Los 10 mandamientos de Henry Miller para escribir

1. Trabaja en una cosa a la vez hasta que termines.

2. Olvídate de los libros que quieres escribir. Piensa sólo en el libro que estás escribiendo.

3. No te pongas nervioso. Trabaja con calma, felicidad y pasión en lo que sea que tengas en las manos.

4. Trabaja de acuerdo con un Programa y no según tu humor. Detente cuando se cumpla el tiempo que hayas considerado escribir.

5. Cuando no puedes crear sí puedes trabajar.

6. Consolida cada día un poco lo que estás haciendo, en lugar de echar fertilizantes a cada rato.

7. ¡Mantente humano! Reúnete con gente, ve a lugares, bebe un trago si tienes ganas.

8. ¡No seas un caballo de carga! Trabaja sólo por placer.

9. Ignora el Programa cuando lo sientas necesario, pero regresa a él el siguiente día. Concéntrate. Afina. Reduce. Excluye.

10. Escribe primero, y siempre. Escribir es lo primero. La pintura, la música, los amigos, el cine, todo eso viene después.


El Baile de Los diablos es para la gente: Simitrio Morga, maestro de Diablos

Eduardo Añorve

Dimitrio Morga Bacho es constructor, construye casas; también confecciona botes o tigreras. Y desde hace unos treinta y cinco años es maestro de un grupo de hombres que bailan Los Diablos en Cuajinicuilapa.

El bote o tigrera es un delicado y bujador instrumento de profundo y viejo sonido, que utilizan Los diablos para bailar sus sones y servir de tránsito entre los antepasados difuntos y sus deudos, particularmente a fines de octubre y principios de noviembre, de cada año.

Al igual que la flauta –o armónica, según los cultos–, aunque ésta no es grave, sino argentina, melodiosa y fina. A estos dos instrumentos que construyen los sones para el Baile de Los diablos los acompaña la charrasca, la ruidosa quijada (de burro o de caballo).

Simitrio Morga toca la flauta desde hace décadas, y desde ahí dirige a unos veinte, treinta hombres que bailan ese baile en Cuajinicuilapa, puso los cimientos de este grupo, y ahora es el maestro mayor de esta obra siempre en construcción, siempre en plenitud, plena de movimientos ágiles, de gemidos profundos y de intensos zapateos; obra nueva y vieja ante los ojos de propios y frasteros, siempre. Siempre sorprendente y espectacular.

En el caso de este maestro de Diablos, éste siempre está acotado por su vida; pero la vida de un hombre –para él mismo– es todo el tiempo, es un siempre de tiempo completo, absoluto, eterno, construyéndose. Como este baile, a través del cual los espíritos de muerto (que los católicos llaman almas) vienen a convivir con sus familiares vivos en estos tiempos.

–Estoy en este baile desde hace cerca de cincuenta años. Por gusto. Aprendí viendo a los más grandes bailar cuando era niño; tenía unos diez años y me gustaba mucho.

Pero Simitrio aprendió a tocar la charrasca primero, no a bailar. Simitrio no baila, no ha sido Diablo nunca en su vida. Y desde niño ha sabido estar presente en el grupo de Diablos de la Iglesia: éste también es un modo de ser Diablo. Ahora tiene unos sesenta y dos años.

Viendo, aprendió a tocar la charrasca, dice. Luego, viendo, aprendió a tocar la flauta. Ahora otros más jóvenes lo ven y, uno que otro, procura aprender, porque se aprende por gusto, como lo hizo el maestro, porque a uno le nazca tocar la charrasca, el bote, la flauta. Antes había violín, recuerda Simitrio; y a veces también había guitarra. Ahora no.

Simitrio dirige a un grupo numeroso este año. Unos treinta hombres, con edades que van desde los setenta años, hasta los diez años, en dos filas. Por regla y costumbre, el grupo de Simitrio, Los Diablos de la Iglesia, bailan tres días: el 31 de octubre y los días 1 y 2 de noviembre. Empiezan a ensayar desde un mes antes, más o menos, afuera de la casa de Simitrio, en la calle.

Tomás González –por ejemplo– es un Diablo que tiene setenta años y todavía sigue bailando, con fuerza, con ganas, entregándose en cada son, en cada paso; es el Diablo decano de los de la Iglesia. A su lado, hasta el final de cada fila, hay muchachitos de diez, doce años –como Ángel, Pollo–, aprendices que también se entregan en cada son, ante cada orden de los instrumentos para enfatizar los pasos, para dar las vueltas, para zapatear extasiados, felices y felinos, para volar alternadamente las aspas de sus brazos.

Sí, estos Diablos sí entran en trance en sus bailes en estos días, a pesar de que bailan por horas bajo el sol, sobre el asfalto caliente. Los grandes beben cerveza para paliar el cansancio y entrar en tono fácilmente; pero los niños, los adolescentes, acometen cada son con sus meras energías, con su pasión, con un gusto que contagia y da envidia: entregados al grupo, sometidos al baile; cansados, pero riendo, bromeando, jugando. Para recuperarse les basta el agua o los refrescos que les ofrecen, y los tamales; y unos minutos de reposo.

La Minga, el Tenango o Diablo Viejo, los músicos y una veintena de Diablos, además de otras personas de –digamos– apoyo, quienes cargan la ofrenda que reciben, por ejemplo, u otros enseres, son quienes andan calle por calle, casa por casa. Todos ellos, orgullosos de ser parte de este grupo. Y algunos Diablos al descubierto, quienes no tienen máscara, pero esperan que otros se cansen para que se las presten y entrar al quite en el baile.

A principios de la década de los años ochenta del siglo pasado, la crisis económica provocó la despoblación de la zona y muchos campesinos jóvenes o hijos de campesinos emigraron hacia Estados Unidos de América y hacia otras ciudades del país donde encontrar trabajo para poder subsistir, sin lujos, pero sin carencias. Esa desbandada también influyó negativamente en los bailes rituales de Cuajinicuilapa; en el caso del de Los diablos, los varios grupos que existían dejaron de salir cada todosanto a las calles, a traer desde el panteón a los muertitos, el primer día, y a los muertos grandes, el segundo. Como en el caso de los del Barrio Abajo.

Pero Simitrio organizó a los de la Iglesia para continuar y, luego, servir de ejemplo a otros hombres y jóvenes, para hacer florecer otros grupos –cinco, seis, siete– en la población: los del Panteón, los Tetereques, los Cuijleños, los de la Vicente Guerrero, los de Los Lirios… Incluso, varios de quienes ahora bailan en otros grupos amucharon las filas de los de Simitrio Morga Bacho.

–Éramos los únicos, ya no bailaba otro grupo, como que ya se andaba acabando el baile; pero nosotros nos organizamos allá por el año ochenta, y todavía seguimos bailando. El grupo de nosotros es el grupo más viejo, lleva unos treinta y cinco años bailando, y servimos de ejemplo para que otros también comenzaran a bailar en aquellos tiempos.

Después de aprender a tocar la charrasca, Simitrio comenzó a tocar la flauta; en estos grupos, frecuentemente el de la flauta es el que manda, al que obedecen; el que decide, a quien siguen todos; el que aconseja y reprime, a quien respetan y aprecian. El que resuelve los problemas y resana las carencias. El imprescindible. Por eso decimos que son los Diablos de Simitrio.

Como el baile mismo, este grupo se ha ido renovando, hay muchachos que bailan algunos años y luego dejan de hacerlo por múltiples causas; pero llegan otros, adolescentes, niños, que los suplen, y algunos se van quedando hasta sumar ya veinte años bailando en él, como Adán Mariche; otros tienen apenas siete, tres, dos, un año. Y, a lo mejor, este año algunos no bailaron, pero bailarán el que viene, o el otro, o el otro: ser Diablo es un modo de ser.

Y Simitrio lo sabe. Ahora que está de moda la exhibición del baile ante la gente de fuera o ante funcionarios; ahora que proliferan grupos de Diablos de existencia efímera, que brotan falsos maestros mascareros y se erigen expeditos expertos en la cultura afromexicana y se encumbran superficiales conocedores de esta tradición, para él el asunto está claro:

–Está bien que haya muchos grupos, para que la tradición siga y no se acabe. Pero a nosotros lo que nos mueve es el aprecio de la gente, de nuestra gente. Eso de los concursos y los desfiles está bien, pero nosotros lo que nos gusta hacer es ir a las casas a donde cada año nos esperan, donde quieren que bailemos para sus difuntos. Claro que a veces vamos a los concursos, a los desfiles, pero eso no es lo más importante.

Los Diablos de Simitrio bailan desde hace años en casas de personas de los barrios criollos de Cuajinicuilapa (el Panteón, la Iglesia, la Banda, la Guadalupe, el Barrio Abajo), quienes los acogen con comida y bebidas, con obsequios, con aprecio. Además de bailar por la calle principal, en las casas donde quieran recibirlos.

–Esto es lo mejor: que la gente nos recibe bien, nos espera cada año en su casa. No nos importa el dinero; lo que nos importa es la gente.

Al final de la jornada del sábado 2 de noviembre, por la tarde, después de haber visitado la última casa en que los esperaban, el maestro Simitrio Morga Bacho y sus muchachos y no tan muchachos se van a su barrio.

Simitrio, cansado, pero ya relajado, entonado por las varias cervezas que se ha echado, sonríe, platica más que de costumbre, pero sin llegar a hablar demasiado, satisfecho con la intensa y extensa obra hecha en estos tres días, tal vez pensando en el año que viene.

–Sí, lo que importa es el aprecio de la gente.

Simitrio Morga. Maestro
[Foto: E. Añorve]

En México casi no hay literatura de género: Iván Farías

Charlie Feroz

Iván Farías es un escritor y narrador que transita por los géneros policíaco, ciencia ficción y el terror. Ha colaborado en diversos periódicos, es crítico de cine y tiene publicados los libros: El Plan perfecto, Tipos que no duermen por la noche, Entropía Remix y Crónicas desde el piso de ventas.

 

¿Cómo ves la literatura policíaca, de ciencia ficción y de terror en nuestro país?

Pues la verdad es difícil contestar eso en una sola respuesta corta. Lo que más leo es policiaco, por un proyecto personal que tengo que espero termine el año que viene. Creo que hay muchos escritores que ahora se dedican al policiaco, sumado a los otros que deciden entrar al género. Los autores «reconocidos» siempre quieren hacer su «novela policiaca», ahí tienes a Volpi que hizo ese mamotreto frío sobre el Caso Cassez, aunque en otros casos sale bien. Serna y su Miedo a los animales es un buen ejemplo. El policiaco en México goza de buena salud, el problema que tiene es que es muy serio, muy tremendista, como que el humor no le va, pese a que los grandes exponentes, Bernal, Taibo, tiene mucho humor.

El terror pues es algo incipiente, es un territorio que se está reconociendo. Ahí hay algunos autores, algunos personajes, pero en general todo se reduce a un sólo nombre: Bernardo Esquinca, nadie más ha tenido la resonancia de este, y es debido principalmente a que Esquinca nunca para de trabajar.

La Ciencia ficción es de tristeza absoluta. No hay, no nos creemos que aquí pueda haber tal. Lo mismo pasaba, por ejemplo, en China, pero cuando el país se dio cuenta de su poderío empezó a haber autores.

En México casi no hay literatura de género porque durante años el canon no permitió que estas literaturas crecieran.

¿Crees que debido al boom producido por la violencia haya generado en nuestra literatura un nuevo género, el de la narconovela?

Te respondo con otra pregunta: ¿conoces una narconovela? Yo no. Hay novelas policiacas que hablan del narco como crimen organizado como los gringos hablan de la mafia y los japoneses de la Yakuza. Novelas que hablen de usos y costumbres del narco las de Élmer Mendoza y las de Guillermo Rubio y algunas más.

¿Cuál consideras las cinco mejores novelas de terror?

Ahora saltamos al terror. A mí no me gusta hacer estas listas, más que para el Facebook y eso por diversión. A veces siento que ponemos a pelear cosas que no pueden ser medidas de la misma manera. Además, esas listas cambian con el tiempo. Las novelas que más recuerdo son Cementerio de animales, de King; Los mil y un fantasmas, de Alejandro Dumas, que es una novela de cuentos. El ritual, de Adam Neville; La casa infernal, de Richard Matheson, y de él mismo, Soy leyenda.

Eso sí, el terror es mejor en cuentos.

¿Y las cinco mejores novelas de ciencia ficción?

Es otro mundo, totalmente. El increible hombre menguante, de Richard Matheson; Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, de Philip K. Dick; La nave estelar, de Brian Aldiss; 1984, de Orwell, y El Rascacielos, de J. G. Ballard.

¿Y las cinco mejores novelas negras?

Uf... muy difícil, te voy a decir cinco, porque no hay de otra. Crimenes imaginarios, de Patricia Highsmith; El largo adiós, de Chandler; Los amigos de Eddie Coyle, de George V. Higgins; Pronto, de Elmore Leonard, y Revolución en las calles, de George Pelecanos.

¿Qué género es el que más te apasiona?

El policiaco; es muy maleable, acepta todo, el terror, la ciencia ficción, el drama urbano, la denuncia social, el humor.

¿Qué películas nos recomendarías para ver en estos días?

Las de los años setenta y ochenta, o en sus defecto, las del cine mudo. Siempre veo Halloween, La noche de los muertos vivientes, Alucarda; son monumentos al cine.

¿Cuál es tu autor favorito de terror?

A lo largo del tiempo me he dado cuenta que Richard Matheson es mi autor favorito, pese a sus limitaciones, o precisamente por ellas.

¿Qué es el terror?

El miedo llevado a lo más alto.


Zoom in, zoom out

Luz Stella Mejía

La claustrofobia es una de las primeras pruebas que debemos superar para poder llegar hasta aquí. Pasar 24 horas encerrada en un cuarto de dos por dos es duro, pero nada se compara con la experiencia real. Ya llevamos diez días con la vista enfocada a menos de tres metros todo el tiempo, salvo descansos cortos en los que podemos mirar por la pequeña ventanilla el paisaje espacial que se extiende en todas direcciones. Dos semanas viéndonos las caras, que ya empiezan a tener señales de molestias: labios apretados, miradas desviadas y ceños fruncidos. Después de estar trabajando y durmiendo con las mismas personas por tanto tiempo, mejor no hablar sino lo imprescindible, pues todo lo demás puede ser la chispa que encienda una discusión absurda. Sólo se escucha el silencio de la cápsula, excepto cuando hablamos con la base y en cuanto terminamos nuestro turno en los comandos, que podemos conectarnos los audífonos y escuchar nuestra música.
Aquí adentro la atmósfera es cerrada, y después de tantos días de vuelo, el aire huele un poco rancio, como la ropa sucia que espera el día de lavado. Menos mal que antes de subirnos, un “oledor” experto nos huele todo el equipaje, para que no traigamos nada que sea irritante. También tenemos el acuerdo tácito de no usar lociones ni desodorantes con olores fuertes —nada de Axe ni Chanel. A veces huele un poco como a fusibles y cables. Me recuerda al olor del taller que mi tío tenía cuando yo era niña, lleno de televisores desbaratados. El día del despegue la nave toda olía a carro nuevo. ¡Era tan emocionante! Todo era suave al tacto, novedoso, brillante y prometedor.
En ese momento, cuando ingresé a la nave, ya listos para el despegue, me sentí muy feliz, era la culminación de años de anhelar ser la elegida para un vuelo espacial. Días y días de entrenamiento duro, exámenes físicos y sicológicos y todo el tiempo alerta, tratando de demostrar que sé tanto o más que los compañeros. Ya se sabe, a los muchachos les queda más fácil; el primer requisito, ser hombre, pensar y actuar como hombre, ya lo tienen resuelto. Desde el día que me anunciaron que iría en una misión espacial no he podido dejar de sonreír. Luego me enteré que George y Anthony también venían y me alegré mucho, los tres nos llevamos muy bien. Ellos son tranquilos y considerados, no les gusta alardear y sé que lo que muestran es lo que son, sin dobleces. En eso nos parecemos.
El tablero de mando del Soyuz está abarrotado de botones, pomos, palancas y pantallas. Ahora ya sé para qué sirve cada cosa y hemos entrenado tanto que puedo manipularlo con los ojos cerrados. Pero recuerdo que la primera vez que tuve que practicar con el panel me sentí abrumada, tenía un poco de nervios, de no ser capaz de manejarlo. Al final aprendí rápido. Claro que es diferente cuando entrenas en un simulador, una vez superado el miedo de la primera vez, luego es muy fácil y lo haces casi con descuido. Pero el día del despegue, cuando ya era de verdad, me sentí muy nerviosa. Sentí un verdadero gusanillo en el estómago, ya no por temor a no ser capaz, sino por miedo a lo desconocido. ¿Cómo será estar en medio de la nada? ¿Y qué tal si nos equivocamos en un solo comando? Es que para volar un módulo de éstos se necesita precisión de relojero y un trabajo en equipo perfectamente sincronizado, sobre todo en tres momentos: al despegue, cuando necesitamos acoplarnos a la estación espacial y, especialmente, al reentrar a la atmósfera.
Adentro de la cápsula todo es frío al tacto, metal por todas partes. Es como estar dentro de una lata de atún, como dice Bowie en su famosa canción de Space Oddity “For here, am I sitting in a tin can”. Con George siempre tenemos esa discusión, él dice que Bowie se refiere a que está sentado encima de una lata, como por ejemplo, un bidón de gasolina. Yo digo que se refiere a la nave, comparándola con un tarro de hojalata. Porque eso es lo que yo siento. Cuando me preguntan cómo es estar sentada en el módulo, yo les digo que es como estar dentro de una lata de sardinas: pequeña, atestada —de personas y objetos— y Ya estamos llegando a nuestro destino. Después de darle la vuelta a la luna, vamos a acoplarnos a la estación internacional Lunar II, que orbita a su alrededor. Ya la he visto, a la luna, por la ventanilla, pero no he podido tener una visión completa. Yo tengo programado un spacewalk, o sea, una caminata espacial, y ya tengo puesto mi traje presurizado desde hace una hora, respirando oxígeno puro. Tengo mucha impaciencia, no puedo esperar a sentirme flotando en el espacio y ver la luna tan cerca, debe ser la sensación más impresionante de la vida. Con el traje me muevo como en cámara lenta, toda acción pequeña cuesta tres veces más que en la tierra, no solo por el traje, que es grueso e incómodo, sino porque acostumbrarse a hacer todo sin gravedad es muy difícil. El entrenamiento para la caminata espacial es bajo el agua, estar en el espacio se parece un poco a bucear en las profundidades del mar, sólo que es el efecto contrario. En el agua, la presión es más grande que en la superficie, aquí, no hay ninguna presión. Pero en ambos casos debemos usar un equipo que limita mucho los movimientos, porque estamos en ambientes que son hostiles a nuestra naturaleza terrestre.
Es difícil acostumbrase a manipular cualquier cosa con los gruesos guantes. Las herramientas que utilizamos para hacer reparaciones por fuera de la nave son más grandes que las normales. La visión es muy limitada, tienes que girar la cabeza constantemente para ver lo que en condiciones normales ves en un solo golpe de vista. Incluso esas cosas que normalmente captamos por el rabillo del ojo, con el casco no se ven, pues no hay rabillo que valga. Tampoco se escucha nada, sólo la propia respiración. Me ha pasado que después de estar con el casco por un buen rato, en silencio, me sobresalto con el sonido de mi propia voz encerrada. Menos mal tenemos un buen sistema de micrófonos y audífonos para comunicarnos, pues no se puede en la distancia llamar la atención de alguien agitando las manos o algo así, por la visión tan limitada. Siempre pasa que si alguien se aproxima por el lado, me sorprende porque no lo veo hasta que ya me toca el hombro o está justo frente a mí.
Por fin es hora de abrir la escotilla. Cuando avanzo y doy el paso que me saca por primera vez de la cápsula al vacío espacial, siento los latidos de mi corazón golpeando en mis oídos. Abro mis ojos más de la cuenta, tratando de ver más allá del negro estrellado. Esa sensación de dar el paso sin caminar porque no hay suelo en el que apoyarse, de hecho no hay nada de que apoyarse, nada que pueda ayudarme a orientarme ¿dónde es arriba, dónde es abajo? Es como si mi cuerpo se separara de mi mente. Mi cerebro corre a mil por hora tratando de adaptarse y entender una situación tan peculiar. Mientras mi cuerpo se relaja y flota, no hay sensaciones, no hay presión atmosférica que me empuje hacia abajo y tape mis oídos, no hay suelo duro bajo mis pies, no hay nada. No siento el exterior, todas las sensaciones provienen de mi propio cuerpo adaptándose, un poco mareado, con el estómago también flotando dentro de mí, que si hubiera comido a lo terrícola estaría vomitando.
Pero entonces la veo. La luna. Qué bella y grande. Está allí, tan solitaria en medio de la nada, con su cara brillante, con sus zonas sombreadas que parecen un reguero de agua. Cuando éramos niños nos decían que era la cara de la virgen, pero la verdad yo nunca vi ninguna cara. Desde aquí veo sus cráteres y crestas, parecen cicatrices en un cuerpo guerrero. Es el paisaje más hermoso que haya visto en mi vida. La vemos todas las noches en el cielo, pero se nos olvida que es un cuerpo celeste. O sea, tridimensional, una esfera que flota en medio del espacio vacío. Es simplemente sobrecogedor.
En ese momento siento el cable que me ata a la nave enrollado alrededor de mi cuello. No puedo desenrollarlo, entonces abro el gancho que lo conecta a mi traje y así lo desenredo. George viene hacia mí y chocamos, me agarra del brazo pero el impulso hace que giremos sin control y perdamos contacto. Con el impacto, el cable se soltó de mis manos antes de poder reconectarlo. Entro en pánico y empiezo a hiperventilar. La idea aterradora de estar flotando sin control y sin amarre en medio del espacio está sucediendo. Tengo que cerrar los ojos muy fuerte y tratar de dejar mi mente en blanco. Comienzo a repasar mentalmente los pasos para una emergencia como ésta. Una vez que me tranquilizo un poco, abro los ojos y veo que George viene hacia mí de nuevo, así que preparo mi cuerpo para el choque, abriendo mis brazos, lista para agarrar lo primero que pueda. El impacto es violento pero los dos nos enlazamos en un abrazo feroz. No hay poder humano que me haga soltarlo ahora. Siento un gran vacío después de la explosión de adrenalina, me dan ganas de reír y de llorar al mismo tiempo y siento algo como una burbuja que crece en mi pecho y me deja sin aliento.
En el giro salimos por encima de la nave y me quedo absolutamente sin palabras. Algo que es mucho más impresionante que la luna se asoma por detrás de la estación lunar. Es el paisaje más impactante: La Tierra. Es tan bella, tan azul, tan nuestra. Nada podría prepararme para esta visión. De pronto siento una nostalgia insoportable, más que la sola nostalgia del hogar, es la certeza física de que no podría vivir sin ella, porque físicamente es imposible vivir fuera de la tierra. Parece obvio, pero nunca lo había visto tan claro, una verdad que me ha golpeado, como un martillo en la cabeza: no podemos vivir sin la tierra.
No podía quitar mis ojos de ella. No es como la luna, una roca hermosa, pero sin vida. Es algo vivo. La tierra es un ser vivo. Los colores que la hacen tan hermosa no son superficiales ni artificiales. Ese azul no está pintado: es un mar profundo, poblado de criaturas. Y no es un azul uniforme, sus tonos dependen de la profundidad y de los corales y de las algas y del plancton que flota a la deriva. Es un océano lleno de vida. Es agua sin la cual no existiríamos.
Esas pequeñas manchas verdes, tan escasas en la superficie azul, son en realidad vida: los bosques boreales, la selva del Amazonas, las sabanas africanas, los manglares costeros. Pasa como una película por mi mente donde veo las inmensas sequoias, los helechos frondosos, el césped mullido, las orquídeas, el musgo. Una variedad casi imposible de plantas.
Me puse a detallarla. Es posible identificar los continentes, pero no hay fronteras, no hay países, no hay diferencias. Y entendí que no hay dos tierras, una para los ricos y otra para los pobres. Es sólo una. Lo que unos pocos hacen, lo sufrimos todos. No hay veinte tierras: una para los blancos y otra para los negros, los mestizos, los hispanos, los indios, los indígenas, los asiáticos y cada uno de los tonos posibles. Vista desde aquí ¡es tan pequeña! Y en miles de kilómetros alrededor no hay ningún planeta parecido. Estamos todos juntos en esto. Es la única Tierra.
De pronto, no sé por qué, me acorde de cuando mi tío Osvaldo se accidentó en la finca. Toda la familia estaba en la ciudad y allá en el pueblo dónde él estaba se necesitaba sangre O+ para poder hacerle una transfusión. No había suficientes reservas en el hospital, pero un enfermero se ofreció a donar la suya. Recuerdo el alivio de mi abuelo y de toda la familia, excepto mi abuela, que estaba escandalizada porque le iban a poner a Osvaldito sangre de negro. Pues mi abuela tenía su manera de levantar la nariz frente a los que tuvieran la piel un grado más oscura que la suya, que no era alabastro, ni mucho menos. Y mi abuelo con su vozarrón de general en guerra le grito:“cállate mujer, es la vida de Osvaldo la que está en juego, no esas estúpidas colchas de croché de las remilgadas Damas del Sagrado Corazón por los Pobres, que creen que se entecan si las tocan las negras”. Y mi abuela, ofendida, torció la boca. Y la siguió torciendo incluso cuando Osvaldo volvió a ser el mismo, completamente recuperado.
Entonces entendí porqué ese recuerdo me visita en este instante. Es como ver esas fotos digitales que se pueden agrandar cada vez más y se ve una persona y mucho más pequeño, un insecto, una célula, un átomo, una partícula. Y luego se puede alejar digitalmente la imagen y se ve un edificio, una ciudad, un continente, el planeta, la galaxia, el universo… La realidad está formada por tantos niveles y sólo en uno de ellos, somos diferentes. La piel es un accidente sin consecuencias. En todos los demás niveles somos un conjunto de partículas o somos apenas las pequeñas partículas dentro de la infinitud del universo.
George volvió a chocarme, esta vez sin tanto impulso y agarrado a mi brazo se quedó conmigo contemplando el paisaje. Sacó su cámara y, girándome, tomó una foto de los dos, con la tierra al fondo. Luego escuché su voz metálica pero inconfundible que decía dentro de mi casco: “He aquí una foto de toda la humanidad”, y Anthony desde el Soyuz protestó en mis audífonos “Hey ¿y yo qué?”.


Dos poemas de Hu Xudong

Hu Xudong (胡续冬) nació en Chongqing el 1974. Es poeta, crítico, traductor, columnista y profesor de Literatura china moderna en la Universidad de Pekín. Ha publicado seis libros de poesía, dos ensayos y varias traducciones. Ha ganado múltiples premios entre los cuales destacan el premio de poesía Liu

Poema Corto

 

Pasé sentado, casi la mayor parte de la tarde,
en el largo banco de la terraza de la habitación de enfermos de la planta
segunda, contemplando el cielo del Sur
como una nube tan bella como el leopardo de nieve
va siendo poco a poco desmembrada: primero son los cuatro fuertes y
vigorosos miembros
que son rotos despacio por el viento, después un avión
quiebra su cabeza. Cuando al fin su espalda doblada
como un despojo de carne y piel que está deshecha
de la espina dorsal, cae en el bosque que está al fondo
del Campus de Qing Hua, siento que mi cuerpo
comienza a diluirse hacia abajo por los huecos del banco,
como las arenas, hasta que se amontona
en una duna, corriendo por un desierto de enfermedades.

 

Traducción de Liu Jun, publicado en
la
Revista Ficciones (1999, numero 5)

 

 

 

Tren de alta velocidad entre Beijing y Shanghai

 

Estoy en la Estación Ferroviaria de Shanghai Hongqiao
y tú me dices: así se empiezan a escribir artículos.

Luchas contra la procrastinación penetrada ya dentro de tus grasas
entro en el Harmonía (1) que camina con su regla desordenada

Salgo de Jiangsu para entrar en Shangdong (2)
y acabas de terminar el primero de los artículos.

Llueve en Shandong, con una lluvia de lengua grande, tanta lluvia que
olvido cómo saludar por la ventanilla al Monte Tai (3) en chino mandarín.

Me gustaría enviarte el aguacero en un mensaje corto
para que escribas como puedas unos gritos henchidos de agua

pero insistes en tu velocidad exuberante
con cada carácter que tecleas, avanzo quinientos metros hacia el norte.

Basándonos en este cálculo, cuando yo atraviese la provincia de Hebei
sólo habrás podido terminar el segundo de los artículos

Me gustaría raptar el Harmonía, obligando al maquinista
a conducir más lentamente. No puede llegar al destino a no ser que acabes la tarea

o que directamente conduzca el tren en tu adicción a Internet
para acabar definitivamente con la procrastinación jodiéndola de una vez por todas.

En realidad sé que al final estallarás
como si un hada tirara flores (4) para terminar todos tus artículos acumulados

Luego abres la puerta, y estoy fuera. Te traigo
gardenias y shengjianbao (5) en la mochila.

 

Traductora: He Ying y Catarina Valdés,
publicado en
Revista Clarín, Número 99


 


Remington 12

De la década de 1920.

Del 4 al 10 de noviembre

#0986

cultura

01 05
V e r
m á s
Menos