Las imágenes de los negros garífunas en la literatura hondureña [3/3]

Jorge Alberto Amaya Banegas y Francisco Morazán

Podemos ver en la cita que se resalta el carácter supuestamente “libertino” de las mujeres garífunas, así como la presumible promiscuidad de las comunidades garífunas, donde galopa, según el personaje Lorenzo Gallardo, la «prostitución» y donde el amor y el sexo se viven «ardientemente».

Otra novelista hondureña que incluyó a los garífunas como personajes en su obra literaria fue Francisca Navas de Miralda, más conocida en el mundo intelectual como Paca Navas de Miralda (1900-1969).

Paca Navas fue esposa del reconocido periodista y escritor Arturo Miralda. Ambos desarrollaron la mayor parte de su trabajo en la ciudad de La Ceiba, Atlántida, centro neurálgico de las actividades de la compañía bananera Standard Fruit Company. En dicha localidad, Paca Navas se inspiró para escribir su obra cumbre, la novela Barro, redactada en los años 40, es decir, paralelamente a Trópico, de Carías Reyes.

La novela Barro, donde son introducidos los garífunas en el relato, tiene un tejido argumental similar a Trópico. En Barro se narra la historia de un padre y su hijo, Remigio y Leandro Hernández, originarios del pueblo de Yocón, departamento de Olancho, quienes, con otra familia del pueblo vecino de Manto, los Rosales, compuesta por Venancio, su esposa Chana y Carmela y Lucía, las hijas, disponen emigrar juntos a la zona bananera en busca de trabajo y riquezas. Las dos familias descubren las hostilidades y vicisitudes

del paisaje de los campos bananeros, en este caso, del poblado de Nueva Armenia, aledaño a La Ceiba.

Al igual que en la novela de Carías Reyes, en Barro, Paca Navas ubica a los garífunas como personajes secundarios y la exposición que se hace de ellos en el relato es bastante despectiva, pues, por lo general, se les representa como «hechiceros», «supersticiosos», «brujos», «haraganes», «parranderos», «borrachos» y otros rasgos negativos.

Por ejemplo, en una descripción del narrador respecto a los garífunas, relata lo siguiente:

Los caribes de la costa norte de Honduras, viven de la pesca y de la siembra de tubérculos, yuca y malanga, que utilizan, lo mismo que el pescado, como el principal alimento de todos los días.

[…] Hay algunas tribus más civilizadas, como las del Puerto de Trujillo y La Ceiba. Celebran rumbosas fiestas de bodas, bailes y ritos, imitando parte de ellos, las modas y las costumbres de los ladinos o mestizos […]

El atraso de esta raza, aunque muchos ya saben leer y escribir en forma elemental, merced a la difusión de escuelas en algunos sectores, ha contribuido mediante influencias ancestrales, a la divulgación de un sinnúmero de prácticas de hechicería, como la magia negra, en las cuales ellos se inspiran —como las tribus salvajes de África y Oceanía— sus danzas rituales de Pascua y Carnestolendas.

Es de manifiesto en el párrafo anterior la representación de una serie de adjetivos e imágenes que comúnmente los mestizos han endilgado a los garífunas, como las de incivilizados, o hechiceros, no obstante, resulta sugestiva la caracterización que el narrador del texto hace de la celebración de la Pascua garífuna, en donde se baila entre otras danzas el baile guerrero del yancunú, o baile de los máscaros, ya mencionado antes:

Para Navidad y Pascuas de Semana Santa o Pentecostés, los morenos se disfrazan de “máscaros” o enmascarados, lo mismo que en los días presentes, a manera de divertirse. Usan caretas a cual más horripilantes, amén de unos aparatos formados con delicadas varillas, de madera muy fina que llevan en la cabeza, simulando grandes cestos, edificios, globos, torres, barcos y figuras caprichosas y extravagantes. Los adornan con sonajas diversas, espejitos minúsculos y guindajos de toda especie, a fin de que al movimiento del baile o brincoteo, éstos hayan de producir un ruido escandaloso y ensordecedor. Usan vestidos cortos de colores llamativos para dichos rituales y en pedazos de cáñamo ensartan asimismo caracoles y conchas marinas en gran profusión, forjando ajorcas para los brazos, las pantorrillas y los pies. También agregan alrededor del aparato ornamental que llevan sobre la cabeza, cintas de colores chillones como de metro y medio de largo, todo lo cual simula un conjunto estrafalario y demoniaco... Finalizaban las fiestas pascuales, con orgías desenfrenadas, acompañadas de diversas ceremonias de magia negra, de contenido escalofriante y satánico....

Asimismo, la percepción de los garífunas como brujos y entendidos en la magia negra, se deja traslucir en la novela, cuando la familia Rosales asumía que la hija mayor, Carmela, había sido embrujada por un galán donjuanesco apodado El salvadoreño, quien tenía fama de ejercer la hechicería. En este sentido, citamos ampliamente el diálogo que sostiene Chana Rosales, la madre de Carmela, con una amiga, Tina, sobre el supuesto encantamiento que acreditaban a Carmela:

[…] Pasando a otra cosa, Chana, ¿sabe qué me dijo Cipriana, la morena que me viene a vender yuca, caracoles y cazabe todos los sábados? Ella vivió toda su juventud en el barrio de Cristales, de Trujillo, allá tiene hasta la vez a toda su familia. Es entendida en cosas de brujería, que abundan en esos lugares.

—Ajá Tina, qué le dijo. Cuénteme. Aquí en esta Costa es que yo he venido a darme cuenta del tal maleficio, o sea de que hay gente que se ocupa de esas “puercadas”.

—Me dijo que ella había mirado a Mena, el salvadoreño, que se “sacó” de la casa a su hija Carmela, en conversación con un famoso brujo belizeño, recién llegado de Tela... Le aseguro Chana que yo antes no creía en los tales bebedizos ni males de esos, pero hará cosa de cuatro años que yo ví con mis propios ojos, un caso parecido en una muchacha vecina mía, que estaba en víspera de casarse...

—Cuéntelo, Tina. Como le dije, yo hasta hace poco tiempo que de oír tantas cosas que me cuentan, estoy en creer que son ciertas. Yo ay les oigo decir que hay toda clase de “marranadas” para hacerse querer por la juerza, o para atontar al cristiano...

—Pues oiga. Esto, yo lo ví con mis propios ojos, le repito, recién llegada a este lugar de Armenia. Al novio de esa muchacha vecina, se lo hizo loco una malvada mujer, con la que había tenido antes un hijo. Y no era tanto eso, sino que la muchacha agraviada, la que siba a casar con él, dio en padecer de repente diun dolor en el bajo vientre, muy distinto al cólico: parecía que le clavaban una aguja al grado de coger cama y a todo dar gritos. Por no cansarla, su papá, que era finquero de los ricachos de aquí, la llevó a San Pedro Sula para que la viera el doctor más carero y de más fama. Le dio toda clase de medicinas, y la muchacha seguía con el mismo dolor que la atacaba hasta tres veces al mes. Una morena entendida en eso, del mismo barrio trujillano de Cristales la cogió por su cuenta. Le encontró en un registro que hizo en la casa de la enferma, unos mazos de pelo dentro de una almohada y un pichingo [muñeco] de cera prieta, con el bajo vientre clavado de alfileres... Este lo encontró enterrado debajo de las gradas de la casa, a la entrada. Le dio fuego a todas esas porquerías, y “santo remedio”.

Sin embargo, más adelante, el diálogo se vuelve más espeluznante cuando Tina comenta a Chana de los hipotéticos aquellarres y sortilegios que hacían los garífunas:

—Pues me falta que contarle Chana. Esos mismos morenos que curaban el “mal”, porque eran brujos también, eran entendidos en “mafia negra” [sic], ¡Una cosa horrible! Me contaba Cipriana, de las mismas fiestas que hacían a media noche, en los morenales de Río Negro y Cristales. Se reunían los caribes y encendían una gran hoguera. Alrededor bailaban con el cuerpo enteramente desnudo y untado de azufre cantando en una jerigonza confusa, igual que los condenados en el infierno. A todo esto y a las meras doce, mataban un morenito tierno. Es decir, le cambiaban la vida por la de un enfermo grave que llevaba allí su familia, en una hamaca. La misma Cipriana me contó que las autoridades de Trujillo habían puesto presos una vez a los criminales brujos esos, y que ahora tenían gran vigilancia los polices [sic], en esos barrios de las orillas. Tal vez hacen ellos sus samotanas, pero no como antes, tan a las claras....

Ciertamente, estas imágenes contribuyeron a formar una noción muy negativa dentro de la comunidad mestiza hondureña con respecto a los garífunas, principalmente en centros urbanos de la costa Atlántica como Tela, La Ceiba y Trujillo, en donde se leyó mucho la novela de Paca Navas, así como en San Pedro Sula, La Lima, El Progreso y Tegucigalpa, la capital del país. Es evidente, según las crónicas y fuentes sobre los garífunas, que estos nunca hicieron sacrificios humanos en sus rituales religiosos, no obstante, muchas personas, al leer Barro, seguramente llegaron a la conclusión de que, efectivamente, los garífunas realizaban este tipo de prácticas, de tal modo que aún hay algunos mestizos que siguen creyendo en tales aberraciones. Lo que sí se puede decir con certeza es que, con estos recursos literarios, Paca Navas incuestionablemente dañó muchísimo la imagen de los garífunas en la mentalidad de la mayoritaria población mestiza hondureña.

En cuanto a la hechicería, es indudable que ésta se ha cultivado durante décadas en las comunidades garífunas por parte de un reducido grupo de brujos; sin embargo, en la novela, el interés del narrador es de abultar la aparente propensión de los garífunas a la misma. En otro pasaje de la novela de Paca Navas se vuelve a retomar la parafernalia de los brujos y brujas garífunas:

Además del ritual de oraciones e imploraciones a falsas deidades, al espíritu de Satán o el Diablo, se valen estos traficantes, de raros amuletos, siendo los más usados los muñecos de cera acribillados con alfileres por medio de los cuales, el entendido en la materia o brujo, provoca en la persona enemiga que pretende dañar, fuertes dolores o retortijones, según el órgano o parte del cuerpo que dicho muñeco tuviese agujereado...

También hacen uso tales individuos, de la influencia química de ciertas plantas afrodisiacas, algunas de las cuales —según versiones— idiotizan al que las toma, cuando no suscitan en él mismo, graves estados patológicos sexuales o accesos de vesanía o locura furiosa.

[…] Con la mayor naturalidad se citan en corrillos casos corrientes de maleficio, por ejemplo: el de la fulanita, o del tal zutano, a quienes el brujo tal o cual, les sacó una buena cantidad de gusanos. Al de más allá que se fue muriendo poco a poco de ronquera o de “angina de pecho”, que le atacaba casi siempre en día viernes; otro de causón o flato ya que lo que comía no le alimentaba, se fue poniendo amarillo como una lejía hasta que murió... Se cita el caso de una señora muy conocida del lugar, que murió de parto sin poder dar a luz a su debido tiempo. Fue porque otra mujer le “había amarrado los meses” por medio de los cordones de los fustanes, para lo cual se había entendido anticipadamente, mediante una suma regular, con la lavandera de la víctima […].

Como se ve, la autora intenta acentuar en la novela el estereotipo de hechiceros como rasgo distintivo de los negros, el cual es uno de los más extendidos en la mentalidad popular latinoamericana, tal como bien apunta Jean Pierre Tardieu.

Otro dato curioso de la novela Barro es que, si bien los protagonistas son familias ladinas pobres que emigran del interior del país a la costa caribeña, a los garífunas se les ubica socialmente en una escala inferior a los mestizos, pues de forma regular aparecen como sirvientes de estas familias ladinas venidas desde Olancho. Por ejemplo, los Rosales, al llegar a Nueva Armenia, establecieron un negocio de venta de comida y elaboración de cigarrillos artesanales, en los que ayudaban varios mozos garífunas, como se puede ver a continuación:

[...] En la casa de los Rosales, todos duermen menos la Carmela, habituada a madrugar. En los pueblos del interior se acostumbra entregarse el sueño al anochecer. Antes de romper el día todo el mundo se dedica a sus quehaceres cotidianos. Con la ayuda de un moreno o caribe, se enciende y barre el horno de tierra en que se hornean los queques o panes de forma plana, Carmela amasa la harina en una gran paila enlosada, a la cual ha agregado un poco de levadura, huevos y manteca. Una vez horneados formarán parte del desayuno de los comensales que tienen que marchar muy temprano a los cortes de plátano […].

También Remigio y Leandro Hernández tenían una sirvienta garífuna (llamada Rita) encargada de hacer la cocina y los oficios domésticos:

[...] Tres años, ella [Rita] y su hijo Isidro, llevaban al servicio de los Hernández. Eran para ella —según refería a sus paisanos de color— de lo más magnífico que había en el lugar. Cocinaba y aseaba la casa y la ropa de sus patrones mientras que Isidro, desde la instalación del trapiche, ganaba un poco más que antes para vestirse y andar decente asistiendo a la escuela del lugar.

También, lo principal para ella era que aprendiera a trabajar y ganar dinero, al modo de los blancos.

En el último párrafo, se puede ver claramente el estatus que tenían, y siguen teniendo muchos garífunas en la sociedad hondureña actual, el cual es estar sometidos política y económicamente por los mestizos, de forma que se reitera la imagen de los garífunas como subordinados a los mestizos y blancos.

Por otra parte, también se expresa en la novela el infundado estereotipo de la “haraganería” de los hombres garífunas: «Entre los morenos, la mujer es la que trabaja, la que siembra y cosecha la yuca, en el terreno preparado por su hombre».

Con relación a este punto, Paca Navas, así como otros literatos y viajeros, incurrieron en un fallo de observación al no percatarse que dentro de la comunidad garífuna, la división del trabajo, de manera tradicional, ha especializado a los hombres para la pesca, la cual se realiza en las horas de la madrugada, y las mujeres practican la agricultura, generalmente en las primeras horas de la mañana, por esta razón, muchas personas ajenas a la cultura garífuna opinan erróneamente que los hombres son ociosos.

En suma, los garífunas surgen ampliamente en la novela Barro, pero desdichadamente, de forma muy distorsionada y prejuiciada, a tal grado que bien podría decirse que colectivamente no se les ve más que con defectos y pecados. En términos generales, en el proceso de construcción de la nación por parte del Estado y de algunos intelectuales a su servicio, estos escritores fundaron discursivamente lo que podríamos denominar como la literatura nacional, a través de lo que Doris Sommer denominó como “textos fundacionales”, los cuales se erigieron en monumentos identitarios de la nacionalidad desde el momento que dichos textos empezaron a difundirse al público lector o a usarse en el sistema educativo nacional.

En este sentido, los discursos instaurados por el Estado-nación emergente en el siglo xix reconocieron a la literatura como un pilar sobre el cual se erigiría el imaginario de las diversas identidades que se tenían que integrar a la nacionalidad. Si de lo que se trataba era de configurar la nación definiendo a los grupos que debían componerla, los discursos literarios buscaron proponer algunas pautas mediante las cuales se “integrarían” los bárbaros (es decir, indígenas y negros) a la nación civilizada, esto siguiendo la dicotomía “civilización” versus “barbarie” de Domingo Faustino Sarmiento.

En síntesis, es notorio que en la literatura hondureña, los garífunas han sido caracterizados con imágenes y estereotipos muy tradicionales. Por un lado, en la poesía pesó bastante la influencia del movimiento de La Negritud, que propagó algunas figuras como, por ejemplo, la pasión del negro por el baile, la danza y el canto; la imagen de que el negro tiene “alma blanca”, la rememoración por el pasado y la herencia africana, principalmente en el lenguaje, la religión y el arte musical y el anhelo de generar una conciencia de “liberación” en el pueblo negro de América. En la narrativa, son constantes las ideas del negro como lujurioso, hechicero, supersticioso, brujo, borracho, bailarín y en algunos casos, como en la obra de Paca Navas, haragán. Todas estas visiones sobre los garífunas en la literatura hondureña han ayudado a alimentar imágenes que en algunos casos han sido aceptadas como reales, tanto por parte de algunos garífunas, como por los mestizos.


 





  • Número 168. Año III. 12 de abril de 2021. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

  • Esta edición

Las imágenes de los negros garífunas en la literatura hondureña

[3/3]

Jorge Alberto Amaya Banegas y Francisco Morazán

Podemos ver en la cita que se resalta el carácter supuestamente “libertino” de las mujeres garífunas, así como la presumible promiscuidad de las comunidades garífunas, donde galopa, según el personaje Lorenzo Gallardo, la «prostitución» y donde el amor y el sexo se viven «ardientemente».

Otra novelista hondureña que incluyó a los garífunas como personajes en su obra literaria fue Francisca Navas de Miralda, más conocida en el mundo intelectual como Paca Navas de Miralda (1900-1969).

Paca Navas fue esposa del reconocido periodista y escritor Arturo Miralda. Ambos desarrollaron la mayor parte de su trabajo en la ciudad de La Ceiba, Atlántida, centro neurálgico de las actividades de la compañía bananera Standard Fruit Company. En dicha localidad, Paca Navas se inspiró para escribir su obra cumbre, la novela Barro, redactada en los años 40, es decir, paralelamente a Trópico, de Carías Reyes.

La novela Barro, donde son introducidos los garífunas en el relato, tiene un tejido argumental similar a Trópico. En Barro se narra la historia de un padre y su hijo, Remigio y Leandro Hernández, originarios del pueblo de Yocón, departamento de Olancho, quienes, con otra familia del pueblo vecino de Manto, los Rosales, compuesta por Venancio, su esposa Chana y Carmela y Lucía, las hijas, disponen emigrar juntos a la zona bananera en busca de trabajo y riquezas. Las dos familias descubren las hostilidades y vicisitudes

del paisaje de los campos bananeros, en este caso, del poblado de Nueva Armenia, aledaño a La Ceiba.

Al igual que en la novela de Carías Reyes, en Barro, Paca Navas ubica a los garífunas como personajes secundarios y la exposición que se hace de ellos en el relato es bastante despectiva, pues, por lo general, se les representa como «hechiceros», «supersticiosos», «brujos», «haraganes», «parranderos», «borrachos» y otros rasgos negativos.

Por ejemplo, en una descripción del narrador respecto a los garífunas, relata lo siguiente:

Los caribes de la costa norte de Honduras, viven de la pesca y de la siembra de tubérculos, yuca y malanga, que utilizan, lo mismo que el pescado, como el principal alimento de todos los días.

[…] Hay algunas tribus más civilizadas, como las del Puerto de Trujillo y La Ceiba. Celebran rumbosas fiestas de bodas, bailes y ritos, imitando parte de ellos, las modas y las costumbres de los ladinos o mestizos […]

El atraso de esta raza, aunque muchos ya saben leer y escribir en forma elemental, merced a la difusión de escuelas en algunos sectores, ha contribuido mediante influencias ancestrales, a la divulgación de un sinnúmero de prácticas de hechicería, como la magia negra, en las cuales ellos se inspiran —como las tribus salvajes de África y Oceanía— sus danzas rituales de Pascua y Carnestolendas.

Es de manifiesto en el párrafo anterior la representación de una serie de adjetivos e imágenes que comúnmente los mestizos han endilgado a los garífunas, como las de incivilizados, o hechiceros, no obstante, resulta sugestiva la caracterización que el narrador del texto hace de la celebración de la Pascua garífuna, en donde se baila entre otras danzas el baile guerrero del yancunú, o baile de los máscaros, ya mencionado antes:

Para Navidad y Pascuas de Semana Santa o Pentecostés, los morenos se disfrazan de “máscaros” o enmascarados, lo mismo que en los días presentes, a manera de divertirse. Usan caretas a cual más horripilantes, amén de unos aparatos formados con delicadas varillas, de madera muy fina que llevan en la cabeza, simulando grandes cestos, edificios, globos, torres, barcos y figuras caprichosas y extravagantes. Los adornan con sonajas diversas, espejitos minúsculos y guindajos de toda especie, a fin de que al movimiento del baile o brincoteo, éstos hayan de producir un ruido escandaloso y ensordecedor. Usan vestidos cortos de colores llamativos para dichos rituales y en pedazos de cáñamo ensartan asimismo caracoles y conchas marinas en gran profusión, forjando ajorcas para los brazos, las pantorrillas y los pies. También agregan alrededor del aparato ornamental que llevan sobre la cabeza, cintas de colores chillones como de metro y medio de largo, todo lo cual simula un conjunto estrafalario y demoniaco... Finalizaban las fiestas pascuales, con orgías desenfrenadas, acompañadas de diversas ceremonias de magia negra, de contenido escalofriante y satánico....

Asimismo, la percepción de los garífunas como brujos y entendidos en la magia negra, se deja traslucir en la novela, cuando la familia Rosales asumía que la hija mayor, Carmela, había sido embrujada por un galán donjuanesco apodado El salvadoreño, quien tenía fama de ejercer la hechicería. En este sentido, citamos ampliamente el diálogo que sostiene Chana Rosales, la madre de Carmela, con una amiga, Tina, sobre el supuesto encantamiento que acreditaban a Carmela:

[…] Pasando a otra cosa, Chana, ¿sabe qué me dijo Cipriana, la morena que me viene a vender yuca, caracoles y cazabe todos los sábados? Ella vivió toda su juventud en el barrio de Cristales, de Trujillo, allá tiene hasta la vez a toda su familia. Es entendida en cosas de brujería, que abundan en esos lugares.

—Ajá Tina, qué le dijo. Cuénteme. Aquí en esta Costa es que yo he venido a darme cuenta del tal maleficio, o sea de que hay gente que se ocupa de esas “puercadas”.

—Me dijo que ella había mirado a Mena, el salvadoreño, que se “sacó” de la casa a su hija Carmela, en conversación con un famoso brujo belizeño, recién llegado de Tela... Le aseguro Chana que yo antes no creía en los tales bebedizos ni males de esos, pero hará cosa de cuatro años que yo ví con mis propios ojos, un caso parecido en una muchacha vecina mía, que estaba en víspera de casarse...

—Cuéntelo, Tina. Como le dije, yo hasta hace poco tiempo que de oír tantas cosas que me cuentan, estoy en creer que son ciertas. Yo ay les oigo decir que hay toda clase de “marranadas” para hacerse querer por la juerza, o para atontar al cristiano...

—Pues oiga. Esto, yo lo ví con mis propios ojos, le repito, recién llegada a este lugar de Armenia. Al novio de esa muchacha vecina, se lo hizo loco una malvada mujer, con la que había tenido antes un hijo. Y no era tanto eso, sino que la muchacha agraviada, la que siba a casar con él, dio en padecer de repente diun dolor en el bajo vientre, muy distinto al cólico: parecía que le clavaban una aguja al grado de coger cama y a todo dar gritos. Por no cansarla, su papá, que era finquero de los ricachos de aquí, la llevó a San Pedro Sula para que la viera el doctor más carero y de más fama. Le dio toda clase de medicinas, y la muchacha seguía con el mismo dolor que la atacaba hasta tres veces al mes. Una morena entendida en eso, del mismo barrio trujillano de Cristales la cogió por su cuenta. Le encontró en un registro que hizo en la casa de la enferma, unos mazos de pelo dentro de una almohada y un pichingo [muñeco] de cera prieta, con el bajo vientre clavado de alfileres... Este lo encontró enterrado debajo de las gradas de la casa, a la entrada. Le dio fuego a todas esas porquerías, y “santo remedio”.

Sin embargo, más adelante, el diálogo se vuelve más espeluznante cuando Tina comenta a Chana de los hipotéticos aquellarres y sortilegios que hacían los garífunas:

—Pues me falta que contarle Chana. Esos mismos morenos que curaban el “mal”, porque eran brujos también, eran entendidos en “mafia negra” [sic], ¡Una cosa horrible! Me contaba Cipriana, de las mismas fiestas que hacían a media noche, en los morenales de Río Negro y Cristales. Se reunían los caribes y encendían una gran hoguera. Alrededor bailaban con el cuerpo enteramente desnudo y untado de azufre cantando en una jerigonza confusa, igual que los condenados en el infierno. A todo esto y a las meras doce, mataban un morenito tierno. Es decir, le cambiaban la vida por la de un enfermo grave que llevaba allí su familia, en una hamaca. La misma Cipriana me contó que las autoridades de Trujillo habían puesto presos una vez a los criminales brujos esos, y que ahora tenían gran vigilancia los polices [sic], en esos barrios de las orillas. Tal vez hacen ellos sus samotanas, pero no como antes, tan a las claras....

Ciertamente, estas imágenes contribuyeron a formar una noción muy negativa dentro de la comunidad mestiza hondureña con respecto a los garífunas, principalmente en centros urbanos de la costa Atlántica como Tela, La Ceiba y Trujillo, en donde se leyó mucho la novela de Paca Navas, así como en San Pedro Sula, La Lima, El Progreso y Tegucigalpa, la capital del país. Es evidente, según las crónicas y fuentes sobre los garífunas, que estos nunca hicieron sacrificios humanos en sus rituales religiosos, no obstante, muchas personas, al leer Barro, seguramente llegaron a la conclusión de que, efectivamente, los garífunas realizaban este tipo de prácticas, de tal modo que aún hay algunos mestizos que siguen creyendo en tales aberraciones. Lo que sí se puede decir con certeza es que, con estos recursos literarios, Paca Navas incuestionablemente dañó muchísimo la imagen de los garífunas en la mentalidad de la mayoritaria población mestiza hondureña.

En cuanto a la hechicería, es indudable que ésta se ha cultivado durante décadas en las comunidades garífunas por parte de un reducido grupo de brujos; sin embargo, en la novela, el interés del narrador es de abultar la aparente propensión de los garífunas a la misma. En otro pasaje de la novela de Paca Navas se vuelve a retomar la parafernalia de los brujos y brujas garífunas:

Además del ritual de oraciones e imploraciones a falsas deidades, al espíritu de Satán o el Diablo, se valen estos traficantes, de raros amuletos, siendo los más usados los muñecos de cera acribillados con alfileres por medio de los cuales, el entendido en la materia o brujo, provoca en la persona enemiga que pretende dañar, fuertes dolores o retortijones, según el órgano o parte del cuerpo que dicho muñeco tuviese agujereado...

También hacen uso tales individuos, de la influencia química de ciertas plantas afrodisiacas, algunas de las cuales —según versiones— idiotizan al que las toma, cuando no suscitan en él mismo, graves estados patológicos sexuales o accesos de vesanía o locura furiosa.

[…] Con la mayor naturalidad se citan en corrillos casos corrientes de maleficio, por ejemplo: el de la fulanita, o del tal zutano, a quienes el brujo tal o cual, les sacó una buena cantidad de gusanos. Al de más allá que se fue muriendo poco a poco de ronquera o de “angina de pecho”, que le atacaba casi siempre en día viernes; otro de causón o flato ya que lo que comía no le alimentaba, se fue poniendo amarillo como una lejía hasta que murió... Se cita el caso de una señora muy conocida del lugar, que murió de parto sin poder dar a luz a su debido tiempo. Fue porque otra mujer le “había amarrado los meses” por medio de los cordones de los fustanes, para lo cual se había entendido anticipadamente, mediante una suma regular, con la lavandera de la víctima […].

Como se ve, la autora intenta acentuar en la novela el estereotipo de hechiceros como rasgo distintivo de los negros, el cual es uno de los más extendidos en la mentalidad popular latinoamericana, tal como bien apunta Jean Pierre Tardieu.

Otro dato curioso de la novela Barro es que, si bien los protagonistas son familias ladinas pobres que emigran del interior del país a la costa caribeña, a los garífunas se les ubica socialmente en una escala inferior a los mestizos, pues de forma regular aparecen como sirvientes de estas familias ladinas venidas desde Olancho. Por ejemplo, los Rosales, al llegar a Nueva Armenia, establecieron un negocio de venta de comida y elaboración de cigarrillos artesanales, en los que ayudaban varios mozos garífunas, como se puede ver a continuación:

[...] En la casa de los Rosales, todos duermen menos la Carmela, habituada a madrugar. En los pueblos del interior se acostumbra entregarse el sueño al anochecer. Antes de romper el día todo el mundo se dedica a sus quehaceres cotidianos. Con la ayuda de un moreno o caribe, se enciende y barre el horno de tierra en que se hornean los queques o panes de forma plana, Carmela amasa la harina en una gran paila enlosada, a la cual ha agregado un poco de levadura, huevos y manteca. Una vez horneados formarán parte del desayuno de los comensales que tienen que marchar muy temprano a los cortes de plátano […].

También Remigio y Leandro Hernández tenían una sirvienta garífuna (llamada Rita) encargada de hacer la cocina y los oficios domésticos:

[...] Tres años, ella [Rita] y su hijo Isidro, llevaban al servicio de los Hernández. Eran para ella —según refería a sus paisanos de color— de lo más magnífico que había en el lugar. Cocinaba y aseaba la casa y la ropa de sus patrones mientras que Isidro, desde la instalación del trapiche, ganaba un poco más que antes para vestirse y andar decente asistiendo a la escuela del lugar.

También, lo principal para ella era que aprendiera a trabajar y ganar dinero, al modo de los blancos.

En el último párrafo, se puede ver claramente el estatus que tenían, y siguen teniendo muchos garífunas en la sociedad hondureña actual, el cual es estar sometidos política y económicamente por los mestizos, de forma que se reitera la imagen de los garífunas como subordinados a los mestizos y blancos.

Por otra parte, también se expresa en la novela el infundado estereotipo de la “haraganería” de los hombres garífunas: «Entre los morenos, la mujer es la que trabaja, la que siembra y cosecha la yuca, en el terreno preparado por su hombre».

Con relación a este punto, Paca Navas, así como otros literatos y viajeros, incurrieron en un fallo de observación al no percatarse que dentro de la comunidad garífuna, la división del trabajo, de manera tradicional, ha especializado a los hombres para la pesca, la cual se realiza en las horas de la madrugada, y las mujeres practican la agricultura, generalmente en las primeras horas de la mañana, por esta razón, muchas personas ajenas a la cultura garífuna opinan erróneamente que los hombres son ociosos.

En suma, los garífunas surgen ampliamente en la novela Barro, pero desdichadamente, de forma muy distorsionada y prejuiciada, a tal grado que bien podría decirse que colectivamente no se les ve más que con defectos y pecados. En términos generales, en el proceso de construcción de la nación por parte del Estado y de algunos intelectuales a su servicio, estos escritores fundaron discursivamente lo que podríamos denominar como la literatura nacional, a través de lo que Doris Sommer denominó como “textos fundacionales”, los cuales se erigieron en monumentos identitarios de la nacionalidad desde el momento que dichos textos empezaron a difundirse al público lector o a usarse en el sistema educativo nacional.

En este sentido, los discursos instaurados por el Estado-nación emergente en el siglo xix reconocieron a la literatura como un pilar sobre el cual se erigiría el imaginario de las diversas identidades que se tenían que integrar a la nacionalidad. Si de lo que se trataba era de configurar la nación definiendo a los grupos que debían componerla, los discursos literarios buscaron proponer algunas pautas mediante las cuales se “integrarían” los bárbaros (es decir, indígenas y negros) a la nación civilizada, esto siguiendo la dicotomía “civilización” versus “barbarie” de Domingo Faustino Sarmiento.

En síntesis, es notorio que en la literatura hondureña, los garífunas han sido caracterizados con imágenes y estereotipos muy tradicionales. Por un lado, en la poesía pesó bastante la influencia del movimiento de La Negritud, que propagó algunas figuras como, por ejemplo, la pasión del negro por el baile, la danza y el canto; la imagen de que el negro tiene “alma blanca”, la rememoración por el pasado y la herencia africana, principalmente en el lenguaje, la religión y el arte musical y el anhelo de generar una conciencia de “liberación” en el pueblo negro de América. En la narrativa, son constantes las ideas del negro como lujurioso, hechicero, supersticioso, brujo, borracho, bailarín y en algunos casos, como en la obra de Paca Navas, haragán. Todas estas visiones sobre los garífunas en la literatura hondureña han ayudado a alimentar imágenes que en algunos casos han sido aceptadas como reales, tanto por parte de algunos garífunas, como por los mestizos.


 





  • Número 168. Año III. 12 de abril de 2021. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

  • Esta edición

Las imágenes de los negros garífunas en la literatura hondureña

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Jorge Alberto Amaya Banegas y Francisco Morazán

Podemos ver en la cita que se resalta el carácter supuestamente “libertino” de las mujeres garífunas, así como la presumible promiscuidad de las comunidades garífunas, donde galopa, según el personaje Lorenzo Gallardo, la «prostitución» y donde el amor y el sexo se viven «ardientemente».

Otra novelista hondureña que incluyó a los garífunas como personajes en su obra literaria fue Francisca Navas de Miralda, más conocida en el mundo intelectual como Paca Navas de Miralda (1900-1969).

Paca Navas fue esposa del reconocido periodista y escritor Arturo Miralda. Ambos desarrollaron la mayor parte de su trabajo en la ciudad de La Ceiba, Atlántida, centro neurálgico de las actividades de la compañía bananera Standard Fruit Company. En dicha localidad, Paca Navas se inspiró para escribir su obra cumbre, la novela Barro, redactada en los años 40, es decir, paralelamente a Trópico, de Carías Reyes.

La novela Barro, donde son introducidos los garífunas en el relato, tiene un tejido argumental similar a Trópico. En Barro se narra la historia de un padre y su hijo, Remigio y Leandro Hernández, originarios del pueblo de Yocón, departamento de Olancho, quienes, con otra familia del pueblo vecino de Manto, los Rosales, compuesta por Venancio, su esposa Chana y Carmela y Lucía, las hijas, disponen emigrar juntos a la zona bananera en busca de trabajo y riquezas. Las dos familias descubren las hostilidades y vicisitudes

del paisaje de los campos bananeros, en este caso, del poblado de Nueva Armenia, aledaño a La Ceiba.

Al igual que en la novela de Carías Reyes, en Barro, Paca Navas ubica a los garífunas como personajes secundarios y la exposición que se hace de ellos en el relato es bastante despectiva, pues, por lo general, se les representa como «hechiceros», «supersticiosos», «brujos», «haraganes», «parranderos», «borrachos» y otros rasgos negativos.

Por ejemplo, en una descripción del narrador respecto a los garífunas, relata lo siguiente:

Los caribes de la costa norte de Honduras, viven de la pesca y de la siembra de tubérculos, yuca y malanga, que utilizan, lo mismo que el pescado, como el principal alimento de todos los días.

[…] Hay algunas tribus más civilizadas, como las del Puerto de Trujillo y La Ceiba. Celebran rumbosas fiestas de bodas, bailes y ritos, imitando parte de ellos, las modas y las costumbres de los ladinos o mestizos […]

El atraso de esta raza, aunque muchos ya saben leer y escribir en forma elemental, merced a la difusión de escuelas en algunos sectores, ha contribuido mediante influencias ancestrales, a la divulgación de un sinnúmero de prácticas de hechicería, como la magia negra, en las cuales ellos se inspiran —como las tribus salvajes de África y Oceanía— sus danzas rituales de Pascua y Carnestolendas.

Es de manifiesto en el párrafo anterior la representación de una serie de adjetivos e imágenes que comúnmente los mestizos han endilgado a los garífunas, como las de incivilizados, o hechiceros, no obstante, resulta sugestiva la caracterización que el narrador del texto hace de la celebración de la Pascua garífuna, en donde se baila entre otras danzas el baile guerrero del yancunú, o baile de los máscaros, ya mencionado antes:

Para Navidad y Pascuas de Semana Santa o Pentecostés, los morenos se disfrazan de “máscaros” o enmascarados, lo mismo que en los días presentes, a manera de divertirse. Usan caretas a cual más horripilantes, amén de unos aparatos formados con delicadas varillas, de madera muy fina que llevan en la cabeza, simulando grandes cestos, edificios, globos, torres, barcos y figuras caprichosas y extravagantes. Los adornan con sonajas diversas, espejitos minúsculos y guindajos de toda especie, a fin de que al movimiento del baile o brincoteo, éstos hayan de producir un ruido escandaloso y ensordecedor. Usan vestidos cortos de colores llamativos para dichos rituales y en pedazos de cáñamo ensartan asimismo caracoles y conchas marinas en gran profusión, forjando ajorcas para los brazos, las pantorrillas y los pies. También agregan alrededor del aparato ornamental que llevan sobre la cabeza, cintas de colores chillones como de metro y medio de largo, todo lo cual simula un conjunto estrafalario y demoniaco... Finalizaban las fiestas pascuales, con orgías desenfrenadas, acompañadas de diversas ceremonias de magia negra, de contenido escalofriante y satánico....

Asimismo, la percepción de los garífunas como brujos y entendidos en la magia negra, se deja traslucir en la novela, cuando la familia Rosales asumía que la hija mayor, Carmela, había sido embrujada por un galán donjuanesco apodado El salvadoreño, quien tenía fama de ejercer la hechicería. En este sentido, citamos ampliamente el diálogo que sostiene Chana Rosales, la madre de Carmela, con una amiga, Tina, sobre el supuesto encantamiento que acreditaban a Carmela:

[…] Pasando a otra cosa, Chana, ¿sabe qué me dijo Cipriana, la morena que me viene a vender yuca, caracoles y cazabe todos los sábados? Ella vivió toda su juventud en el barrio de Cristales, de Trujillo, allá tiene hasta la vez a toda su familia. Es entendida en cosas de brujería, que abundan en esos lugares.

—Ajá Tina, qué le dijo. Cuénteme. Aquí en esta Costa es que yo he venido a darme cuenta del tal maleficio, o sea de que hay gente que se ocupa de esas “puercadas”.

—Me dijo que ella había mirado a Mena, el salvadoreño, que se “sacó” de la casa a su hija Carmela, en conversación con un famoso brujo belizeño, recién llegado de Tela... Le aseguro Chana que yo antes no creía en los tales bebedizos ni males de esos, pero hará cosa de cuatro años que yo ví con mis propios ojos, un caso parecido en una muchacha vecina mía, que estaba en víspera de casarse...

—Cuéntelo, Tina. Como le dije, yo hasta hace poco tiempo que de oír tantas cosas que me cuentan, estoy en creer que son ciertas. Yo ay les oigo decir que hay toda clase de “marranadas” para hacerse querer por la juerza, o para atontar al cristiano...

—Pues oiga. Esto, yo lo ví con mis propios ojos, le repito, recién llegada a este lugar de Armenia. Al novio de esa muchacha vecina, se lo hizo loco una malvada mujer, con la que había tenido antes un hijo. Y no era tanto eso, sino que la muchacha agraviada, la que siba a casar con él, dio en padecer de repente diun dolor en el bajo vientre, muy distinto al cólico: parecía que le clavaban una aguja al grado de coger cama y a todo dar gritos. Por no cansarla, su papá, que era finquero de los ricachos de aquí, la llevó a San Pedro Sula para que la viera el doctor más carero y de más fama. Le dio toda clase de medicinas, y la muchacha seguía con el mismo dolor que la atacaba hasta tres veces al mes. Una morena entendida en eso, del mismo barrio trujillano de Cristales la cogió por su cuenta. Le encontró en un registro que hizo en la casa de la enferma, unos mazos de pelo dentro de una almohada y un pichingo [muñeco] de cera prieta, con el bajo vientre clavado de alfileres... Este lo encontró enterrado debajo de las gradas de la casa, a la entrada. Le dio fuego a todas esas porquerías, y “santo remedio”.

Sin embargo, más adelante, el diálogo se vuelve más espeluznante cuando Tina comenta a Chana de los hipotéticos aquellarres y sortilegios que hacían los garífunas:

—Pues me falta que contarle Chana. Esos mismos morenos que curaban el “mal”, porque eran brujos también, eran entendidos en “mafia negra” [sic], ¡Una cosa horrible! Me contaba Cipriana, de las mismas fiestas que hacían a media noche, en los morenales de Río Negro y Cristales. Se reunían los caribes y encendían una gran hoguera. Alrededor bailaban con el cuerpo enteramente desnudo y untado de azufre cantando en una jerigonza confusa, igual que los condenados en el infierno. A todo esto y a las meras doce, mataban un morenito tierno. Es decir, le cambiaban la vida por la de un enfermo grave que llevaba allí su familia, en una hamaca. La misma Cipriana me contó que las autoridades de Trujillo habían puesto presos una vez a los criminales brujos esos, y que ahora tenían gran vigilancia los polices [sic], en esos barrios de las orillas. Tal vez hacen ellos sus samotanas, pero no como antes, tan a las claras....

Ciertamente, estas imágenes contribuyeron a formar una noción muy negativa dentro de la comunidad mestiza hondureña con respecto a los garífunas, principalmente en centros urbanos de la costa Atlántica como Tela, La Ceiba y Trujillo, en donde se leyó mucho la novela de Paca Navas, así como en San Pedro Sula, La Lima, El Progreso y Tegucigalpa, la capital del país. Es evidente, según las crónicas y fuentes sobre los garífunas, que estos nunca hicieron sacrificios humanos en sus rituales religiosos, no obstante, muchas personas, al leer Barro, seguramente llegaron a la conclusión de que, efectivamente, los garífunas realizaban este tipo de prácticas, de tal modo que aún hay algunos mestizos que siguen creyendo en tales aberraciones. Lo que sí se puede decir con certeza es que, con estos recursos literarios, Paca Navas incuestionablemente dañó muchísimo la imagen de los garífunas en la mentalidad de la mayoritaria población mestiza hondureña.

En cuanto a la hechicería, es indudable que ésta se ha cultivado durante décadas en las comunidades garífunas por parte de un reducido grupo de brujos; sin embargo, en la novela, el interés del narrador es de abultar la aparente propensión de los garífunas a la misma. En otro pasaje de la novela de Paca Navas se vuelve a retomar la parafernalia de los brujos y brujas garífunas:

Además del ritual de oraciones e imploraciones a falsas deidades, al espíritu de Satán o el Diablo, se valen estos traficantes, de raros amuletos, siendo los más usados los muñecos de cera acribillados con alfileres por medio de los cuales, el entendido en la materia o brujo, provoca en la persona enemiga que pretende dañar, fuertes dolores o retortijones, según el órgano o parte del cuerpo que dicho muñeco tuviese agujereado...

También hacen uso tales individuos, de la influencia química de ciertas plantas afrodisiacas, algunas de las cuales —según versiones— idiotizan al que las toma, cuando no suscitan en él mismo, graves estados patológicos sexuales o accesos de vesanía o locura furiosa.

[…] Con la mayor naturalidad se citan en corrillos casos corrientes de maleficio, por ejemplo: el de la fulanita, o del tal zutano, a quienes el brujo tal o cual, les sacó una buena cantidad de gusanos. Al de más allá que se fue muriendo poco a poco de ronquera o de “angina de pecho”, que le atacaba casi siempre en día viernes; otro de causón o flato ya que lo que comía no le alimentaba, se fue poniendo amarillo como una lejía hasta que murió... Se cita el caso de una señora muy conocida del lugar, que murió de parto sin poder dar a luz a su debido tiempo. Fue porque otra mujer le “había amarrado los meses” por medio de los cordones de los fustanes, para lo cual se había entendido anticipadamente, mediante una suma regular, con la lavandera de la víctima […].

Como se ve, la autora intenta acentuar en la novela el estereotipo de hechiceros como rasgo distintivo de los negros, el cual es uno de los más extendidos en la mentalidad popular latinoamericana, tal como bien apunta Jean Pierre Tardieu.

Otro dato curioso de la novela Barro es que, si bien los protagonistas son familias ladinas pobres que emigran del interior del país a la costa caribeña, a los garífunas se les ubica socialmente en una escala inferior a los mestizos, pues de forma regular aparecen como sirvientes de estas familias ladinas venidas desde Olancho. Por ejemplo, los Rosales, al llegar a Nueva Armenia, establecieron un negocio de venta de comida y elaboración de cigarrillos artesanales, en los que ayudaban varios mozos garífunas, como se puede ver a continuación:

[...] En la casa de los Rosales, todos duermen menos la Carmela, habituada a madrugar. En los pueblos del interior se acostumbra entregarse el sueño al anochecer. Antes de romper el día todo el mundo se dedica a sus quehaceres cotidianos. Con la ayuda de un moreno o caribe, se enciende y barre el horno de tierra en que se hornean los queques o panes de forma plana, Carmela amasa la harina en una gran paila enlosada, a la cual ha agregado un poco de levadura, huevos y manteca. Una vez horneados formarán parte del desayuno de los comensales que tienen que marchar muy temprano a los cortes de plátano […].

También Remigio y Leandro Hernández tenían una sirvienta garífuna (llamada Rita) encargada de hacer la cocina y los oficios domésticos:

[...] Tres años, ella [Rita] y su hijo Isidro, llevaban al servicio de los Hernández. Eran para ella —según refería a sus paisanos de color— de lo más magnífico que había en el lugar. Cocinaba y aseaba la casa y la ropa de sus patrones mientras que Isidro, desde la instalación del trapiche, ganaba un poco más que antes para vestirse y andar decente asistiendo a la escuela del lugar.

También, lo principal para ella era que aprendiera a trabajar y ganar dinero, al modo de los blancos.

En el último párrafo, se puede ver claramente el estatus que tenían, y siguen teniendo muchos garífunas en la sociedad hondureña actual, el cual es estar sometidos política y económicamente por los mestizos, de forma que se reitera la imagen de los garífunas como subordinados a los mestizos y blancos.

Por otra parte, también se expresa en la novela el infundado estereotipo de la “haraganería” de los hombres garífunas: «Entre los morenos, la mujer es la que trabaja, la que siembra y cosecha la yuca, en el terreno preparado por su hombre».

Con relación a este punto, Paca Navas, así como otros literatos y viajeros, incurrieron en un fallo de observación al no percatarse que dentro de la comunidad garífuna, la división del trabajo, de manera tradicional, ha especializado a los hombres para la pesca, la cual se realiza en las horas de la madrugada, y las mujeres practican la agricultura, generalmente en las primeras horas de la mañana, por esta razón, muchas personas ajenas a la cultura garífuna opinan erróneamente que los hombres son ociosos.

En suma, los garífunas surgen ampliamente en la novela Barro, pero desdichadamente, de forma muy distorsionada y prejuiciada, a tal grado que bien podría decirse que colectivamente no se les ve más que con defectos y pecados. En términos generales, en el proceso de construcción de la nación por parte del Estado y de algunos intelectuales a su servicio, estos escritores fundaron discursivamente lo que podríamos denominar como la literatura nacional, a través de lo que Doris Sommer denominó como “textos fundacionales”, los cuales se erigieron en monumentos identitarios de la nacionalidad desde el momento que dichos textos empezaron a difundirse al público lector o a usarse en el sistema educativo nacional.

En este sentido, los discursos instaurados por el Estado-nación emergente en el siglo xix reconocieron a la literatura como un pilar sobre el cual se erigiría el imaginario de las diversas identidades que se tenían que integrar a la nacionalidad. Si de lo que se trataba era de configurar la nación definiendo a los grupos que debían componerla, los discursos literarios buscaron proponer algunas pautas mediante las cuales se “integrarían” los bárbaros (es decir, indígenas y negros) a la nación civilizada, esto siguiendo la dicotomía “civilización” versus “barbarie” de Domingo Faustino Sarmiento.

En síntesis, es notorio que en la literatura hondureña, los garífunas han sido caracterizados con imágenes y estereotipos muy tradicionales. Por un lado, en la poesía pesó bastante la influencia del movimiento de La Negritud, que propagó algunas figuras como, por ejemplo, la pasión del negro por el baile, la danza y el canto; la imagen de que el negro tiene “alma blanca”, la rememoración por el pasado y la herencia africana, principalmente en el lenguaje, la religión y el arte musical y el anhelo de generar una conciencia de “liberación” en el pueblo negro de América. En la narrativa, son constantes las ideas del negro como lujurioso, hechicero, supersticioso, brujo, borracho, bailarín y en algunos casos, como en la obra de Paca Navas, haragán. Todas estas visiones sobre los garífunas en la literatura hondureña han ayudado a alimentar imágenes que en algunos casos han sido aceptadas como reales, tanto por parte de algunos garífunas, como por los mestizos.





  • Número 168. Año III. 12 de abril de 2021. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

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Familias de la sierra. Desesperación.

Del 12 al 18 de abril de 2021 al

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