Afrodescendencia en Chilpancingo

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María Teresa Pavía Miller

Relaciones sociales en Chilpancingo

 

A finales del siglo xviii, el matrimonio era en todos los grupos sociales la célula principal de la sociedad chilpancingueña. En el caso de los pardos, 66.5% de los hombres y 45.7% de las mujeres estaban casados; 50% de estas mujeres y hombres casados se unieron con personas de su mismo grupo —es decir, con pardos—; la otra mitad lo hizo preferentemente con mestizos y españoles, lo cual permite apreciar un proceso de mestizaje importante (cuadros 5 y 6). Cabe destacar que, en este aspecto, también encontramos diferencias con lo que ocurría en otros lugares, donde los afrodescendientes buscaban “blanquearse” al casarse con indígenas. En Chilpancingo no ocurría así, ya que era más común que se unieran en matrimonio con españoles y mestizos. Sólo 10 hombres y cuatro mujeres se habían casado con indígenas.

Los apellidos son de utilidad para conocer las denominaciones con que se distingue a los individuos integrantes de la sociedad y, a la vez, la pertenencia a un núcleo familiar que, con su permanencia o desaparición, nos indica aspectos del proceso social. Con esta intención realizamos un breve análisis de los apellidos en Chilpancingo —sus ranchos, haciendas, ventas y trapiches—, y localizamos un total de 365 apellidos, de los cuales 172 eran de personas registradas como pardos. Observamos que, en su mayoría, eran los mismos que los de españoles, castizos y mestizos, lo cual puede indicar una reducción de las distancias sociales. También apreciamos la preeminencia de la figura paterna sobre la materna en el caso del otorgamiento de apellidos, sin importar el grupo étnico o social. Por ejemplo, 25 niños y 20 niñas, hijos de madres pardas casadas con españoles, mestizos o indígenas, recibieron el apellido de sus padres. Por otra parte, en los casos de 33 varones y 15 mujeres, hijos de padres pardos y madres españolas, castizas, mestizas o indígenas, los infantes llevaban el apellido del padre.

Por otro lado, la convivencia de los diversos grupos sociales queda de manifiesto en su distribución urbana. Según el padrón analizado, Chilpancingo estaba conformado por dos cuarteles, dos plazuelas, 11 calles y dos arrabales que contenían 310 casas. De éstas, sólo 47 estaban en las 11 calles presuntamente bien trazadas, mientras que las 263 restantes se hallaban en los dos arrabales, también registrados como calles, aunque eran suburbios (cuadro 7).

Los españoles —americanos y europeos— vivían, sobre todo, en el primer cuartel, que se ubicaba en la porción baja de la urbe, a lo largo del margen izquierdo del río Huacapa, y su número duplicaba al de los pardos, quienes habitaban en la calle Arrabal. La cantidad de pardos en el segundo cuartel era superior a la de españoles, aunque estos, sumados con los mestizos, superaban a los primeros. Los pardos doblaban el número de españoles en los ranchos, haciendas, ventas y trapiches (cuadro 8).

Esta distribución espacial permite apreciar que los españoles eran el grupo social dominante, si bien no encontramos grandes indicios de discriminación, porque las viviendas de las personas de diferentes etnias se encontraban ubicadas en forma indistinta en ambos cuarteles, colindando entre sí. Las casas de los españoles en la cabecera de Chilpancingo y en sus ranchos, haciendas, ventas y trapiches se ubicaban sin problemas aparentes en colindancia con las de familias o individuos de los demás orígenes étnicos.

Los datos proporcionados por el padrón de población de 1791-1792 permiten afirmar que, a finales del siglo xviii, en Chilpancingo había una tendencia de consolidación poblacional de los españoles americanos o criollos, así como de los pardos, con el consiguiente debilitamiento de la presencia indígena; asimismo, que los afrodescendientes que vivían en Chilpancingo hacía más de un siglo, con el transcurso del tiempo, habían experimentado modificaciones biológicas que dieron por resultado que el tono más oscuro ya no fuera dominante en su piel. Su proceso social, aunque lento, propició que la esclavitud fuera desapareciendo y empezaran a adquirir derechos de personas libres, como movilizarse sin trabas, formar una familia, adoptar un nombre que los identificara como miembros de una sociedad y adquirir propiedades, aunque resulta extraña su exclusión de las milicias.

 

 

La “desaparición” de los afrodescendientes en Chilpancingo

 

El panorama que presentan los documentos de la segunda década del siglo xix sobre la población de Chilpancingo es diametralmente opuesto al del xviii. Mientras que en el padrón de 1791-1792 se aprecia el crecimiento numérico de los afrodescendientes, su desarrollo social y consolidación en el lugar, en los registros parroquiales realizados entre 1814 y 1822 nos topamos con su casi total ausencia. Para obtener la información de este lapso se recurrió al Archivo Parroquial de Chilpancingo, donde se revisaron 1 122 partidas, desde el 5 de julio de 1814 hasta el 31 de julio de 1822.

Se encontró lo siguiente: en el libro número I de bautismos no se registraron pardos, negros ni mulatos. Sólo una niña, llamada María Guadalupe Secundina, fue bautizada el 15 de mayo de 1816 y clasificada como «gente de razón», lo mismo que sus padres, José Miguel y María Clara, y sus padrinos, Victoriano de Arcos y María Ruano.

El 20 del mismo mes y año, Antonia Adame, también registrada como «de razón», bautizó a Fernando, «español de padres desconocidos». El 9 de julio de 1816, María Manuela Miranda, de la que se asienta que era «de razón», fue madrina de una niña india, de padres indios. Asimismo, el 30 del mismo mes y año, Miguel Salgado, español, y su esposa, «de razón», fueron padrinos de una niña mestiza, hija de español y mestiza.

Es decir, en más de un millar de registros de partidas de bautismo de Chilpancingo, en los cuales se menciona a más de 4 000 personas a lo largo de ocho años, sólo se apuntaron como posibles afrodescendientes a una niña y siete adultos. Estos pocos registros se hicieron, además, en un periodo corto, entre el 15 de mayo y el 30 de julio de 1816; es decir, sólo en un par de meses a lo largo de los ocho años revisados.

De igual manera se examinaron los enlaces matrimoniales, para los cuales se procesaron los datos de 274 partidas realizadas desde el 5 de octubre de 1814 hasta el 6 de febrero de 1822, donde no se encontró a ninguna persona registrada como afrodescendiente. Por otra parte, en 619 partidas de defunciones levantadas desde el 3 de julio de 1814 hasta el 8 de noviembre de 1821, sólo se encontró la de María Ignacia Guadalupe, mulata, de padres desconocidos, el 20 de septiembre de 1816. Esta fecha es cercana a las de las de personas «de razón» anotadas en el libro de bautismos.

De esta manera observamos que, para la segunda década del siglo xix, los afrodescendientes de Chilpancingo habían desaparecido en la documentación oficial, mas no en la vida real. ¿Qué ocurrió? No lo sabemos con certeza, aunque es posible plantear algunas explicaciones. Por una parte, parece poco probable que prácticamente la mitad de la población del lugar haya emigrado o “desaparecido”, por lo que consideramos que otras circunstancias determinaron su ocultación en la documentación oficial de la época. En ese sentido, queda claro que el párroco José Mariano Bringas fue el responsable de omitir a las personas de origen africano en los libros parroquiales, pues todos los que se revisaron en este trabajo fueron elaborados mientras él estuvo a cargo del curato. Este sacerdote es el mismo que llegó a Chilpancingo en julio de 1814 y no encontró ningún documento en el archivo parroquial. En el primer libro que abrió, insertó una nota en la que aclaró que había puesto partidas de «toda clase de personas» mientras había «proporción» para colocarlas con separación según sus «calidades». Es decir, el cura no vio en Chilpancingo —o no quiso ver— a los afrodescendientes que vivían ahí. Así, en todos los registros que él suscribió predominaron las clasificaciones de indios y españoles, son escasas las de mestizos y castizos, y casi nulas las de los descendientes de africanos.

Podemos creer que esa manera de actuar del presbítero Bringas respondió a su forma de pensar, sobre todo si estaba al tanto de las propuestas y discusiones de los representantes de las provincias de la Nueva España en las Cortes de Cádiz. Sin embargo, nos inclinamos por considerar que lo hizo como una estrategia para atraer a los feligreses de Chilpancingo y congraciarse con ellos. Este aserto se fundamenta en el hecho de que esa población estuvo dominada por los insurgentes durante tres años, y en ella ocurrieron hechos significativos, tanto de organización militar de los rebeldes comandados por José María Morelos y Pavón, como de emisión de disposiciones sociales que la insurgencia enarboló durante su lucha emancipadora.

En mayo de 1811, Morelos llegó a Chilpancingo, de donde eran originarios Leonardo Bravo y sus tres hermanos, Miguel, Víctor y Máximo, así como Nicolás, hijo de Leonardo, quienes apoyaron al caudillo y fueron algunos de sus principales jefes de confianza. En esta población, así como en Tixtla y Chilapa, Morelos estableció su cuartel general, y en esos lugares permaneció hasta principios de noviembre. Durante ese lapso, los insurgentes se ocuparon de acrecentar y preparar a su ejército, para lo cual aprovecharon a las milicias que había formado el gobierno virreinal. En agosto de ese año, Morelos le escribió a Ignacio Rayón que contaba con cuatro batallones que eran de su total satisfacción: uno en la Costa Grande, otro en el Veladero y dos en Chilpancingo y Tixtla (Lemoine, 1991: 178-180), a modo de acrecentar sus tropas en forma ordenada.

Recurría a las divisiones de milicias ya establecidas y, sin duda, a los varones aptos para el servicio militar, seleccionados con anterioridad por los funcionarios de la Corona, entre quienes había varios pardos, como vimos al abordar el padrón de 1791-1792. Esta posible inclusión abrió la puerta a los afrodescendientes de Chilpancingo a un medio de movilidad social que antes se les había negado, lo que de seguro influyó en su simpatía por la rebelión.

Chilpancingo se mantuvo fiel a la insurgencia y, a principios de septiembre de 1813, Morelos regresó a esa población para celebrar el Primer Congreso de Anáhuac. En ese evento se leyeron los Sentimientos de la Nación que el caudillo dictó, documento que contiene varias reivindicaciones sociales, como la igualdad jurídica y social de todas las personas, la existencia de leyes y su aplicación a toda la sociedad, sin privilegios de ninguna especie, moderando la opulencia y la indigencia, así como la proscripción de la esclavitud y «lo mismo la distinción de castas, quedando todos iguales, y sólo distinguirá a un americano de otro el vicio y la virtud» (Lemoine, 1991: 370-373).

En esa tónica, el 5 de octubre de ese año el Congreso expidió un decreto que abolió la esclavitud y reafirmó que quedaba derogada la distinción de castas (Lemoine, 1991: 384-385). Los diputados insurgentes sesionaron durante cuatro meses en Chilpancingo —desde septiembre hasta el 22 de enero de 1814—, una población con unos 3 000 habitantes; es decir, muy pequeña. El tiempo que el Congreso permaneció allí y las circunstancias del lugar fueron suficientes para que, sin lugar a dudas, los chilpancingueños tuvieran un trato cercano y cotidiano con los diputados, sus amanuenses y los demás asistentes. Nos atrevemos a afirmar que durante esos meses, algunos de los pobladores del lugar conocieron de manera presencial —mientras que la mayoría de sus habitantes atestiguaron de manera informal— las medidas emancipadoras aprobadas y promulgadas. El Congreso insurgente fue, sin duda, una enseñanza empírica acerca de una nueva sociedad en la que todos los americanos, entre ellos los de origen africano, podrían acceder a la igualdad de condiciones, a una legislación que otorgaba los mismos derechos y obligaciones a todas las personas.

María Camila Díaz (2015: 283-284) dice que, aunque Hidalgo y Morelos promulgaron varias medidas para terminar con las diferencias de calidades y la esclavitud, debe considerarse que éstas se expidieron o decretaron en un contexto de guerra, y que ellos estaban influidos por la composición social de sus ejércitos; por ejemplo, el de Morelos contaba entre sus tropas a un importante número de afrodescendientes. Díaz afirma que la circulación y el alcance de esa legislación fue restringida e itinerante, y que su aplicación se limitaba a las zonas que dominaban esos ejércitos insurgentes. Precisamente eso ocurrió en Chilpancingo, un pueblo totalmente dominado por los insurgentes durante tres años. Ese tiempo fue suficiente para que las personas de origen africano de esa localidad —y en general todos sus habitantes— se dieran cuenta de que podían optar por otro tipo de organización social, en la que todos tuvieran las mismas oportunidades y privilegios.

Cuando el Congreso y las tropas insurgentes salieron de Chilpancingo, posiblemente se fueron con ellos personas temerosas de las represalias que el gobierno virreinal impondría por haber albergado a los rebeldes. Sin embargo, si consideramos que Morelos había adiestrado a su gente para pelear con contingentes pequeños y prefería que la mayor parte de la población continuara con sus quehaceres económicos cotidianos para sustentar a sus tropas, creemos que, sobre todo, se fueron los hombres que pelearían con las armas y en Chilpancingo quedaron sus familiares, mujeres, hijos y ancianos.

Esos feligreses de origen africano fueron los que encontró el párroco José Mariano Bringas: individuos que ya tenían práctica para fugarse de los registros oficiales, como se mencionó al abordar el padrón de 1791-1792. Sobre todo, encontró personas que sabían que su posición en la sociedad no tenía que ser diferente a la de sus vecinos sólo por el color de su piel o por sus antecedentes de esclavitud. En definitiva, no era regresando a los viejos hábitos estamentales como el cura los atraería y lograría que confiaran en él. Por eso prefirió no verlos ni anotarlos en los nuevos libros parroquiales, aunque convivió con ellos por varios años. Así, en Chilpancingo, a principios del siglo xix, ocurrió lo que Aguirre Beltrán (1972: 273-274) señala como un fenómeno generalizado en la Nueva España: «El mulato no se extinguió: se ocultó […] dentro del grupo euromestizo o indígena».

 

 

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[Tomado de Diario de Campo número 5, cuarta época, mayo-agosto de 2018, INAH]





  • Número 178. Año III. 26 de julio de 2021. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

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