Plantas de origen africano en las rutas marítimas de Nueva España

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Marcelo Adano Bernasconi

En los viajes de Manila a Acapulco, los estragos ocasionados por el escorbuto alcanzaban proporciones devastadoras. Por ejemplo, en la nave almiranta que hizo el viaje a Acapulco en 1606, hubo ochenta defunciones. En 1620, en el galeón que hizo el mismo viaje, se perdieron noventa y nueve vidas, y el número de enfermos fue tal, que la nave no pudo llegar a este puerto, debiendo refugiarse en la costa de Nueva Galicia, hoy estado de Nayarit. En 1643 fueron arrojados al mar ciento catorce cadáveres de dos galeones procedentes de Manila con rumbo a Acapulco. Finalmente, en 1752, en el navío Santísima Trinidad, que seguía el mismo derrotero, murieron veintiocho soldados, cuatro pasajeros, cinco artilleros, nueve marinos y treinta y seis filipinos. Al llegar a Acapulco, según el informe del general que comandaba el barco, había, además, ciento cincuenta y cinco enfermos y cincuenta y nueve convalecientes.

Hasta que se encontró la forma de prevenirlo, en la segunda mitad del siglo xviii (la ingesta de cebollas crudas ordenada a bordo del Endeavour, por el capitán James Cook a sus hombres, o la col hervida y almacenada en vinagre), el único paliativo para mitigar los efectos del escorbuto fue el zumaque (Rhus mollis o Rhus terebenthifolia). Este arbusto, posiblemente originario de Mesopotamia, donde se lo denominaba su(m)maqa, en arameo, fue llevado por las caravanas de mercaderes de Asia Menor a Egipto y Libia, donde se aclimató desde antes de la Edad Media. Allí recibió el nombre árabe de summâq y fue trasladado a Europa, donde, en España, aparece con el nombre de zumaque desde el año 922. Su importancia en las boticas navales la demuestra la regulación a que estuvieron sujetos sus cargamentos en los navíos de la Corona española en el siglo xvi, casi desde el principio del establecimiento de la ruta a las Indias Occidentales. En la Ley XLV de la ordenanza 171 del Aforamiento, y fletes, carga, y descarga de las Naos, promulgada por el emperador Carlos V, se estipula: «QUE cincuenta arrobas de çumaque en sus costales, hagan una tonelada».

Pero en realidad, el zumaque nunca curó el escorbuto, debido a que, hasta bien entrado el siglo xviii, el Siglo de las Luces, no se diferenció el síntoma de la enfermedad; la prescripción de un compuesto con zumaque sólo mitigaba el dolor de dientes o muelas, sirviendo también para prevenir la caída de los mismos, producto del descuido. Es, una vez más, el buen varón Gregorio López quien nos informa de su preparación y virtudes:

Para fijarlos [a los dientes] y que no se anden [cayendo], es bueno el zumaque, muerto, y molido, con manzanas de Ciprés, y cáscaras de granadas, que todo hierva, hasta que mengüen las dos partes, y enjuagándose con ello los dientes, los establece aunque se anden como teclas [de piano].

Allí mismo, López agrega que el zumaque, cocido y destilado en los oídos, merma la supuración de los mismos.

Junto con el escorbuto, otro de los tormentos que sufrían los viajeros de Indias y de la Mar del Sur, fue el ataque de los piojos. En cierta ocasión, durante uno de los primeros viajes de Manila a Acapulco, varios marinos enfermos de escorbuto se infestaron de piojos, llegando por ello al borde de la muerte. Sus compañeros, tratando de salvarlos, los despiojaron y los metieron en sendas tinajas que taparon con la esperanza de mantenerlos a salvo de esos parásitos. No sirvió de nada, a los pocos días, una mañana en que abrieron las tinajas para proporcionar alimento a los enfermos, los encontraron muertos, devorados por los piojos.

Sin embargo, estos tristes sucesos no eran frecuentes gracias a un arbusto que alcanza tres o cuatro metros de longitud, de flores y frutos verdosos y semillas aladas con propiedades insecticidas, llamado albarraz o hierba piojera (Hippocratea celastroides). Originaria de África del norte, fue nombrada por los árabes ḥább ar-rá´s, que significa literalmente grano de la cabeza, por su empleo contra los piojos que atacan principalmente esta parte del cuerpo humano. Es mencionada en la medicina española del siglo xvi, junto con una curiosa descripción del origen de los piojos, que son: «Crianza de humores compuestos, y corruptos de el cuerpo, echados afuera por la resudación». Para combatirlos: «Es buena la yerba piojenta ó Albaraz, machacada con aceite…” aplicada sobre la zona afectada previamente lavada con… cocimiento de ajos, y orégano».

Debido a la dificultad de mantenerlas frescas en alta mar sin que perdieran sus propiedades, algunas plantas medicinales procedentes de África no fueron incorporadas a las boticas de los navíos, o bien su consumo se limitaba a las primeras semanas de las travesías.

Una de ellas, la acelga (Beta vulgaris), denominada sílqa en árabe, era utilizada de diversos modos y para diferentes afecciones, tal como aparece en el Tratado… de Gregorio López:

[…] con su cocimiento, lavada la cabeza, quita la caspa, y mata las liendres y piojos. […] estando tapadas las narices [se recomienda] zumo de acelga aplicado con una pluma en las cavidades nasales. [Para las] Quemaduras: acelgas: unas ojas machacadas y puestas como emplasto, no deja alzar la ampolla, y atajan el fuego. El cocimiento de las raíces, quita las manchas del rostro, lavándolo con él, y suelda las heridas frescas, y encora las llagas antiguas.

La albahaca (Ocimum basilicum), de nombre árabe ḥaƀaca, molida se utilizaba para provocar el estornudo. Se aplicaba para:

Los ojos con dolor. Lavarlos con albahaca puesta ó el agua de ella, destilada, y echada en los ojos, como las nubes, y enjuga los humores: y comida la Albahaca hace orinar sin trabajos: y también la semilla bebida acrecienta la leche de las mugeres. Albahaca aplicada con flor de harina, aceite rosado, y vinagre, puesto como emplasto, es excelente para apostemas del pulmón. Jaqueca: Albahaca machacada y puesta en frente y sienes y nuca es excelente remedio.

La delicada azucena (Hippeastrum reginae), conocida vulgarmente en árabe como sussêna, es una planta cuyas hojas y flores cocidas con miel se empleaban para tratar torceduras y lesiones de tendones y articulaciones. En las quemaduras se aplicaban sus hojas cocidas:

[….] su zumo mezclado con vinagre, o miel y después echado en un cazo limpio, de hierro, o cobre, y puesto al fuego, hasta que se incorpore, se hace una líquida y excelente medicina para llagas antiguas y rebeldes. Y su raíz machacada y cocida con miel, y puesta en los nervios cortados, los sana […].

Pero su poder restaurador no sólo se usaba para curar llagas, quemaduras y tendones rotos, también era codiciada para restaurar los estragos ocasionados por el tiempo:

Y sobre todo, poniéndola en el rostro, machacada de la manera que digo, con higos y la miel virgen, que hacen las mugeres, para lavarse y parecer hermosas, es muy excelente, porque come el paño, y manchas, y adelgaza, y purifica el rostro y la tez, la aclara, y la hace muy lustrosa. Y finalmente, es tan buena la azucena, y su olor tan casto, y ara otros mil remedios, que por prolijidad no escribo.

Entre las medicinas de la botica del Pilar que se disolvieron en las aguas del Océano Pacífico, uno de ellos, el emplasto diapalma, se componía con litargirio y aceite de palma. Era empleado en los barcos para ayudar a la cicatrización de las heridas, y por eso se lo calificó como desecativo. El aceite de palma para confeccionar este compuesto de gran demanda en la medicina naval se obtenía de las palmas originarias de las diferentes costas que tocaban los navegantes. En aguas africanas del Océano Atlántico se utilizaron palmas de la costa del Golfo de Guinea y de las Islas Canarias. De la Elœis guineensis, los mandingos, habitantes del curso bajo del Níger, que la llamaban n’té n´tulu, obtenían el aceite del fruto y de la semilla. También hacían el vino que ofrecían a los traficantes europeos que llegaban a sus costas en busca de esclavos y productos de la región. Una variedad similar, la Phoenix canariensis, producía en el extremo de sus dieciocho metros de altura, los frutos semejantes a dátiles con los que los canarios se proveían del valioso aceite de palma en sus islas. Entre el borde norte del desierto del Sahara y la costa septentrional de África, otra palma, pariente de las anteriores, la Phoenix dactylifera, proveía los dátiles que se exportaban, a través del Mediterráneo, con destino a los matraces y redomas de los médicos y boticarios europeos.

Pero África no sólo aportó materias primas para a elaboración de varias medicinas usadas en los navíos de las rutas del Atlántico y del Pacífico, sino que también surtió sus despensas.

De los dos grupos de plantas originarios de la región del Sahel, al sur del Sahara, el formado por el sorgo, la cebada y el arroz africano, se extendió hacia áreas de clima cálido y seco de todos los continentes. De estas plantas, cuyo origen, al margen de su domesticación, se remonta a tiempos anteriores a 5000 años a. C., sólo podemos documentar el uso de una sola de ellas en los navíos oceánicos europeos: el arroz. Esta gramínea, cuya variedad seca (Oryza glaberrima) originaria de África, se consumía en Europa hacia el año 1251, recibe el nombre árabe ruzz. Posiblemente cruza el Mediterráneo y adopta el nombre griego orýza; y en Italia se hace llamar riso. Entre los catalanes toma el nombre de ris, y llega a América en sacos como aquel donde —según cuenta Francisco López de Gomara— un soldado de Hernán Cortés encuentra tres granos de trigo que siembra en un huerto.

Encontramos noticias de su cultivo en Sierra Leona, en el siglo xviii, en el libro Viaje a Sierra Leona en la costa de África, del teniente de la marina Real Británica, John Matthews. Publicado en Londres en 1788, en él se describe meticulosamente el proceso de explotación del arroz africano:

Su método de cultivo, aunque logrado con considerable esfuerzo, porque nunca cultivan el mismo terreno más que una vez cada siete años, se realiza de un modo tosco y desmañado. Los grandes árboles viejos se dejan en pie, y también se dejan los troncos de los caídos; y los troncos y grandes ramas, no enteramente consumidos por el fuego, se les deja como caen. Esta es toda la preparación que dan al terreno. La primera nueva luna que se ve después de las lluvias, lo cual ocurre a fines de julio o comienzos de agosto, siembran su arroz; después de sembrado, cubren con la azada el grano, y cuando la planta tiene diez o doce pulgadas de altura próximamente, lo escardan, y a las ocho semanas próximamente está en condiciones de segarlo. Esto se realiza cortando las espigas con un cuchillo y haciendo con ellas pequeños haces, que colocan sobre las ramas de los árboles hasta que el tiempo es perfectamente seco; entonces lo apilan exactamente como hacemos nosotros con el trigo.

Todas las tareas anteriores son realizadas por los hombres ya que «Todas las operaciones que proceden con el arroz después de cortado las realiza la mujer».

Finalmente, el teniente Matthews presta atención sobre los terrenos de cultivo y el efecto que sus características orográficas producen en la planta:

He observado que el que crece sobre posiciones elevadas o inclinadas, aunque de grano más pequeño, es más dulce y más nutritivo que el producido en los terrenos bajos y húmedos, en los que el agua está mucho tiempo sobre él, porque en las Carolinas y en las Indias Orientales inundan sus arrozales.

En el menú diario de los barcos de la carrera Acapulco-Manila, el arroz fue de consumo diario. En «los días de carne» se repartían 6 onzas de carne de tasajo, 3 onzas de puerco frito, ½ onza de sal y 18 onzas de bizcocho y arroz por persona. En los «días de pescado», el rancho repartía a cada persona 3 onzas de menestra, 6 onzas de pescado tollo, una onza de manteca, ½ onza de sal y las habituales 18 onzas de bizcocho y arroz. Esta gramínea, tan importante en el menú de los barcos, en algunos casos se hacía prácticamente imprescindible. Ejemplo de ello aparece en las rutas del Atlántico, pues al no haber arroz para los «marineros negros, que, por su situación, son algunas veces obligados a subsistir unos días sólo con carne salada y galletas, nunca dejan de quejarse de haber pasado tantos días sin comer ».

A Europa, en el tiempo de su expansión hacia el océano Atlántico, el arroz seco africano, «esta bendición de los árabes», llega en las flotas que navegan entre Egipto y Constantinopla, que lo transportaron junto con azúcar y peregrinos. Su valor, equivalente al de los cargamentos de especias, seda, madera, trigo y azúcar, constituye un rico botín para las flotas corsarias cristianas que hacen del Oriente su coto de caza predilecto. Se aclimata a las condiciones ambientales europeas, a tal punto que, en el siglo xv, el arroz que llegara con los turcos, se cultiva intensamente en los distritos de Filípoli y Tatar Pazardzik, y en el cantón de Caribord, en Bulgaria, alcanzando su producción las 3000 toneladas en el siglo xvi.

El otro grupo de plantas africanas comestibles, originarias de África, aparece en las tierras altas de Etiopía antes de 3000 años a. C. La mayoría de estas plantas sólo se usaron en su región de origen. Tal es el caso del chat, un poderoso narcótico, un fruto parecido a la banana llamado ensete, el noog una oleaginosa que se utiliza para la fabricación de cerveza, y el teff, una semilla con la que se elabora el pan etíope.

Sin embargo, una de estas plantas etíopes, el cafeto (Coffea arabica), se difundió en todo el mundo. Mientras que, desde tiempos remotos, las tribus africanas de su lugar de origen comían sus granos tostados, en el siglo xii se comerciaba con él en Arabia. Como bebida lo encontramos en Oriente, Siria y Egipto en 1550. Seis años después se prohibió su uso en La Meca, pues era una bebida propia de derviches. Hacia 1580, los venecianos lo llevaron a Italia, y comienza a distribuirse en Inglaterra entre 1640 y 1660. A Francia entra por Marsella en 1646, y se consume en la corte de Luis XIV en 1670. Migrando después a América, constituye hoy uno de los pilares económicos de países tan distantes como Brasil, Colombia o Papua, Nueva Guinea, es una fuente de placer para millones de adictos al consumo de la infusión hecha con sus frutos tostados y molidos, y es el fiel compañero de los oficiales navales y los marineros de guardia durante los largos cuartos (turnos) nocturnos.

Otro legado botánico africano al mundo es la nuez de cola. El árbol que la produce recibe el nombre de cola o kola (Cola acuminata) y, tanto éste como su fruto, se parecen mucho al nogal y a su fruto, la nuez. Los habitantes del oeste de África mascaban estas nueces como narcótico, con sabor y efectos similares a la quina peruana. Se acostumbraron a su alto contenido en cafeína, siglos antes que la compañía Coca-Cola creara la adicción a ella, primero, entre los estadounidenses y, después, en todo el mundo, mediante el brebaje fabricado con sus extractos.

El algodón (Gossypium hirsutum) es tal vez la planta africana cuyas migraciones por mar requerirían tratados completos. Originario de Egipto, ya circulaba profusamente en el Océano Índico a la llegada de Vasco de Gama, a finales del siglo xv. Desde la antigüedad, el algodón se transportó desde los puertos de levante en Siria y Beirut, y desde Alejandría, hacia las costas del mediterráneo europeo. Los puertos de Spalato y Ragusa, en el Adriático, y Marsella, en el mediterráneo francés, recibían dos veces al año, en febrero y en septiembre, los cargamentos de balas de algodón que, por sus dimensiones, requerían de navíos cuyo desplazamiento oscilara entro las 250 y 550 toneladas. La demanda de las telas de algodón se extendió hasta Turquía a tal punto que durante el reinado de Solimán los mercaderes de algodón de Constantinopla hicieron inmensas fortunas debido a que el emperador sólo vestía túnicas de algodón y no de seda, oro y plata como sus antecesores. Sin embargo, esto también fue el motivo de su ruina, pues cuando el viejo monarca murió, en 1556, volvieron la seda y el oro a los vestidores reales y el comercio del algodón se vino abajo en buena parte del Mar Negro.

En el Océano Pacífico, una de las mercancías más importantes que lo atravesó una y otra vez, y otra más, fueron las telas de algodón que durante más de doscientos años llegaron a Acapulco, en la costa sur de Nueva España. Procedentes del Golfo de Bengala y la costa de Coromandel, eran transportadas a Manila en juncos de mercaderes chinos, en veloces sambucks árabes del Océano Índico, o en elusivos praos indonesios, comandados por mercaderes musulmanes. Estas telas, de las más variadas texturas y calidades, eran, entre otras: el grueso bombací con pelo por una de sus caras; la cambaya tejida en Madrás y en la costa de Coromandel; el canequi, cuyo tejido se producía en la mayor parte de la India; los lienzos, tanto de algodón como de cáñamo; y una fina tela de algodón blanca, con flores llamada zarazas. También se transportaban productos manufacturados de algodón, como mantas blancas y de colores, manteles y pañuelos.

Esas ricas telas de algodón, compradas por comerciantes filipinos o prestanombres de los grandes comerciantes novohispanos de la ciudad de México, se embarcaban en los barcos de la Corona con rumbo a Acapulco. Desde allí viajaban a lomo de mula a la ciudad de México, donde una gran parte se comercializaba hacia toda Nueva España, mientras un volumen menor se enviaba a Veracruz para acabar formando el ajuar de chinerías de las suntuosas casas de personajes «muy principales» en La Habana, Sevilla y el resto de Europa.

Telas confeccionadas con el algodón originario de Egipto, en este relato, fueron embaladas en fardillos y medios fardillos hacia finales del mes de agosto de 1750 en el puerto de Cavite, frente a la ciudad de Manila, en las islas Filipinas. En los siguientes días, se las estibó cuidadosamente encima de los cajones conteniendo porcelana china, y bajo numerosas churlas de canela, en el espacio comprendido entre el pañol de los cables del ancla y el palo mayor en la bodega del navío Nuestra Señora del Pilar y Zaragoza. Dos meses después, este valioso cargamento de algodón manufacturado comenzó a deshacerse inexorablemente, junto con los compuestos medicinales de origen africano, el arroz y cientos y cientos de cosas más que desaparecieron en el naufragio del Pilar.

Finalmente, es en Acapulco donde cerraremos esta memorable historia de las plantas africanas que navegaron por los mares de las rutas de Nueva España.

Si nuestro relato cosa fuera de un sabio encantador y, viajando en el tiempo sobre los lomos azules del Océano Pacífico, pudiéramos evitar el desastre del Pilar y hacer que éste llegara a Acapulco, veríamos a sus viajeros desembarcando y caminando cansinamente hacia el Hospital Real de San Hipólito. Allí acudirían para recibir los efectos prodigiosos de la savia de un árbol que repararía los estragos de sus maltrechas dentaduras, debidos a las privaciones y a la mala alimentación durante el largo viaje. A unos pasos del zócalo del pueblo, los buenos monjes frotarían dientes y encías de los recién llegados, con la savia de un árbol, llamada sangre de drago. Uno de ellos, Francesco Carletti, viajero italiano que pasó por Acapulco en 1605, describe sus propiedades curativas:

[…] vi aquel árbol del que se extrae la sangre de dragón; y yo mismo muchas veces por pasatiempo dando un golpe con un cuchillo en una rama o en un tronco de ellos, que son muy tiernos con cáscara blanda y lisa, hacía salir aquel licor rojo que parecía precisamente sangre cuando sale de una herida. Entonces no me servía de él para otra cosa que para frotarme los dientes los cuales limpiaba y reforzaba, sintiendo con ello una aspereza y un restriñimiento extraordinario de las encías. La semilla de este árbol está encerrada en una hoja de figura de dragón, con todas sus partes dibujadas en ella por la naturaleza, algo admirable y digno de ser visto […].

Posiblemente por ser desde el siglo xvi, escala obligada en la carrera de Indias, es en las Islas Canarias donde se incorpora la sangre de drago a las boticas de carabelas, naos, galeones y navíos de las flotas españolas. En las crónicas de las conquistas del siglo xv, la primera noticia de la existencia del árbol drago (Daemonorops draco), data de 1402, con la llegada de Juan de Betancour a la conquista de las Islas Canarias. Esta hierba lilácea de ramaje filiforme causó la admiración de los conquistadores franceses cuando hallaron un enorme ejemplar en la isla de Tenerife. Su tronco de más de 18 metros de diámetro y 24 metros de altura hasta el arranque de las primeras ramas, ofrecía en el interior una cavidad profunda, una especie de gruta con una bóveda formada por el enorme ramaje. Este árbol se conservaba todavía en 1819 cuando, el 21 de julio, un gran huracán arrancó la tercera parte de su ramaje, dejándole una grieta en el tronco, que fue cubierta con una estructura artificial para evitar la filtración de agua. En ella se grabó la fecha del huracán.

Muy pronto se descubrieron sucedáneos del árbol drago en la Antillas (Pterocarpus draco), en las Gauyanas (Dalbergia monetaria), en Colombia (Pterocarpus santalinus) y en el sudeste (Jatropha spatulapa) y en el sur (Pterocarpus acapulcencis) de México. Esta última variedad fue la que encontró Francesco Carletti en Acapulco.

De los usos medicinales de la goma que sale de los tajos en el tronco y en las ramas de las variedades americanas de sangre de drago, Nicolás Monardes escribe, en 1574:

Aplicada en cualquier flujo de sangre, lo retiene y estanca. Consuelda y aglutina las llagas frescas recientes. Prohibe que no [sic] se caigan los dientes y hace crecer carne en las encías corroídas. [Y, perseverante y metódico como siempre, agrega]: Yo pienso sembrar la simiente para ver si nacerá en estas partes [de Sevilla].

Por su parte, Gregorio López, en su Tesoro… receta sangre de drago para las almorranas: «[…] Sangre de Drago, Mirra, de cada cosa dos dragmas»; a su vez, la dislocación de miembro sanará «»[…] aplicando como emplasto: […] sal, y miel, y arina, y incienso, y Sangre de Drago, Mirra, de cada cosa dos dragmas […]»; finalmente, para detener la hemorragia en las heridas, prescribe «[…] sangre de drago, con clara de huevo batida, y aplicada, y poner una ventosa sobre el hígado […]».

Ahora, en esta última parte de nuestro relato, llegamos al ejemplo más brillante de esta labor que desempeñaron las plantas sobre el filo de la delgada hoja que divide la vida de la muerte. Es la planta que simboliza los efectos de todas aquéllas transportadas en los navíos durante la época colonial latinoamericana. Pronosticando los designios del tiempo, concentra en ella los extremos del universo: la vida y la muerte; y une los espacios de los barcos donde la vida y la muerte también eran cosa de extremos y de uso casi cotidiano: la cocina y la enfermería.

En la última página de su Herbolaria de Indias, nuestro sabio andaluz Nicolás Monardes, cuenta de esta planta maravillosa —prodigio sin nombre de nuestra América— capaz de anticipar las decisiones tomadas por la muerte. Entonces, narra que una sierva del conde de Neiva en Perú, acongojada por la grave enfermedad de su marido y por la zozobra que amenazaba su futuro, acudió a un indio principal para remediar sus incertidumbres, y éste le dijo que

[…] le enviaría un ramo de una yerba, que se lo pusiese en la mano izquierda y lo tuviese bien apretado por un rato, y que si había de vivir que mostraría, con tener el ramo, mucha alegría y contento, y si había de morir, que mostraría mucho caimiento y tristeza, y el indio le envió el ramo y ella lo hizo como él lo dijo, y que puesto en la mano el ramo tomó tanta tristeza y decayó tanto, que se lo quitó pensando que se finaba, y así murió dentro de pocos días.

Asimismo, como la mítica vara de los teotihuacanos llevada por sus muertos rumbo al paraíso, que reverdecía al llegar al sitio mítico, mostrándoles el eterno renacer de la vida, y que plantas y animales son eternos, las plantas africanas también fueron el fiel de la balanza entre la vida y la muerte. Curaron y alimentaron a los navegantes para que las trajeran al Nuevo Mundo. Aquí se reprodujeron, alimentándose de sus tierras y bebiendo sus aguas destiladas desde las cimas blancas, recortadas sobre el azul de los cielos americanos.

Y de este modo, damos fin a la historia nunca antes contada entre nosotros, de cómo algunos súbditos del reino africano de las plantas llegaron a nuestra América navegando por las rutas marítimas de Nueva España.

Fuentes

Archivísticas

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  • Número 157. Año III. 11 de enero de 2021. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

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Del 11 al 17 de de enero de 2021 al

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