Maximus, a sí mismo

Charles Olson

*Traducción de Ricardo Cázares.

Tuve que aprender las cosas más simples

al final. Lo cual creó dificultades.

Era lento incluso en alta mar, para estirar la mano o cruzar

la cubierta mojada.

Finalmente, el mar no fue mi oficio.

Pero incluso en mi oficio estuve apartado

de lo que me era más familiar. Fui demorado,

y no me convenció el argumento del hombre

de que tal retraso

ahora es la condición de

la obediencia,

que todos vamos retrasados

en un tiempo lento,

que crecemos múltiples,

y el individuo

difícilmente

se conoce

 

Pudiera ser, aunque la agudeza (el achiote)

que percibo en otros

tiene más sentido

que mis propias distancias. La agilidades

que a diario demuestran

quienes hacen los trabajos

de este mundo

Y quienes hacen los de la naturaleza

ya que tengo buen juicio

no he hecho ninguno de los dos

 

He creado diálogos,

discutí textos antiguos,

aclaré lo que pude, ofrecí

los placeres

que el doceat permite

 

Pero, ¿lo conocido?

Eso, me lo han tenido que dar,

la vida, el amor, y de parte de un hombre,

el mundo.

Señales.

Pero aquí sentado

observo, un hombre del agua

y del viento, probando

Y echando de menos

las pruebas

 

Conozco los cuadrantes

del clima, de dónde viene,

adónde va. Pero mi tallo

lo robé de su acogida,

de su rechazo, de mí

 

Y mi arrogancia

no disminuyó

ni se incrementó,

por la comunicación.

 

2

 

Es un asunto inconcluso

del que hablo, esta mañana,

con el mar

extendiéndose

a mis pies.


Como un ruido de grandes aguas

Federico Vite

Publicamos un cuento del escritor Federico Vite, perteneciente a su nuevo libro Como un ruido de grandes aguas, editado por el Instituto Municipal de Arte y Cultura de Puebla 2019, donde explora la violencia, la soledad, la incertidumbre del hombre ante el abandono.

Piensa en el olor a fresas de aquel paisaje, en la carne pútrida sobre los huesos de la vaca, en el aroma frutal sobre la imagen contundente de la muerte. Camina muy despacio, tiene los pies inflamados. Desea escuchar la radio, siempre trasmite algo que relaja los nervios: un comercial, una canción lacrimógena, un mundo aparte del ruido, el que padece cuando no logra definir sus sentimientos, porque varios lancetazos emotivos han atravesado su pecho. Anhela oír historias sobre la insolencia de estar vivo, sano y acompañado. Acaricia la herida de su frente, la sangre seca le hace pensar en la fortuna que ha tenido y apura una frase: No hay coincidencias. Espera que avancen los autos para cruzar la calle. Observa el cielo. Siente, por primera vez en cuarenta y ocho horas, el golpe del hambre. Recuerda que tiene galletas de animalitos en su cuarto; las anhela. Si llevara algo más que las llaves de su casa y una tarjeta telefónica en la bolsa del pantalón compraría un jugo de arándano; la sed también atormenta. Antes de llegar al zaguán de la vecindad, ve asombrado la luna llena sobre el Cerro de La Campana. No puede controlar el llanto. Está en casa. Camina recordando la última vez que vio el generoso pecho desnudo de Ana. Cerró la puerta, como de costumbre, en silencio, despacio. Fingió que regresaría por la noche, pero ya había decidido mudarse de ciudad. Aceptó probar suerte en otra parte del país; en esta ocasión, como vendedor de libros. Antes de cargar nuevamente con el pasado tiene que llegar a la azotea, a su cuarto, y cuando deje entrar al viento frío por la ventana tendrá la justa dimensión de la epifanía que ha experimentado. Pero hace falta un esfuerzo mayor para subir las escaleras. Se planta frente a la puerta de metal estrecha. Suspira al meter la llave en la chapa. Gira la muñeca.

Al sentarse en la orilla del colchón una mueca de dolor deforma su rostro. Bebe agua de una garrafa y toma un puñado de galletas que mastica con prisa. Los cigarros sin filtro permanecen junto al buró; sobre una caja de cerillos. Cinco puños de jirafas y elefantes después, enciende el tabaco. Recuerda el ronroneo del motor en ralentí de aquella camioneta que se acercó hasta él perdiendo velocidad. Era una Suburban blanca en el acotamiento rojo de la carretera; descendieron tres hombres y comenzaron a golpearlo; lo subieron a empujones al vehículo. En el asiento trasero se encontraba una serpiente. La lengua bífida en movimiento signaba el llamado de atención, porque fue un llamado de atención lo que sucedió, una muestra de que la luz existe. Fuma contemplando las luces brillantes de las casas. El olor de los Alas aromatiza la estancia. Estoy vivo, dice observando sus manos. Todo está en orden. Enciende la grabadora vieja: selecciona con el dial una estación radiofónica en portugués. Minutos después pone en marcha la cafetera. Tiene grabada la expresión agresiva de la sierpe, el brilló en los ojos oscuros, fríos; también las facciones de aquel hombre moreno, de barba cerrada, quien le dio un golpe certero en la frente, con una manopla. Sujeta la Biblia, oculta bajo la almohada. Lee: “Me sacó y me puso en medio de la vega, que estaba llena huesos. Me hizo pasar entre ellos en todas las direcciones, ¿podrán revivir estos huesos?”. Se quita los tenis, llenos de barro, húmedos por el sudor de la caminata. Ve los dedos inflamados, los pies, los tobillos. Se recuesta sobre la cama. Los resortes del colchón rechinan y eso potencian otra imagen, la de la serpiente en movimiento, agresiva; ese sonido también le recuerda el cristal que rompió cuando la Suburban se detuvo en la gasolinera. Gritó pidiendo auxilio, incluso vio a un joven a través del parabrisas fragmentado. Se levanta bruscamente; pero el dolor en los pies lo regresa de inmediato a la cama. El tabaco funge de paliativo. Da una calada larga que hace crepitar el papel arroz. Por la radio transmiten: Stand by me. Los vecinos aumentan el volumen del televisor; la voz de un cronista deportivo opaca la soledad de alguien interesado en reconstruir las decisiones que lo llevaron a una ciudad desconocida, sin dinero y completamente borracho, a vivir una experiencia cercana a la muerte.

Hace días hubo pretextos para beber. Este hombre, ahora perturbado, fue a una fiesta. Despidió a un amigo que se casaría en Francia con una mujer diez años mayor que él. Abandonó el festejo. Con la mochila en el hombro caminó durante varios minutos por calles terrosas. Llegó a la carretera. Al oír el sonido fortísimo de un tráiler elevó la mano y con ese gesto bastó para llegar a Guanajuato.

Su capital eran las llaves de la casa y una botella de tequila, casi llena, dentro de la mochila. Visitó algunos parques, vendió un par de tragos a jovenzuelos amables, ebrios. Compró una tarjeta telefónica y bebió el resto del tequila en la calle, junto a una talabartería. Durmió en una banca, bajo la lluvia fina de octubre. Intentó hacer varias llamadas, pero no tenía claro a quién contactar ni para qué. Por la mañana fue hasta la caseta de peaje; pidió un aventón a Querétaro. Nadie quiso llevarlo. Comenzó la travesía. Andando bajo el sol, pegado al acotamiento, vio pasar a los camiones de carga con decenas de cerdos enjaulados, inquietos; durante el día su sombra se agigantó en los parajes desérticos. Al caer la tarde supo que había tomado otra decisión mala en su vida. Encontró el cadáver de una vaca; salvo la cabeza, el resto del cuerpo aún tenía piel y carne. Pidió a Dios que Ana no fuera a encontrarlo así, vestido de muerte, con la brújula extraviada en medio del olor a fresas, porque no percibió la putrefacción carnal de la bestia: sólo el tibio aroma frutal en las fosas nasales. Ahí tuvo una recaída que derivó en un acto de contrición. No sabe durante cuánto tiempo permaneció rezando, hincado, con los dedos de las manos entrelazados, formaba un puño doble, necesario para el porvenir. Ya por la tarde la Suburban entró a la historia.

Fuma. Se siente agotado, pero no puede dormir. Toma otro puñado de galletas. Regresan las imágenes en las que alguien le agarra los testículos con fuerza: Te vamos a coger todos. Esa frase ahuyenta la serenidad. Y ahora el humo densifica los pensamientos de este hombre, multiplica las madejas que debe jalar para darle forma, aunque sea fragmentaria, a todo lo ocurrido. Aprieta la quijada. Mueve las piernas de un lado a otro. Atiende los productos que anuncian los comerciales radiofónicos: depilación láser, autos, boletos para el futbol, shampoo de aloe. Recuerda sus días de locutor en una cabina de radio; en los jueves nocturnos, el sonido del aire acondicionado enfriaba sus palabras. Una frase de La Iliada daba comienzo el turno final de la estación. “Si quieren saber mi historia, diré que viví en los tiempos de Aquiles y de Héctor, domador de caballos. Diré que caminé con gigantes”. No está en la cabina, de ninguna manera, pero repite la frase de Homero con insistencia. Sólo quiere darse cuenta de la distancia que hay entre ese hombre y éste, el recostado, miedoso y atribulado tipo, quien se guarece del mundo en un cuarto a oscuras. Toma una libreta y un lapicero. Dibuja teléfonos viejos; traza rectángulos, cables enroscados, discos con números en el centro. Boceta círculos dentro de círculos; luego rostros. Finalmente escribe una S. La serpiente aparece. Cierra el cuaderno.

Escucha la sirena de una ambulancia y, sin pensar, bendice al patrullero que lo bajó de la Suburban con un pretexto simple: “Este cabrón acaba de violar a una niña”. Los tres hombres de la camioneta intercambiaron miradas; uno de ellos abrió la portezuela. Dijo que habían subido a ese tipo en la carretera, pero no lo conocían. Cooperaron con el patrullero, en silencio. Asentían con la cabeza. “Creo en un solo Dios”, reza por la familia de ese policía. Las mejores palabras que ha oído, curiosamente, fueron pronunciadas por un Federal de Caminos: “En la gasolinera me dijeron que te estaban madreando. Mira, hijo, veme bien. Estoy viejo, no quiero problemas. Si no eres de aquí, lárgate”. Recibió unas monedas, suficientes para cubrir el gasto del pasaje a Querétaro; lamentó haber dejado la mochila en la Suburban, quiso regalársela al policía. Ruega, con insistencia, porque Dios bendiga la vida de ese hombre. Nada es casual, repite. Yo cometí muchos errores, reconoce, y estoy vivo. Se persigna. ¿Cuántas probabilidades había de que una patrulla estuviera cerca de la gasolinera, cuántas de que el policía creyera las palabras de un adolescente que despacha combustible y fuera por mí? La señal de la radio desaparece. Ni siquiera me preguntó si tenía familiares, dice, tampoco se le ocurrió detener a esos cabrones. Me quedé callado, piensa, no me salía la voz. Se rasca el cuello con las dos manos. Hay tierra entre sus uñas. Abre y cierra los puños. Siente una punzada en la frente. Si no hubiera escapado de Ana estaría más tranquilo en Acapulco, en una casa pequeña, cierto, pero sin lugar a dudas con otra perspectiva del mundo, una mucho más amable. Se arrepiente de haber huido del puerto. Por fin reconoce, al limpiarse las hebras de tabaco adheridas a la comisura de los labios, que debió tomarse el tiempo suficiente para hablar con Ana. Pudo ofrecer una explicación sincera, ser un hombre y plantear los hechos. Incluso pudo apoyarse en frases socorridas y gastadas: Quiero probar suerte fuera; no estoy contento con lo que me ofrece esta ciudad. No, no se trata de ti. El problema es que no podemos depender de lo que nos manda tu familia.

Se concentra hasta sentir el calor nocturno del puerto. Recuerda la pestilencia emanada de los muñones, la viscosidad escurriendo por los pliegues de la piel femenina. Niega con un agresivo movimiento de cabeza la incipiente imagen de los hechos recientes, el ansia punzante del miedo; jala aire para desbaratar la cascada de pensamientos dolorosos. Se concentra en imaginar el rostro de Ana. Tiene problemas para recrear algunos detalles; en especial, particularidades de la boca que tantas veces visitó. No sabe si se le forman hoyuelos al sonreír o ha inventado ese rasgo. Tampoco está seguro de que sus ojos sean café claro u oscuro. Por más tiempo que invierte en recrear los hoyuelos de Ana, fracasa. Recuesta la espalda sobre la pared. Observa sus pies. Más que dormir, desmaya. Sueña con la caminata por la carretera. De nuevo experimenta una tranquilidad divina al oler las fresas. En ese ámbito onírico alguien hace girar el dial de un teléfono antiguo. El sonido es potente, como si saliera de varios magnetófonos y rasgaran la superficie del cielo, se expande en reverberaciones amplísimas. Él observa cómo su mano se acerca en cámara lenta al auricular de un teléfono diminuto, empotrado en una pared sucia. Está en el último departamento que rentó en Acapulco; por la ventana se ve La Quebrada, algunas gaviotas que planean en círculos sobre Ana, quien se aleja del departamento, camina por la avenida Inalámbrica y aborda el auto en el que se accidentó. En el sueño ella tenía las dos piernas. Él coloca el auricular junto a su oído. La voz de Ana se oye claramente.

―Ya no tengo mucha fuerza —dice con tranquilidad—. Me da mucho miedo. Mucho.

Abre los ojos. Intenta ponerse los tenis, pero la hinchazón en los pies imposibilita el uso del calzado, así que descalzo y con dolor en el cuerpo desciende paso a pasito las escaleras. Camina hasta una cabina telefónica e inserta la tarjeta que guardaba en la bolsa del pantalón. Pulsa distintas teclas, marca una cifra de diez números. Se oye una grabadora en inglés; en seguida, escucha la voz de una anciana.

—Diga .

―Quería oírte ―balbucea él.

—¿Quién habla? —las palabras se oyen ásperas, pronunciadas por alguien que se ha dejado arruinar la voz con cigarrillos baratos.

—Quiero volver al puerto, quiero volver a ti. Cuando me bajaron el pantalón y la víbora se acercó, de verdad, supe que debí casarme contigo. Olí las fresas y supe mi destino. No me llegó el aroma de la carne podrida: sólo las fresas. ¿Me entiendes?

—¡Ya le dije muchas veces que Ana no vive aquí! —tose un par de veces—. Por favor, ya no llame a mi casa. Por favor.

—Te extraño. No te amo, pero eres con quien debo estar. Quiero verte. Voy a esperar que mejoren mis pies. Sólo eso necesito para ir a buscarte.

Camina agachado. Aprieta la mandíbula: los puños. El dolor en los pies es soportable pero bastante molesto. Aunque toca el suelo, él habita una zona distinta a este mundo, paralela, se diría, en este día diseñado para la resignación.

Prepara café. Mira por la ventana el cielo azulísimo y tiene la certeza de ver una porción del Pacífico en lontananza. Piensa que debe hacer algo con su vida; por ejemplo, buscar otro trabajo. Vender libros no es para él. Estira la mano para subir el volumen de la radio. Rapture, de Blondie, se oye a través de las bocinas de la Sanyo. Sonríe. La melodía le hace pensar en La Quebrada, en las puestas de sol calcinantes de su adolescencia. Gracias, dice elevando oraciones de gratitud más allá de la claridad del día, más allá incluso de los montes que rodean la ciudad y le hacen pensar que tras ellos existe alguien esperándolo. Enciende un cigarro. La mañana es árida. Al sostener la taza con café calienta su mano. Respira hondo. Guarda silencio para acomodar palabras en la mente, bendiciones, sólo tiene bendiciones. No hay coincidencias, repite. La única persona en el mundo capaz de darle importancia a lo que acaba de vivir es Ana. Quiere abrazarla, hundirse en la caricia de esa mirada. Siente punzadas en los pies, prolongadas. El dolor conecta a su cuerpo con la realidad. Sorbe café. Observa las maletas; las pocas cosas que hay sobre la mesa. Tendrá tiempo para pensar cada una de las palabras que le dirá a esa mujer, porque es un hombre nuevo, alguien con la fuerza suficiente para encontrar a su igual. Por fin conoce la dimensión de la luz. Aún no sabe cómo encarar el presente, pero tiene fe. Está vivo, terriblemente vivo. Voy acercarme a ti, Ana, verbaliza. Quiere fraguar esa relación profunda y verdadera. Si no fue capaz de superar esa ausencia, ahora entiende cuál es el siguiente paso. Respira con fuerza. Devora la mañana a bocanadas. Siente el sol en su pecho. La luz es lo único que importa. La luz.


Remington 12

De la década de 1920.

Del 7 al 13 de octubre

#0982

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