El Acapulco Punk

Paul Medrano

No les voy a mentir. Casi todos los textos reunidos en este volumen fueron escritos por un impulso muy natural en el periodismo: la falta de dinero.

Ejercer el periodismo lejos de las grandes ciudades debería ser motivo de elogio. Y no lo digo por mí que, con 20 años en esta vaina, soy relativamente nuevo. Lo menciono por tantas y tantos reporteros, editores y fotógrafos que día a día hacen posible leer un periódico en (o desde) el interior de la república mexicana. Gente que sale a reportear con un salario miserable, tomando fotos sin prestaciones, escribiendo sin seguridad social. Y en tiempos recientes, lo hacen en condiciones de vulnerabilidad extrema frente a la delincuencia organizada. Un panorama desolador.

Claro, siempre existe ese canto de sirenas en forma de “un apoyo”, de “un convenio” o simple y llanamente, de un chayote. Pero entonces deja de ser periodismo y se convierte en un oficio que podrá tener mil nombres, pero ninguna utilidad para el lector.

Como les dije, casi todos estos textos fueron motivados por una aspiración legítima y hasta cierto punto, lógica: si me pagan por escribir y escribo más, durante mi tiempo libre, lo justo es que ese esfuerzo se reflejara en mi sueldo. Casi nunca ocurrió así. Mi salario siguió igual. O incluso peor.

Tal vez hoy en día la crónica sea un gran negocio, pero hace 15 años, casi nadie te daba un peso por ella. Sobre todo si eras joven e inédito. Es más, con que la publicaran te podías dar por bien servido.

He pasado por casi todos los periódicos del estado de Guerrero. Presencié la fundación de algunos y fui testigo del cierre de otros tantos. A muchos diarios les debo casi la vida por la oportunidad, por el aprendizaje y las amistades que forjé. Otros, en cambio, nunca me pagaron. Aún así, siempre hice mi trabajo con todas mis fuerzas, aunque eso no garantizara que lo hiciera bien.

El periodismo es un oficio de yerros. En el trayecto acumularás muchos. Pero muchos muchos. Aún así, debes aprender a domesticarlos, a mantenerlos a raya. No importa que sean grandes o pequeños, tienes que aprender a cohabitar sin que te devoren. Sobre todo, porque cada día que regreses de una redacción, llevarás un nuevo integrante para engrosar tu repertorio.

Nunca pude estudiar periodismo. Lo poco que sé, que no es mucho, lo aprendí en decenas de redacciones. A finales del año 2000 llegué a mi primer empleo en un periódico. Yo no sabía ni encender una computadora. A punta de regaños y consejos, noche a noche, la hice de todo, desde poner el café, hasta capturista, caricaturista, reportero, corrector, editor. He escrito lo mismo reportaje, que entrevista, columna, artículo, humor político y hasta boletines de prensa. Nada de lo anterior, por supuesto, me convierte en un experto, sino todo lo contrario.

La crónica ha sido el sitio donde me recreo. No sé cómo, ni porqué empecé a escribirla. Tal vez todo empezó el día que descubrí que la crónica es hermanastro de la literatura. Ambos son hijos del mismo padre: la posibilidad infinita de contar algo. La madre de la literatura es la imaginación; la de la crónica, la vida real.

La crónica conlleva responsabilidad, pero sobre todo, rigor. Se utiliza para contar algo que no puede hacerlo la nota o el reportaje, por eso frecuentemente se esqueman en la misma página o el mismo pliego. La crónica lleva implícitos casi todos los géneros, pero se diferencia de estos porque permite nombrar las emociones. Es por eso que, algunas crónicas, pueden hacerte sentir algo.

Respeto a muchos reporteros. Admiro a quienes realizan investigaciones históricas. Pero estimo mucho más a los cronistas. Los reporteros, nos ofrecen su profesionalismo. Un cronista, además, hará el intento por ofrendarnos una parte de su alma. Casi nunca se consigue, por eso valoro a quien tiene el valor de intentarlo.

Aunque he sido clasificado en algunos subgéneros, nunca he intentado hacer periodismo gonzo, periodismo border o periodismo narrativo. Solo escribí y escribí. Contrarreloj. Contra directores biliosos, e incluso, contra la certeza de saber que no vas hacia ningún lado. A veces lo hice ayudado por periodistas muy queridos. En otras, alumbrado por la literatura. Porque eso sí hay que decirlo, quien quiera ser periodista, sin leer literatura, no tiene nada que hacer acá. Hay que leer todo lo que puedas. Incluso, aunque no tengas ánimos de leer o dinero para comprar libros. Leer te salvará de algo. Yo no sé de qué, pero te salvará.

En estos escritos, pues, se resumen mis impulsos para ganar unos pesos más. Puede que al compilarse en un libro funcionen como una especie de pago. Puede que no. Eso lo decidirá el lector.




[Portada]

¿Qué leen quienes quieren escribir?

Alberto Chimal

En mi curso en línea de escritura narrativa hay, entre otros ejercicios propuestos para quienes se inscriben, una invitación a pensar en sus influencias: a que hagan una lista de los textos cuya lectura les ha resultado memorable. La justificación es que, aun si la persona no ha escrito todavía nada propio, esas lecturas pueden llegar, con el tiempo, a darle ideas u orientar de alguna manera sus intentos.

Y leer las respuestas a ese ejercicio es de lo más estimulante que me ha tocado hacer como profesor, porque en ellas hay de todo: apreciaciones de personas muy diversas, de numerosos países, edades y antecedentes.

Algunas respuestas son lacónicas, otras extensas; algunas son razonadas, otras no (una o dos han sido enigmáticas, difíciles hasta de comprender); algunas muestran un largo caudal de lecturas, y otras dicen que quien las escribe no tiene el hábito de leer o sólo lee «cosas de trabajo»; algunas revelan desconcierto ante la propuesta misma del ejercicio, y, como una especie de reflejo defensivo, recurren al lugar común de que la mayor influencia es la vida, o un pariente, o cualquier cosa excepto un texto escrito.

(Esto último no deja de ser entrañable aunque desplace el significado de influencia y se vaya hacia otro lugar de las experiencias de la persona. La verdad es que, igual que las lecturas son parte de la vida, y no algo ajeno a ella, también todo lo que no es lectura en nuestra vida puede influir en la escritura, aunque no siempre reparemos en ello. El ejercicio servirá si hace pensar en la amplitud, la diversidad y la singularidad de cada historia personal.)

Además, por supuesto, lo que se descubre es una muestra mucho más amplia, y mucho más representativa, de lo que la gente lee. No los colegas del gremio, ni tampoco quienes hacen las revistas y los suplementos. No los especialistas, sino aquellos que desean serlo…, o ni siquiera lo desean, y sólo piensan en la escritura. Es gente que no ha aprendido los hábitos de pretensión y disimulo de la clase intelectual: no se aprende los títulos de los libros de moda para decir que ya los leyó, no está pensando en ningún vocabulario de moda, y por supuesto no tiene el hábito de buscar cada semana el nuevo artículo de Javier Marías en El País para defenderlo o atacarlo en redes sociales.

Sólo esto es refrescante. Y aparte están las referencias mismas. Muchas personas hispanoamericanas que toman el curso se formaron con autores y autoras del siglo pasado: Borges, Cortázar, Vargas Llosa y otros de los que se mencionaban con frecuencia cuando yo mismo empezaba a leer aparecen una y otra vez. Pero otro buen número de personas empezó, dice, leyendo series juveniles, y en especial la de Harry Potter, que por lo visto sigue siendo importante a pesar de los tropiezos recientes de su autora. Y están quienes provienen de países no hispanohablantes, y cuyos libros y autores cercanos de los que yo no tenía idea (mis estudiantes islandeses, árabes, brasileños, polacos, indios son una maravilla en este sentido)…

Y por último, están los detalles enigmáticos. Cierto porcentaje de las respuestas ofrecidas hasta ahora menciona a un tal Brandon Sanderson. ¿Quién es Brandon Sanderson? ¿Cómo es que nunca supe de él hasta ahora? Ya investigué, por supuesto: es un autor estadounidense de ciencia ficción. Y parte de la explicación es que es un autor casi de mi edad. Pero igual fue una sorpresa útil: el mundo siempre es más amplio de lo que uno cree, como decía (sin duda) algún clásico.





Vendrán lluvias suaves

Ray Bradbury

La voz del reloj cantó en la sala:

–Tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse, las siete.

Como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío.

–Las siete y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!

En la cocina el horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de tocineta, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.

-Hoy es 4 de agosto de 2026 -dijo una voz desde el techo de la cocina- en la ciudad de Allendale, California -repitió tres veces la fecha, como para que nadie la olvidara-. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone. Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.

En algún sitio de las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se deslizaron bajo ojos eléctricos.

-Las ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido, ¡las ocho y uno!

Pero las puertas no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”.

Y la lluvia resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas, levantó la puerta y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una larga espera, la puerta descendió otra vez.

A las ocho y media los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano distante.

Los platos sucios cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.

“Las nueve y cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.

De las guaridas de los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos, volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La casa estaba limpia.

Las diez. El sol asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.

Las diez y cuarto. Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía, una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos -las imágenes grabadas en la madera en un instante titánico-, un niño con las manos levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño, una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.

Hasta este día, qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que bordeaban la paranoia mecánica.

Cualquier sonido la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.

La casa era un altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros. Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e inútiles.

El mediodía.

Un perro aulló, temblando, en el balcón.

La puerta de la calle reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo, ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.

Pues ni el fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo, el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano, y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un rincón oscuro como un Baal maligno.

 

El perro corrió escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.

Olfateó el aire y arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos panqueques que llenaban la casa con aroma de jarabe de arce. El perro, tendido ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.

Las dos, cantó una voz.

Los regimientos de ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento eléctrico.

Las dos y cuarto.

El perro había desaparecido.

En el sótano, el incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la chimenea.

Las dos y treinta y cinco.

Unas mesas de bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y sándwiches de ensalada de huevo. Sonó una música.

Pero en las mesas silenciosas nadie tocaba las cartas.

A las cuatro, las mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.

Las cuatro y media.

Las paredes del cuarto de los niños resplandecieron de pronto.

Aparecieron animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el viento.

De pronto las paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las malezas y los manantiales.

Era la hora de los niños.

Las cinco. La bañera se llenó de agua clara y caliente.

Las seis, las siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media pulgada de ceniza blanda y gris.

Las nueve. En las camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran frescas aquí.

Las nueve y cinco. Una voz habló desde el techo de la biblioteca.

-Señora McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?

La casa estaba en silencio.

-Ya que no indica lo que prefiere -dijo la voz al fin-, elegiré un poema cualquiera.

Una suave música se alzó como fondo de la voz.

-Sara Teasdale. Su autor favorito, me parece…

Vendrán lluvias suaves y olores de tierra,

y golondrinas que girarán con brillante sonido;

y ranas que cantarán de noche en los estanques

y ciruelos de tembloroso blanco

y petirrojos que vestirán plumas de fuego

y silbarán en los alambres de las cercas;

y nadie sabrá nada de la guerra,

a nadie le interesará que haya terminado.

A nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,

si la humanidad se destruye totalmente;

y la misma primavera, al despertarse al alba,

apenas sabrá que hemos desaparecido.

El fuego ardió en el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y sonaba la música.

A las diez la casa empezó a morir.

Soplaba el viento. La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.

La botella de solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas envolvieron el cuarto.

-¡Fuego! -gritó una voz.

Las luces se encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo, devorando, mientras las voces repetían a coro:

-¡Fuego, fuego, fuego!

La casa trató de salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las ventanas y el viento entró y avivó el fuego.

La casa cedió terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.

Pero era demasiado tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.

El fuego crepitó escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.

Después el fuego se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las cortinas.

De pronto, refuerzos.

De los escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de grifo brotó un líquido verde.

El fuego retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una venenosa, clara y fría espuma verde.

Pero el fuego era inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.

El fuego entró en todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.

La casa se estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corran, corran! El calor rompió los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces gimieron: fuego, fuego, corran, corran, como una trágica canción infantil; una docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco voces murieron.

En el cuarto de los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color, y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano río humeante…

Murieron otras diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora, uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad; cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!

Y en la llameante biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación, hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.

El fuego hizo estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.

En la cocina, un poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas, veinte docenas de lonjas de tocineta, que fueron devoradas por el fuego y encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.

El derrumbe. El desván se derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.

Humo y silencio. Una gran cantidad de humo.

La aurora se asomó débilmente por el Este. Entre las ruinas se levantaba solo una pared. Dentro de la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se elevaba sobre el montón de escombros humeantes:

-Hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es 5 de agosto de 2026, hoy es…





#JugueteRabioso

La Mosca

Extraído de William Blake, songs of Innocence and of Experience, 1794 | Traducción de Juan Arabia | Buenos Aires Poetry, 2020.

La Mosca

Pequeña mosca,

Tus juegos de verano

Mi imprudente mano

Se han llevado.


 

¿No soy yo

Una mosca como tú?

¿No eres tú

Un hombre como yo?


 

Porque yo bailo

Bebo y canto,

Hasta que una ciega mano

Roce mis alas.


 

Si el pensamiento es vida

Y fuerza y aliento,

Y la falta

De pensamiento es muerte,


 

Entonces soy

Una mosca feliz,

Así viva

O muera.

 





Baloneros de Chichihualco. Sin salida.

Del 22 al 28 de enero de 2021 al

#1044

cultura

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