. Esta falla puede deberse a la falta de preparación, de sensibilidad o simplemente pereza por parte del maestro y demás talleristas.

• El maestro debe proporcionarle al alumno los elementos objetivos con los que está criticando un texto, a fin de darle la oportunidad de que lo mejore. Y el alumno debe tener la suficiente madurez y humildad para tomar en cuenta los comentarios del maestro y los demás talleristas, y decidir razonadamente si los incorpora o no. A final de cuentas, será su nombre el que aparecerá como autor del texto, no el nombre del maestro o el de sus compañeros. Una verdad de Perogrullo: la responsabilidad de un texto es única y exclusivamente de su autor.

• Muchos escritores primerizos (aunque también algunos experimentados) tienden a padecer un exacerbado narcisismo. Están enamorados de sus propias creaciones y cualquier crítica la toman muy a pecho y como un ataque personal, por lo que se niegan, por sistema, a aceptar cualquier comentario o sugerencia, con lo que desaprovechan una de las principales virtudes y utilidades de los talleres: tomar distancia de los propios textos y analizarlos con objetividad. Con frecuencia se está tan involucrado afectivamente con el texto que no es posible discernir sobre su calidad con la cabeza fría. Ernest Hemingway dijo en una famosa entrevista: “El don más esencial para un buen escritor es tener un detector de mierda incorporado, a prueba de golpes. Ese es el radar de un escritor. Y todos los grandes escritores lo han tenido”. A veces la emoción afecta el funcionamiento de ese detector, lo que actúa en detrimento de la calidad del texto.

• Como ya se dijo, cada taller adquiere su propia dinámica, pero es el maestro el que imprime el sello inicial. En lo particular, en los talleres que tengo la suerte de impartir, aplico una directriz que tomé de Guillermo Samperio, maestro tallerista: el autor lee el texto, pero no puede defenderlo ante las críticas, por una razón simple: el texto se tiene que defender solo. El autor no puede estar detrás de cada lector tratando de explicarle las fallas o las cosas que no quedaron suficientemente claras. El texto vale o no vale por sí mismo. Si el autor tiene que explicar mucho el propio texto es porque el texto no ha cuajado del todo. Entonces hay que trabajarlo una y otra vez hasta que quede. Este principio ayuda mucho para que los talleristas adquieran la madurez suficiente, y sobre todo, para que el taller avance y no se convierta en una feria de vanidades, y de dimes y diretes que no llevan a ninguna parte.





Papito, un loro

Brenda Margarita Macías Sánchez

Eslava recordó que fue consciente de la existencia de Guillermo I, su padre, el 31 de agosto de 1990. Al señor le fascinaba vivir fuera de casa. No le entusiasmaba viajar a Arteaga, Coahuila. Se quejaba constantemente de este pueblo mágico y helado. 

La mala lengua de don Guillermo I contaba que su primera esposa, doña Lorenza, lo engañó con otro. Por tal agravio se vengó de ella. Él se quedó a cargo de sus hijos Guillermo II y Nicolás, y de sus hijas Eloisa y Raquel, quienes a su vez se quedaron bajo el cuidado de Lourdes, madre de don Guillermo I, en Lerdo, Durango.

Mucho tiempo después supe que Lorenza fue quien realmente decidió separarse de él porque era un mujeriego. Sin embargo, él se quedó con la patria potestad de Guillermo II, Nicolás, Eloisa y Raquel porque en tribunales demostró –con pruebas falsas– que Lorenza era una adúltera. Así. Una adúltera.

El ego y la masculinidad frágil de don Guillermo I fueron heridos por una mujer que se atrevió a separarse de sus violencias. Imagine el maltrato psicológico que él ejerció contra ella porque lo desenmascaró. En respuesta por su osadía la separó de sus hijas e hijos. ¿Cómo habrá sufrido don Guillermo I para llegar a tanto? 

El señor fue incapaz de quedarse en un sólo sitio, era un hombre de carretera, le gustaba andar de aquí para allá, de pata de perro. No tenía tiempo para las cursilerías y no le gustaba sentirse perseguido ni casado, ni cazado. 

Don Guillermo I confió en que la mamá de Eslava, doña Camelia, era independiente en lo económico y en lo emocional y por eso no se hizo cargo de la niña. No tenía tiempo de perder su juventud cambiando pañales. La vida es muy corta, se repetía para sí mismo en cada oportunidad. Él estaba enamorado de su imagen, de su libertad y de otras dos o tres mujeres que convenció en su ruta.

El recuerdo más viejo que Eslava tiene sobre su padre es de aquel 1990 cuando la dejó por última vez en la puerta de la primaria. En aquella ocasión, don Guillermo I le prometió que a su retorno le traería unas aves de compañía, unos periquitos del amor de colores pastel: uno azul y uno verde. 

Don Guillermo I realizó varias travesías a bordo de un tráiler, número de serie 0202BT, de la compañía El Chícharo, que salía de una bodega en Monterrey hacia Chiapas, para cargar piñas y llevarlas a Ciudad Juárez. Recorrió varias veces la República Mexicana de punta a punta. 

Fue hasta finales del siglo XX, cuando Eslava estaba a punto de cumplir los 15 años, que don Guillermo I reapareció a bordo de un tráiler Valle Halago que transportaba mercancías para una cadena de supermercados. En ese tiempo el equipo Santos Laguna de la Comarca Lagunera disputaba su primera gran final de fútbol de la Liga Mexicana. La escuadra contrincante era el Necaxa. En ese torneo de invierno, el equipo lagunero consiguió su primera estrella, su primera copa.

Eslava alguna vez fue hincha, ¿algún problema, amics feministas anti Maradona? La muchacha no es perfecta ni ortodoxa del feminismo güero. ¡¿Qué le vamos a hacer?! El fútbol era una de sus pasiones de la infancia y parte de la adolescencia. Incluso cada vez que Santos Laguna llega a una final, no evita sentir alegría cuando gana o tristeza cuando no logra el objetivo. 

Lo primero que Eslava supo de su padre a partir de aquel reencuentro fue que era un Rayado del Monterrey y que el primer acercamiento a su vida, después de tantos años, era para burlarse de su felicidad santista. También le recomendó que nunca, por ningún motivo, bebiera cerveza de una botella abierta porque se ponía en riesgo, la podían violar. Don Guillermo I tenía mucha experiencia en el tema del acoso.

Eslava en su adolescencia y su primera juventud fue un desastre. Se bebió botellas, botellas y más botellas de cerveza abierta y cerrada. Con decirles que generó sensibilidad al gluten. Se metió embriagada a cuartos oscuros a tocar las cuerpas de algunes desconocides mientras le retumbaba en la cabeza la voz de su padre que decía: si estudias comunicación te vas a morir de hambre. Pero Eslava se decidió por el Derecho Penal.

Don Guillermo I no lastimó a doña Camelia a golpes como cuenta su experiencia familiar la escritora Sara Uribe en su texto ‘Solas’ del libro Tsunami. Pero eso no lo eximió de haber ejercido otros tipos de violencia y micromachismos. Su forma de lastimar fue pasiva agresiva.

Las hirió con su indiferencia, sus mentiras, sus dobles vidas, su descarte narcisista y esos lugares comunes donde se protegen quienes no tienen empatía por la humanidad ni están acostumbrados a decir la verdad porque la verdad duele, pero también te hace libre, me confesó Eslava una tarde en el Jardín de la Calle el día que nos conocimos. 

Cuando Eslava subió por primera vez a la cabina de aquel tráiler Valle Halago se dio cuenta de que su papá había olvidado la promesa de regalarle, a su vuelta, unos periquitos del amor. En cambio, llegó con un loro enjaulado que recibió con cierto desdén porque el ave era incapaz de repetir palabras. Además, regresó para pedir asilo, que le quitaran las botas y para desahogarse. Su voz salió del cuerpo de un hombre cercano a los 50 años que se resistía a envejecer. Iba vestido con camisa blanca,  jeans deslavados, chamarra de cuero y un cinturón piteado. Tengo un hijo puto. Ya no quiero vivir con ese maricón, espetó. Al escuchar eso, Eslava y doña Camelia no le dieron posada ni le quitaron las botas. Prefirieron agradecer la visita y le pidieron que se fuera. El loro se quedó con ellas.

Enseguida que don Guillermo I se fue, el ave empezó a emitir sonidos. Trrrr. Trrrr. Ti. Ti. Ti. Hasta que parloteó: Tengo un hijo puto. Puto. Puto. Piiiuuuto. Eslava se hizo cargo del loro maldiciento. Le puso el nombre de Papito. Mi Papito, el loro, carita de codorniz, le decía con cariño.

 En otro momento, Eslava le agradeció a su padre que por primera vez la haya llevado a la Ciudad de México. Doña Camelia la acompañó. Fueron a comer tacos al pastor y visitaron la Villa de Guadalupe. Conocieron la Basílica.

Su madre y ella se miraron con cierta complicidad. Con los ojos irritados, rojos, por la contaminación del aire y con un rictus de Mona Lisa se dijeron entre dientes: Un católico más que viene a la Villa a expiar sus culpas. Sólo le falta arrodillarse. Y para sorpresa de ellas y de las presentes, esa mañana de sábado, don Guillermo I se postró de rodillas en el atrio de la Basílica y gateó unos cuantos metros. Le pidió a su hija que lo ayudara a cargar su cruz porque el cansancio le ganaba. Se venció muchos metros antes de llegar a la puerta del recinto. La cruz era muy pesada. Sólo Jesucristo hubiera podido cargarla y llegar a la meta. Don Guillermo I no demostró condición física ni voluntad para comprender el peso de los símbolos.

A lo lejos, una pareja de lesbianas se burlaba de él. Las muchachas iban a pedirle a la virgen que les cumpliera el milagro de poder estar juntas en un futuro sin homofobia. Eslava imaginó que en respuesta la Virgen de Guadalupe les enviaría una pandemia para ponerlas a prueba. Cabecita loca la de Eslava que imaginó un escenario distópico para esas enamoradas. ¿Habrán sobrevivido al COVID-19?

Eslava y su mamá conocieron la megalópolis cuando Santos Laguna perdió una final contra Toluca. Ese día don Guillermo I confesó que en su infancia y en su juventud fue santista, pero que se cambió de equipo por impaciente. ¡Qué espanto! El horror estaba frente a Eslava que era intolerante a los falsos aficionados, y su papá era un villamelón porque no confió en que Santos llegaría a ser varias veces campeón. El Club Santos lleva seis estrellas en su uniforme y los Rayados llevan cinco, al menos hasta el año 2020. 

–Un chaquetero, un chaquetero. Mi papá es un chaquetero–, gritaba el loro cuando hacía frío.

El señor Guillermo I se fue otra vez. Para acortar la distancia, en 2008 Eslava lo añadió como amigo al feis. Pero no hablaban ni por inbox. En 2013, ella notó que no podía ver sus fotos ni podía comentar en su muro. Creo que don Guillermo I o su community manager decidió tomarse un descanso de ella. En respuesta, Eslava bloqueó su perfil y lo dejó de reinventar el 24 de mayo de 2014 cuando fue a la boda de Nicolás, uno de sus medios hermanos, y su padre decidió ignorarla para evitarse el pellizco de su esposa, la mamá de Guillermo III.

Luego de que Eslava fue a terapias breves, medianas y largas, a retiros con personas adictas al sufrimiento, a enclaustramientos con dioses vengativos, a rituales chamánicos, a hacer viajes con hongos; luego de beberse el veneno del sapo de Sonora, de hacer viajes astrales, de Ayahuasca y de retorno al seno materno para reconectarme con su centro, y a preguntarle al Libro de las Mutaciones dónde perdió la memoria de su cámara réflex, Eslava pudo sostener una conversación con su padre. Fue entonces que descubrió que encontraba la sombra de él en mujeres, en hombres, en trans, en personas no binarias y en todos sus matches de Tinder como si fuera un eterno retorno. Comprendió que se dejaba caer en el reflejo de su padre que es el de ella misma. Se repuso. Recayó. Persistió como se busca a un Pedro Páramo en su Comala o como un narciso que ve su reflejo en las aguas de un río en el que no puede ahogarse dos veces.

Con las pupilas dilatadas y temblores, Eslava llegó a Arteaga, a esta caja de recuerdos y resonancias. 

–Hace más de 10 años me fui de este municipio por la historia que viví con Israel, el narcomenudista que liberé de la cárcel. Después de ese enésimo traumático episodio de amor romántico volví a tropezar con otra piedra de estas rancherías–, expresó Eslava en voz alta una madrugada en pleno encierro por la pandemia por COVID-19, dentro de un teatrino, una Caja Negra. Papito, el loro, el representante de su padre, la acompañaba.

–¿Por qué? Si ya tenías una vida nueva en la gran Ciudad de México. ¿Por qué volviste la vista atrás, hija? Acaso, ¿eres una estatua de sal?–, preguntó el cotorro.

–Hicimos lo que tú harías, Papito. Nos ganó la calentura.

–¡Y qué pasó!, cuenta el chisme completo y de corridito–, ordenó el loro desde un palo en las alturas mientras picoteaba semillas de girasol. Sus favoritas.

–Te reviví. Otra vez tu fantasma ganó.

–¿De nuevo encarné en alguien a quien querías?–, le preguntó Papito a Eslava con su pico de ave frugívora.

–Sí. Le mostré mi desengaño, mi temor al rechazo, al abandono, mis ataques de pánico le asustaron y me sacó de su vida.

–Pos’, ¿pa’ qué haces eso, mijita? Asustas a cualquier mortal.

–Otra vez mostré mi miedo de ti y se jodió todo. ¡Esperancito me descartó como tú lo hiciste Papito!

–¡Yo también te hubiera sacado! ¡Eres visceral y pasional! ¡Vámonos a la porra! Despierta, morrita. Aprende a calmar la mente, hijita. Mírame. Hazle así. Repite conmigo Ooooom. Maaaani. Paaaadmeeee. Uuuuum.

–Chiiiingas a tu paaaadre.

Cayó un silencio desierto como en la calle antes del crimen. Ni los grillos, ni los gatos, ni los perros, ni los ventarrones se inmutaron. La inmovilidad reinó en aquella Caja Negra.

–¿Y cómo es elle?–, preguntó el loro mientras desparpajaba sus alas color verde.

–Mide 1.40, tiene cabeza de ovoide, está rapade, tiene piel de lija aperlada y las manos cuadradas, duerme en silencio abrazade de una almohada larga, y sólo le gusta la comida de su mamá y la mía.

–Abre las ventanas, hija. Huele a… insecticida.

–Es gas–, aclaró Eslava.

–Qué tóxica eres.

–Mira quién lo dice. Tú muy limpio de las entrañas.

–Hablas desde tu ego herido, hijita. No seas exagerada.

Papito voló sobre la cabeza de Eslava tirando caca blanquinegra.

–¡Vete de mí, pavoroso animal!–, gritó Eslava de forma desgarradora agitando los brazos.

–Cálmate–, atinó a decir el loro aún sabiendo que es lo peor que un ave le puede parlotear a una persona en pleno ataque de ira.

–Quiero dejar de llorarte, de buscar repetir la sensación de tu rechazo una y otra vez.

–Tranquila–, insistió el loro. Pero fue una mala indicación.

Eslava en respuesta lloró como si fuera una hindú ante el cadáver de una vaca.

–Quiero dejar de llenar mi vacío con más personas como tú, Papito–, berreó mientras lanzó un bolígrafo a la cabeza del loro.

–No te pongas así–.

El loro alzó el vuelo para evadir el golpe.

–Ahora volví a escuchar Fijación oral, Vol. 1 de Shakira como si fuera 2005. ¡No se puede vivir con tanto veneno!

–Definitivamente eres una tóxica.

–Qué retroceso he cometido Papito del mal. Regresé más de 15 años el reloj a escudriñar a ver si te hallaba en este pueblo perverso. ¡Y aquí sigues!

–Tienes los nervios destrozados, hija. De todas formas. ¡A la chingada! Grande, ¡la puerta!. Tómate esta pasta–.

Papito escupió una tableta.

–El tiempo se va lento. Los trabajos se pierden.

–No te malviajes. Tómate un relax.

–El futuro no existe. En este eterno presente la cuarentena por COVID-19 no termina y tú sigues aquí, maldito pájaro.

–COVID-19 no es sinónimo de muerte. Esto también pasará. “Trata de ser feliz con lo que tienes. Vive la vida intensamente”–, garrió el loro.

–¡Vete de mí!

–Deja de leer noticias.

–Te estoy hablando de mis preocupaciones y me haces puro burling. ¡Te valgo madre!

–¡Sabes qué, morra, hasta aquí llegamos. Ai te ves, hijita de la chingada!

–¡Siempre te vas Papito! ¡Gracias por hacerme este favor! ¡Espero que goces de buena salud, Guilermo I! ¡Te abrazo fuerte, Papito mío, invento mío! ¡No olvides tu cubrebocas ni tomar tus medicinas para la diabetes y la hipertensión! ¡No quiero que mueras en este infierno porque tu infierno está en otro lado!–, clamó Eslava a los cuatro vientos.

Cayó el telón.

Cuando llegué al final del tercer acto de su drama la encontré en la Caja Negra en el Jardín de la Calle. Intenté reanimarla. Llamé al 911. Expliqué que Eslava sufría de apatía. Después de varias horas me convencí que nadie vendría por ella. En la institución donde la recibieron tiene prohibido hablar de temas que la alteren. Bajo absoluta vigilancia me envía algunos mensajes de Telegram con preguntas a las que sólo puedo responder con un “sí” o con un “no”. Su cuidadora me informó que de vez en cuando un perico de la Alameda la visita, se posa en su hombre derecho y le parlotea chistes y mentiras. Cuando esto acabe voy a ir a visitarla y escucharemos “The World is Not Enough” de Garbage para encenderle el corazón.





#JugueteRabioso

A quien corresponda

Franco García.

Por medio de la presente

informo a usted

que renuncio a la poesía.

Sucede que me aburro de los rockstars,

de las tribus urbanas, de los cazarrecompensas

y lingüistas adoctrinadores.

Tampoco tuve talento para comediante,

así que, por favor,

no me vuelvan a invitar a sus lecturas en voz alta.

La paga era una miseria

y hacer corajes o berrinches

sólo me ocasionaba diarreas y migrañas.

Le recuerdo, una vez más, que ni sádicos,

ni románticos, ni futuristas poemas

destacaron más en mi lista.

Me retiro a tiempo por

prescripciones médicas,

ya que podía terminar

internado en un hospital psiquiátrico

o enjaulado en un zoológico.

Usted disculpe mis ratos

de rabia y melancolía,

pero ya no estoy para

semejantes trotes infantiles,

ni para pasar noches enteras en vela

y fumando marihuana.

En pocas palabras: perdí la fe en la poesía.

Tengo que saldar mis deudas con el banco

o me embargarán la casa.

Además me urgen vacaciones

y mi automóvil necesita neumáticos nuevos.

También he de confesarle que

hace un mes me dejó mi esposa por un abogado.

Ojalá me comprenda.

Quedan en el escritorio la computadora, los lapiceros,

los libros firmados y mi vieja libreta de apuntes.

Esta última le ordeno que la tire

a la basura o la queme cuanto antes.

Guardarla sería un acto suicida.

No se preocupe por la liquidación,

suficiente tengo con las ventas

de ropa usada en el mercado.

Sin otro particular por el momento,

reciba mis más sinceras condolencias.





Aspirantes. Cuestionamientos.

Del 11 al 17 de de enero de 2021 al

#1039

cultura

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