Diez consejos para escribir de Julio Ramón Ribeyro

1) El cuento debe contar una historia. No hay cuento sin historia. El cuento se ha hecho para que el lector pueda a su vez contarlo.


 

2) La historia del cuento puede ser real o inventada. Si es real debe parecer inventada, y si es inventada, real.


 

3) El cuento debe ser de preferencia breve, de modo que pueda leerse de un tirón.


 

4) La historia contada por el cuento debe entretener, conmover, intrigar o sorprender, si todo ello junto, mejor. Si no logra ninguno de estos efectos, no sirve como cuento.


 

5) El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin aspavientos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela.


 

6) El cuento debe solo mostrar, no enseñar. De otro modo sería una moraleja.


 

7) El cuento admite todas las técnicas: diálogo, monólogo, narración pura y simple, epístola, collage de textos ajenos, etc., siempre y cuando la historia no se diluya y pueda el lector reducirla a su expresión oral.


 

8) El cuento debe partir de situaciones en las que el o los personajes viven un conflicto que los obliga a tomar una decisión que pone en juego su destino.


 

9) En el cuento no deben haber tiempos muertos ni sobrar nada. Cada palabra es absolutamente imprescindible.


 

10) El cuento debe conducir necesaria, inexorablemente a un solo desenlace, por sorpresivo que sea. Si el lector no acepta el desenlace es que el cuento ha fallado.


Los muros de agua de José Revueltas

Juan Carlos Santos Nava

En el texto Libros que leo sentado y libros que leo de pie, José Vasconcelos hace una serie de reflexiones en torno a sus lecturas; nos dice cosas interesantes acerca de sus gustos y de una clasificación basada en las emociones que le causaban ciertas lecturas, en la primera clasifica a los apacibles, los que se mueven en un solo ritmo, que son ilustrativos, que enseñan. En la segunda clasificación nos habla de los que nos hacen levantar, los que nos hacen sentir que subimos la pendiente y sufrir una verdadera transfiguración, Vasconcelos nos sigue enumerando argumentos de la manera sublime como solía hacerlo y quise traerlo a colación porque sin tener su dimensión también tengo una clasificación parecida, considero que hay libros que son como las cosas triviales que vivimos cotidianamente y libros que perturban el alma, que al leerlos sacuden las fibras humanas y en muchos casos no salimos como entramos en su lectura.

El libro Muros de agua de José Revueltas es uno de los libros que si exageramos necesitaría una tercera clasificación, algo que nos permita poner nombre a lo insondable de las pasiones del hombre, algo que nos haga decir con claridad y en palabra exacta el horror y la miseria, el amor y la muerte, la violencia y la ternura, y todo eso que confluye en la especie humana.

De principio a fin la novela nos lleva a la perturbación; desde el momento en que Revueltas nos narra cómo surge el libro y para ilustrar eso nos dice, citando a Dostoievski, «la realidad siempre resulta un poco más fantástica que la literatura». El autor nos habla de una visita que hizo en 1955 al Leprosario de Guadalajara, y señala «lo terrible no es lo que imaginamos como tal: está siempre en lo más sencillo, en lo que tenemos al alcance de la mano, en lo que vivimos con mayor angustia y que viene a ser incomunicable por dos razones, un cierto pudor del sufrimiento para expresarse; otra, la inverosimilitud: que no sabemos que aquello sea espantosamente cierto».

La historia de Muros de agua comienza con un traslado de cinco reos comunistas, una mujer entre ellos, que en la incertidumbre y el terror que viven, hacen una serie de reflexiones y se dan cuenta que ha caído sobre ellos una loza terrible y pesada puesto que ser comunista era catalogado como lo más deleznable de una persona, más que cualquier acto criminal inhumano. Rosario, la mujer del grupo, recuerda su vida miserable de huérfana y nos dice el narrador; «procuraba buscar en su existencia algo alegre, algo que hubiese sido alentador y optimista y no encontraba nada. Todo había sido oscuro y doloroso, sin un rayo de felicidad. Si acaso en la infancia, muy lejos, alguna alegría confusa, ya olvidada (…) Pero después de esto sólo desgracia tras desgracia, dolor tras dolor». Aquí nos damos cuenta de la profunda soledad, el desamparo y la miseria que Revueltas pone en este personaje, porque a la vida que había llevado se sumaba el terror que se ceñía sobre ella.

Desde hace mucho tiempo la historia nos da cuenta de algunas características sui géneris de la justicia mexicana. A Gallegos, un delincuente, le aplican la ley fuga; algo común donde se ejecutaba bajo consigna, en muchos casos por cuestiones políticas o encargo de particulares.

La descripción de la falta de oxígeno en los vagones del tren donde eran transportados es abrumadora y terrible y nos dice: «oíase un jadeo colectivo y rítmico, no dejaba de ser abrumador y desconcertante aquel respirar simultaneo de cuatrocientos pulmones prisioneros, que provocaba un ruido muy especial, como de fuelles rotos donde escapaban basuras y materias pegajosas». Ahí, en medio de ese hacinamiento, hasta las necesidades básicas son imposibles y la escena que el autor nos presenta donde en medio de ese caos se da una guerra de heces humanas es abrumadora, primitiva, animal a grado tal que deja horrorizados a los políticos, pues se encuentran en el inframundo del alma humana, en algo indescriptible, repugnante e indecible que solo con el arte y la literatura logra expresarse; algo que escapa a lo que hemos visto en la aterradora realidad.

La llegada a las Islas Marías es un reflejo de lo que padecieron quienes vivieron la brutalidad autoritaria del PRI; la persecución y ambiente que respiraron quienes pugnaron por la transformación radical y en algunos casos sutil o institucional de nuestro país. En esa época las instituciones eran el Presidente, su figura debía ser objeto de culto y quienes osaran desafiarla, se enfrentaban a un monstruo de mil cabezas que podía devorarles en un instante. Del modo anterior, llegan los políticos a su fatídico destino y la burocracia administrativa de la isla empieza su trabajo. El encargado les dice: «Tienen ustedes muy disgustado al señor presidente de la república». Habrá que imaginar el sonido pomposo y las formas con que se refirió a la figura presidencial; la forma servil y grosera con que marcaba su distancia con ellos, posición contrastante con la condición de esos seres de futuro incierto y doloroso. El funcionario continúa: «… yo también fui romántico y creí en la humanidad. En el fondo estamos de acuerdo, solo diferimos en los métodos (…) Nuestra revolución es mexicana, somos mexicanos, tenemos fisonomía propia… Ustedes copian a Rusia…». Es interesante el uso que Revueltas hace de la ironía, la manera que presenta a ese personaje nos dice mucho acerca del papel del artista en un México subdesarrollado, donde no hay instituciones y el conocimiento es un instrumento al servicio del poder porque el personaje es un poeta, que recuerda Ernesto, «había escrito cosas profundas sobre México», lo que me hace recordar algo que leí en los diarios de Elena Garro cuando dice que los «artistas» en nuestro país se convierten en polítiqueros, en voceros de ese poder descomunal que los absorbe.

La vida de los políticos en la isla se va entrelazando en la trama del libro con la historia del otro preso como Ramón, que víctima de los celos infundados y persecución de un personaje, se ve en la necesidad de matarlo porque era su vida la que también dependía de ello y reflexiona: «¿Quién está a salvo de cometer un crimen?». Un crimen es algo muy sencillo, todos los hombres se encuentran al borde del asesinato. No sentía remordimiento alguno al recordar su propio crimen…

En el libro encontramos poesía, vemos que el autor tiene momentos para usar figuras poéticas con el mar, particularmente en la descripción que hace del Océano Pacífico y dice: «...pero el pacífico de aquí, el más inmenso de todos los mares, tiene una voz que no se olvida (…) El Pacífico tiene una voz universal y vieja». Nos encontramos con una prosopopeya, figura retórica que consiste en atribuir cualidades humanas a seres inanimados.

En el contexto anterior también encontramos que al margen de la historia hallamos sentimientos de deseo en el personaje del subteniente Smith a quien magistralmente Revueltas ubica en un contexto con cerdos de quienes describe sus chillidos tan particulares y escandalosos. Aquí vemos una especie de analogía entre los cerdos y ese personaje pues nos dice: «Smith estaba solo en la vida y ni siquiera el calor de una mujer le había dado algún abrigo y descanso, pues su aspecto, su rostro, su afonía (¡si cuando menos se le oyera!) y todos sus innumerables defectos físicos lo colocaban aun fuera del grupo que las más feas y desgraciadas mujeres pueden aceptar». Así, ese personaje se interesó profundamente por Rosario, la llevó consigo para cuidar su jacal y animales, pero en su ser se desataba una tormenta por tenerla, mientras en otro personaje, Soledad, de manera similar aguardaba un deseo y amor profundos y cuando el subteniente quiso ultrajarla se encontró a ella cuidándole el sueño con un celo y alerta permanente que solo el amor puede generar en una persona. Aquí vemos como la novela se vuelca en torno a Rosario como objeto de amor por parte de un ser despreciable como Smith y Soledad, la lesbiana a quien las demás mujeres repudiaban.

La trama del libro continúa, nos encontramos con la miseria, con historias de cómo el amor transforma de manera grotesca a personajes como Maciel y la enfermedad que asola de manera cruel como un látigo a esos seres miserables y desgraciados a quienes se sumaba un terror más.

Uno de los momentos memorables de la novela es la escena de amor entre Santos y Rosario al encontrarse. El narrador dice: «...se aproximaron hasta que nada pudo separarlos y era de tal naturaleza blanco y diáfano el momento, había en el cielo tales nupcias, y sobre la tierra tanta ausencia, que Rosario unió sus labios a los de Santos en un profundo beso del mejor amor, alejándose después en seguimiento del guardián». La escena es profundamente hermosa, las metáforas que la describen dan cuenta de capacidad poética de Revueltas, también de su conocimiento de autores como Rubén Darío, a quien seguramente leía. Otro momento perturbador es cuando Soledad, corroída por los celos y la suerte de Rosario, accede a tener relaciones sexuales con un contagiado por la enfermedad que seguramente la matará; con la intención de protegerla y contagiar a Maciel de quien era objeto de su satisfacción cuando lo quería y aunque su plan no salió como pensaba, nos damos cuenta de la fatalidad de esos seres, de cómo su desesperanza, abatimiento y dolor los llevan a hacer cualquier cosa, porque ese hecho significaba la muerte… el suicidio.

Jorge Amós. Nuevo enfoq
[Foto: E. Añorve]

El cimarrón, un símbolo imposible: Jorge Amós Martínez

Eduardo Añorve

El símbolo del cimarrón como mito de génesis y representación de la herencia africana en México y en América tal vez no sea el adecuado, sino el del esclavo.

Hace unos meses, en Cuajinicuilapa, varios estudiosos de la historia y la cultura afromexicanas disertaron sobre el tema del cimarrón como símbolo de grupos y movimientos (los políticos e intelectuales afro de América) que las reivindican; ahí, el historiador y músico Jorge Amós Martínez Ayala propuso que el símbolo del cimarrón podría no ser el adecuado, sino el del esclavo.

Jorge Amós aclaró que pretende con ello iniciar una revisión y discusión sobre el tema; es decir, que ésta, la suya, es una postura que pretende provocar a los interesados en él, particularmente, a los grupos que enarbolan ese símbolo en su lucha por el reconocimiento del aporte de los sudsaharianos en la construcción de este país.

Ante otros expertos, este estudioso michoacano inició con su disertación Del negrito sandía al negrito bailarín. El cimarrón un símbolo imposible, dando lectura a un par de coplas de canciones de Gabilondo Soler, Cri-Crí: «Un negrito bailarín/ que en la tienda yo compré,/ ¡Perezoso, mueva los pies» y «Negrito Sandía,/ ya no digas picardías,/ o ya verás.../ o ya verás...» para aludir a dos maneras antitéticas, actitudes que representarían al cimarrón y al esclavo.

Martínez Ayala inció su planteamiento contextualizando el uso positivo que se le ha dado a la idea de cimarronaje, para terminar criticándola porque está asociada a la violencia y a un comportamiento social anómico: «Los pueblos afrodescendientes en América hemos construido nuestro mito de génesis y representación en torno al cimarrón y no al esclavo. A primera vista parece más deseable que lógico imaginarnos descendientes de los negros «insumisos» que escapaban de la esclavitud hacia una libertad conseguida con esfuerzo, sangre, sudor y lágrimas, como diría Churchill. En la oralidad de los pueblos, en los discursos de los políticos e intelectuales afro de América se reitera el modelo de aparente oposición: la esclavitud impuesta, el cimarronaje como la única vía de acceso a la libertad que ahora se «goza».

»La esclavitud se piensa como la pérdida absoluta de libertad y el cimarronaje como la única vía para recuperarla, cuando menos dignamente. Esta polarización en blanco y negro, si se permite el eufemismo, coloca al estadio de la esclavitud como indeseable, oprobioso, digno de ocultarse, y, por sí mismo, negativo; en cambio, la opción del cimarronaje, como algo deseable, honorable, digno de mostrarse. Los profesores en las escuelas de educación básica enseñan que nuestros ancestros rompieron las cadenas de la esclavitud y «escaparon» a la libertad, que de ellos descendemos y debemos sentirnos orgullosos de nuestro pasado cimarrón y se silencia la condición de esclavos. En apariencia, ello es benéfico y permite enfrentar la discriminación étnico y racial en la que viven los niños fuera de las comunidades afros; sin embargo, las realidades pasadas difieren de los mitos y éstos no son buenos referentes para enfrentar al futuro, sobre todo porque asociado al mito del cimarrón está la no tan mítica violencia y el comportamiento social anómico asociado al afrodescendiente».

Luego, este estudioso proporciona ejemplos históricos para desmitificar la idea del cimarrón y del cimarronaje, relatando que a veces los esclavos preferían la esclavitud a «la incertidumbre de la libertad» y remite a la riqueza que implica «aceptar» a los antepasados esclavos. «Quiero iniciar la acción desmitologizadora tratando brevemente de entender la función que tuvo el mito en la oralidad y los beneficios de suplirlo con la historia, que no necesariamente se tiene que presentar en su opción escrita como única posible», expuso.

Y agregó: «Luego, quiero mostrarles algunos ejemplos históricos, documentados, de la vida esclava en el Bajío, donde ese grabado en blanco y negro se transformará en una litografía con muchos tonos de grises, a tal grado que en ciertas condiciones, un afrodescendiente podría preferir la esclavitud a la incertidumbre de la libertad, y sobre todo, de una libertad obtenida de manera “ilegítima”, de acuerdo con los valores jurídicos de la época.

»El otro extremo será el papel de cazadores de esclavos fugitivos que tuvieron los cimarrones organizados, convirtiéndolos en trampas “cazabobos” que arruinaron vidas y esperanzas a muchos individuos y familias.

»Por último, quiero mostrar que aceptar el pasado esclavo implica entender las diversas y sutiles formas de resistencia cotidiana que crearon las culturas regionales en México, pequeños espacios y tiempos de libertad en el día a día, que en los lugares cercanos al poder y a la residencia de los criollos permitieron a las familias afrodescendientes integrarse socialmente e, incluso, “desaparecer”, invisibilizarse, como estrategia política de supervivencia».

En este punto, Jorge Amós hace una crítica a la actitud de algunos grupos y «líderes» de la Costa Chica, que insisten, arbitrariamente, en representar a todos los afromexicanos, sin conocer los otros contextos regionales: La estrategia política de supervivencia, consistente en «desaparecer» «…se ha visto, en cierta medida, violentada por las acciones que los parientes que viven en los bajiales de la Costa han emprendido, tomando la voz de los diversos pueblos afrodescendientes de México, sin necesariamente conocer los otros contextos; pero más que un reclamo de un mulatococho, es una invitación a mantener abiertos los oídos a las voces marginales y marginadas de los otros afrodescendientes, los que numéricamente somos menos, pero que históricamente tenemos las condiciones de generar más “historia escrita”. Si no entendemos las particularidades y condiciones, seguiremos cayendo en dos estereotipos útiles al poder, pero fuente de división política interna: “el negrito sandía”, modelado sobre el cimarrón y “el negrito bailarín”, bosquejado sobre el esclavo».

Desahogado su reclamo fraternal, Martínez Ayala presenta su prosapia esclavista: «He de decir que esta reflexión parte desde un cuerpo, el mío, de cocho, afrodescendiente del Bajío, obeso, devoto del Señor de la Columna, nieto de vaqueros, comideras y mariachis; que está en un contexto social el Bajío, con ciudades que se imaginan criollas, donde residen las élites que controlan políticamente al país, que se polarizan entre liberales y conservadores, que enfrentan su identidad con indígenas p’urhépechas, ñätho y jñatjo, pero no con los afros como grupo social distinguible, pues nos hemos ocultado entre la población mestiza, aunque si con los individuos que mantienen un fenotipo “distinguible”».

Ahora habla de la esencia de su propuesta: las canciones mencionadas, y de cómo éstas representan la introyección de estereotipos en la infancia, dentro de la familia, primordialmente, aunque no de manera exclusiva: «Las dos canciones infantiles clásicas de Cri-crí, don Francisco Gabilondo, nos muestran dos comportamientos estereotipados en el imaginario social sobre los afrodescendientes: el negrito perezoso e incumplido, y el negrito lenguaraz y grosero. Aunque rubio y de ojos azules, don Francisco tiene piezas que alientan el orgullo étnico para los afrodescendientes, como La negrita cucurumbé, quien “quería ser blanca”, y él le impreca: “qué así negra eres bonita/, negrita Cucurumbé”. Francisco Gabilondo Soler nació y creció en el puerto de Veracruz, por ello, las referencias contextuales de Cri-crí no son hipotéticas, se basan en la cultura y los estereotipos que sobre el comportamiento social de los afrodescendientes ha construido la sociedad caribeña del puerto. En el interior del país, donde los afrodescendientes estamos invisibilizados, estas imágenes poderosas sobre El Negrito, se mezclan con otros personajes en parte legendarios y en parte históricos, como don José Vasconcelos, hijo de esclavos congos, mejor conocido como El Negrito poeta, hábil improvisador repentista; así como un personaje del teatro de títeres, un héroe republicano que representa, en cierta medida, a lo mexicano frente al europeo invasor, El Negrito. Un entrecruce de todos ellos dio origen a la carta de la lotería.

»La infancia es recordada, cuando menos de manera estereotipada, como una edad feliz en la que el aprendizaje social se da mediante el juego. La infancia parece algo “natural”, una etapa en el crecimiento de los individuos centrada en adquirir conocimientos y habilidades para la vida posterior: aprendemos a hablar, a autoregular nuestros impulsos y deseos en el marco institucional de la familia, que también es pensada como “natural”, el único espacio en el que es posible la reproducción social de la especie. No voy meterme aquí en una discusión anatemizante sobre los diversos modelos de familia que evidencian que se trata más de una regulación social del acceso social a los bienes de propiedad y a la herencia (como propuso Levi-Strauss), aunque sí voy a mostrarles cómo la percepción de lo que es la “infancia”, los rangos de edad en que se deja de ser “niño” para incorporarse a la vida productiva son históricos y que en el pasado colonial de México, sobre todo para los afrodescendientes, la familia y la infancia no eran lo que pensamos.

»Es en la infancia que, a través de prácticas sociales aparentemente ingenuas, como cantar, aprendemos los estereotipos de lo social y las conductas sancionadas moralmente como positivas y negativas. Las canciones de Cri-crí son un ejemplo de cómo nuestros pensamientos sociales sobre lo afro descansan estereotipados en nuestro imaginario. Esas imágenes quedan latentes en nuestra memoria profunda y despiertan, o son detonadas, en ciertas situaciones para operar y conducir el “sentido común”. En un contexto dado, usaremos un verso de la canción como una sentencia moral en el repertorio disponible para oralidad; por ejemplo, si alguien me cuenta una evidente mentira puedo “sugerirle”, sin reprimenda “directa”: Negrito sandía, ya no digas más mentiras, o ya verás... acompañada con la tonada de la canción, incluso se vuelve “graciosa”, y por ello, “atendible” por el interpelado por la acción. Suaviza la reprimenda; pero, además, fortalece el estereotipo del “negrito mentiroso”. Aprendemos el estereotipo, o se nos impone, en la familia; donde siempre hay un “negro” o “negra”, aquel que tiene el fenotipo más marcado. Luego, en los círculos sociales más amplios, como la escuela, o la iglesia del barrio, siempre hay un individuo que es estigmatizado por tener más rasgos del fenotipo que el común. El estigma tiene un alcance limitado, uno no es siempre ni en todos lados “El Negro”, depende de los espacios sociales de interacción: en mi familia, soy “El Negro”, pero en mi escuela hay otro al que le decimos “El Negro” porque “es más negro que yo”; es decir, aunque mis rasgos son afro, siempre hay otro que los presenta con más profundidad: entre afros, “el cuculuste” es “El Negro”».

Pero la situación es más compleja –asegura–, sobre todo, porque coadyuva a la conformación y reforzamiento de estereotipo negativo asociado a rasgos fenótipicos. «Si tal situación sólo fuera descriptiva no habría problema; sin embargo, la descripción es utilizada para la exclusión y ahí adquiere el estereotipo su carácter negativo, pues hay una serie de conductas sociales asociadas con él que son valoradas de manera ética. Todos hemos presentado conductas violentas, o hemos sido lúbricos, lenguaraces, flojos o indolentes, pero sólo los estimatizados reciben la carga del esterotipo al asociarse la apariencia física como origen del comportamiento sancionado socialmente. El señalamiento es una imposición que ejerce violencia: No soy yo el que pide ser tipificado, es el grupo social, y aunque puede ser pequeño (la familia, el grupo escolar), quien tipifica lo hace utilizando los criterios de la sociedad mayor; en otras palabras, la familia es el núcleo del racismo porque la sociedad es racista.

»La doctrina política que cosifica al otro para robar su trabajo o sus patrimonios (materiales, humanos y culturales) nació con el capitalismo; algunas de las corporaciones de capital más grandes del mundo provienen de familias cuyas actividades de crecimiento de capital iniciaron con el rapto de personas en África y su venta como mano de obra esclava en América. Así que el racismo no podrá salir del seno familiar si la sociedad misma no enfrenta las bases que sustentan al sistema productivo que la conforma; pero no podemos esperar a que terminemos con la organización socioproductiva actual para enfrentar al racismo: desvelarlo es una forma de enfrentar al propio sistema mundo. Las industrias extractivas son, de manera evidente, una de las formas en que el capital extrae los recursos de una región; los mega proyectos impulsados como una «apertura a la inversión extranjera», son el sometimiento de las élites nacionales a los intereses internacionales. Ahora, hay una nueva manera en que las industrias de «otro tipo», como las culturales, se apropian e intervienen en la expoliación de los recursos del otro, mediante las «patrimonializaciones»; un sistema de «reconocimiento» internacional (otorgado por la UNESCO) de la valía de una práctica cultural, su exhibición y venta al turismo internacional (el que más divisas deja) y nacional de élite. Aunque discursivamente se dice que la derrama económica impactará al productor de cultura local, es evidente que la base de ese iceberg económico se queda oculto en las compañías aéreas, las cadenas hoteleras, las agencias de viajes, las transportadoras locales, los restaurantes, las tiendas de recuerdos y artesanías, de las familias de la élite regional o local; de tal manera que, salvo la compra de unos cuantos productos en las comunidades «preservadoras» del patrimonio, la tajada de la cultura se la llevan las sociedades anónimas de capital. El otro etnizado ha vendido su tierra y recursos, queda listo para sumarse a las masas de los cinturones de miseria en los centros de producción nacional o internacional, donde lo único que le queda es, cuando no queda más, es vender sus prácticas culturales, se despersonaliza y está listo para lumpenizarse. El «negrito bailarín», «pero que se porta mal», ya no es visto con simpatía, sino con temor, es uno de los estigmas que favorecen u desencadenan la violencia física, que persigue la aniquilación del individuo violento».


La insignia

Julio Ramón Ribeyro

Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamento de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: “Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo”.

Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.

Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidente que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: “Aquí tenemos libros de Feifer”. Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: “Feifer estuvo en Pilsen”. Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: “Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga”. Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.

Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hombre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas digresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.

Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.

–Es usted nuevo, ¿verdad? –me interrogó, un poco desconfiado.

–Sí –respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia–. Tengo poco tiempo.

–¿Y quién lo introdujo?

Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.

–Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el…

–¿Quién? ¿Martín?

–Sí, Martín.

–¡Ah, es un colaborador nuestro!

–Yo soy un viejo cliente suyo.

–¿Y de qué hablaron?

–Bueno… de Feifer.

–¿Qué le dijo?

–Que había estado en Pilsen. En verdad… yo no lo sabía.

–¿No lo sabía?

–No –repliqué con la mayor tranquilidad.

–¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?

–Eso también me lo dijo.

–¡Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!

–En efecto –confirmé– Fue una pérdida irreparable.

Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención. –Tráigame en la próxima semana –dijo– una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.

Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista. –¡Admirable! –exclamó– Trabaja usted con rapidez ejemplar.

Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Más tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un menor en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastro.

De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. “Ha ascendido usted un grado”, me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en términos vagos a nuestra tarea común, no obstante, lo cual, fui aclamado con estrépito.

En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas porque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.

sta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.

A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.

Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.

Remington 12

De la década de 1920.

Del 2 al 8 de septiembre

#0979

cultura

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