Diario de la peste

[Segunda Parte]

Después de que en algunos países se tomará como mediada de prevención la cuarentena, el poeta Rafael Courtoisie escribe un diario poético sobre la peste, en este momento en que el Coronavirus o COVID 19, mantiene al mundo en una zozobra colectiva. Aquí publicamos partes este diario sobre la peste.

VI

 

Las palabras se comen con los oídos, pero el virus se come el sentido de las palabras. La peste ataca el cuerpo y el cuerpo del lenguaje. Las palabras antes miraban a todas partes, ahora miran a un solo sitio. Las palabras, antes gordas de sentido, adelgazan, pierden sustancia, se vuelven magras y entecas, repiten lo mismo.

Se pierde la carne de la voz y queda el eco.

La peste come sentido, consume el cerno de las palabras, las deja huecas.

Las cosas del mundo se vuelven entonces leves, como si las palabras no las nombraran. LAs cosas del mundo se desatan de las palabras que las unían. Las palabras se vuelven apenas un escuálido rumor, una habladuría, un estertor constante, un reflejo o un eco de la peste.

Las cosas, ahora liberadas del lenguaje, se alejan de la vida humana y cobran una vida medrosa y desvaída, o se vuelven meros instrumentos de la peste: los vasos ya no contienen agua o vino, son habitáculos de las gotas de saliva donde vive el virus; los pasamanos, las barandas de las escaleras, los picaportes de las puertas, ya no sirven para apoyarse y avanzar sino para ponerse en riesgo, son otra especie de ser, un ser verdugo, esclavo de la sombra propagada, se han vuelto instrumentos propicios para contraer el mal, para tocarlo y enfermarse. Apoyarse en una baranda puede significar caer al vacío de la enfermedad y estrellarse. Abrir una puerta puede ser sostener un instante en la mano el pomo virulento, la pulpa maciza de la manzana de la muerte. Un tenedor usado por alguien en cuarentena es un tridente maléfico, infernal. Toda cuchara mal lavada pasa a ser pornográfica, venérea, procaz, su desnudez metálica muta el deseo en aversión ancestral, en horror por su concuspicencia.

Antes la sed llamaba al agua.

Ahora la sed y el agua se separaron para siempre.

Antes se besaba, ahora se desinfecta.

 

VII

La peste es, también, un trastorno del deseo.

La línea invisible que unía vehemente el deseo y su objeto se tuerce. El deseante, antes sujeto, comienza a ser objeto, pasto para las fieras microscópicas, comida para el virus.

El que antes deseaba es ahora objeto de un deseo exterior inespecífico y múltiple, extendido.

La enfermedad nos desea, la enfermedad es la pulsión de la muerte, la voluntad de posesión de algo que no tiene voluntad porque no tiene consciencia. Esa voluntad de posesión sin voluntad se vale del temor y el descuido para ejercer el poder de su deseo.

El virus no es un saber, es un hacer.

El virus transforma su determinación inconsciente e inmoral de réplica en un simulacro aciago y cruel de la voluntad humana de posesión y sometimiento.

El hacer del virus se manifiesta en la naturaleza humana mediante los actos humanos.

El virus coloniza el aparato respiratorio, la materia de los bronquios, de los pulmones, el ingenio que permite la respiración y la vida, pero a partir de esa primera conquista parasita los gestos y actitudes, las conductas, el sistema vital del pensamiento.

La peste es, en su obrar, un trastorno del deseo.

El alimento del virus es la consciencia, el virus inmoviliza, detiene formas y aspectos de la percepción, modifica el estar en el mundo, reduce todo movimiento y concentra la actividad humana en su punto inferior, en la atención plena y constante sostenida en el aire, en el vehículo de la propagación, en el espacio pleno de gérmenes y ayuno de ideas de la realidad.

El virus tiene un efecto corporal inicial y luego un efecto espiritual profundo, inconmensurable.

Algunos se contagian directa y materialmente, y sufren las caries en los racimos de sus alveolos, la insuficiencia, la neumonía, la estangurria de la respiración.

Pero todos, todos, nos contagiamos del virus.

Del contagio espiritual no se libra nadie.

El virus, inconsciente, procede por pulsión biológica, por necesidad bioquímica, ocupa y consume los cuerpos que toca. Pero la construcción humana, cognitiva, del virus, invade el tejido social, inunda las relaciones, anega el comportamiento, hace de la enfermedad una decisión, un fin último, una interpretación, una semiosis constante que conduce a la construcción de un saber, pero es un saber enfermo, es una estructura epistémica viciada, monodireccional, unisémica.

La polisemia del acontecer humano se va reduciendo a una monosemia virósica, crónica, de vocación letal e insidiosa.

El presente del mal simula la eternidad. El virus es razón y medida de todas las cosas.

El virus parasita el deseo, lo vuelve silencio y opresión.

El virus se come la libertad.

 

VIII

Desde el presente del virus, la salud se concibe como un pasado espléndido y un futuro anhelado e improbable.

La salud es el paraíso perdido, el bien extraviado, la existencia de una Arcadia que ahora solo puede vislumbrarse en un futuro incierto y por lo tanto remoto.

Es hoy, con la peste, que la salud se presenta como esa edad dorada y sin pecado donde todo se podía experimentar como una forma prístina de la alegría.

Nuestra tradiciones mesiánicas nos hacen añorar ese cielo que alguna vez, se supone, se disfrutó en la Tierra, esa tierra sin mal, esa convivencia fraterna con los otros, con el amable prójimo que en aquel entonces no contagiaba, no portaba la posibilidad de una sombra maléfica alevosa.

Pero el paraíso perdido de la salud nunca existió, nunca se tuvo de verdad, es una ideación equivoca, un antecedente ilusorio que olvida demasiado pronto otras pestes más o menos recientes, otros virus que contaminaron, más que el cuerpo, la convivencia entre los seres.

Las pestes ligadas al sexo fracturaron varias veces la posibilidad plena del contacto, establecieron una ligazón indeleble y causal entre placer y castigo, fueron leídas como la represalia de un dios, de una moral, de una verdad establecida, de una ley que proscribe el goce.

Como hoy las mordazas de los tapabocas interponen el cepo, la capucha relacional, antes fueron las fundas peneanas, los forros semi transparentes , los ingenios delgadísimos interpuestos entre piel y piel, entre mucosa y mucosa, las fronteras materiales del contacto que enseguida se erigían en correspondencia con las fronteras morales, como barreras o pieles axiológicas, como dispositivos de control del acto, como peajes más o menos incómodos del trasiego emocional y físico entre las personas.

Un paseo por el pasado reciente permite saber que la peste siempre estuvo aquí.

Eran otras pestes, pero siempre la peste, su presencia insidiosa y voraz, su función vicaria que patentiza la ira de un dios o el mandato moral de los antiguos, la presencia de un orden que se vale de los límites, el axioma de la vigilancia como un deber, como un sucedáneo de la trascendencia, como una realización social, supra personal.

La peste, bien mirada, siempre estuvo aquí.

Dormía.

Y ahora se despertó con hambre otra vez.


Diario del año de la peste

[fragmento]

Daniel Defoe

De esta taberna hablo con bastante disgusto. Los dueños eran gente amable y cortés, y muy serviciales, y hasta entonces habían tenido la casa abierta y habían seguido con su comercio, aunque no de un modo tan público como antes; pero frecuentaban su casa un hatajo de hombres sin conciencia que, en medio de aquellos horrores, se reunían allí todas las noches y se entregaban a todos los excesos y escándalos habituales en tales gentes en otras circunstancias, y la verdad es que llegaban a extremos tan repugnantes que los propios dueños de la casa empezaron por sentirse avergonzados y terminaron aterrorizados por ellos.

Generalmente se instalaban en una sala que daba a la calle, y como siempre se quedaban hasta muy tarde, cuando aparecía el carro de los muertos al final de la calle, para dirigirse a Houndsditch, que estaba delante de las ventanas de la taberna, apenas oír la campana, solían abrir las ventanas y mirar hacia fuera; y como a menudo, mientras pasaba el carro, se oían lamentaciones de la gente que estaba en la calle o se asomaba a las ventanas de sus casas, aquellos desvergonzados se burlaban de ellos y les escarnecían, sobre todo si oían que la pobre gente invocaba a Dios para que tuviese misericordia de ellos, como muchos hacían en aquellos tiempos mientras andaban por las calles.

El alboroto que produjo la entrada de aquel pobre caballero en la casa, como ya he dicho más arriba, les molestó, y al principio se mostraron muy encolerizados y protestaron airadamente ante el dueño de la casa, por permitir que aquel buen hombre, así le llamaban ellos, fuera sacado de la tumba y se le dejara entrar allí; pero como se les contestó que era vecino suyo, y que estaba sano, a pesar de estar abrumado por la desgracia que había afligido a su familia, y todo lo demás, pasaron de la cólera al escarnio, y le ridiculizaron en su dolor por la pérdida de su esposa y de sus hijos, y se mofaron de su falta de valor para arrojarse a la gran fosa y así ir al cielo, según dijeron en son de burla, junto con los suyos, añadiendo algunas frases muy impías e incluso blasfemas.

Estaban ocupados en esta villanía cuando yo volví a la casa, y por lo que pude ver, a pesar de que él permanecía inmóvil, mudo y desconsolado, y sus afrentas no conseguían distraerle de su dolor, aquellas palabras le apenaban y le ofendían al mismo tiempo. En vista de lo cual, haciéndome perfecto cargo de cómo eran, y conociendo personalmente a dos de ellos, les reproché cortésmente su proceder.

Inmediatamente se volvieron contra mí, colmándome de injurias y preguntándome entre juramentos cómo no estaba ya en mi tumba, en tiempos como aquéllos en los que muchas personas más honradas que yo habían sido llevadas al cementerio, y por qué no estaba en mi casa rezando para que el carro de los muertos no viniera por mí, y cosas por el estilo.

La verdad es que me quedé asombrado de la desvergüenza de aquellos hombres, aunque no me desconcerté lo más mínimo por sus palabras. Yo conservé toda mi sangre fría.

Les dije que, aunque les desafiaba a ellos o a cualquiera de alguna falta de honradez, reconocía sin embargo que en aquel terrible azote que Dios nos había enviado, muchos mejores que yo habían sido ya arrebatados por la muerte y bajado a la tumba. Pero que, para contestar directamente a su pregunta, lo que había ocurrido había sido que hasta entonces había tenido la misericordiosa protección de Dios, cuyo nombre ellos habían blasfemado y tomado en vano, maldiciendo y jurando de aquella horrible manera, y que a mi parecer, si Dios en Su bondad, me había protegido a mí en concreto, entre otros fines, había sido a fin de que pudiera reprocharles la impúdica audacia que les hacía comportarse de aquel modo en tiempos tan espantosos como aquéllos, sobre todo escarneciendo y mofándose de un honrado caballero y vecino suyo (pues algunos de ellos le conocían) que veían abrumado por el dolor de las pérdidas que la voluntad de Dios había dispuesto que hubiera en su familia.

No puedo acordarme exactamente de cuáles fueron las abominables y diabólicas burlas con las que contestaron a mis palabras, al parecer provocadas por el hecho de que yo no sentía el menor temor a hablarles claramente; y en caso de acordarme, no hubiese querido llenar estas páginas con ninguna de las palabras, horribles juramentos, maldiciones y frases villanas como las que, en aquellos momentos, ni la gente peor y de más baja condición de la calle hubiera usado; pues, exceptuando a seres tan empecatados como aquéllos, incluso los hombres más malvados que pudieran encontrarse, en aquellos tiempos sentían en sus espíritus el terror a la mano que podía destruirles en un momento.

Pero lo peor de aquel diabólico lenguaje que utilizaban era que no sentían miedo a blasfemar de Dios y a hablar como ateos, burlándose de que yo llamara a la peste un castigo que venía de la mano de Dios; mofándose e incluso riéndose de la palabra castigo, como si la Providencia de Dios no tuviera nada que ver con aquel pavoroso azote que sufríamos, y como si el que la gente invocara a Dios cuando veía los carros que se llevaban los cadáveres, fuese algo de fanáticos, que carecía de sentido y de razón.

Yo les respondí del modo que juzgué más oportuno, pero no tardé en ver que lejos de poner freno a su horrenda manera de hablar aún les hacía redoblar sus mofas, de modo que confieso que aquello me llenó de horror y de una especie de rabia, y me fui, según les dije, porque no fuera que la dura mano que se había abatido sobre toda la ciudad, glorificase Su venganza en ellos y en todos los que estaban a su alrededor.

Ellos, todos estos reproches los acogieron con el mayor desprecio, haciendo de mí las mayores burlas que les fue posible hacer, y dedicándome todas las mofas más ofensivas e insolentes que se les ocurrieron, por ir a sermonearles, según ellos decían, todo lo cual la verdad es que más que indignarme, me apenó; y me fui sin dejar de alabar a Dios en mi corazón y de darle gracias por haberme hecho contestarles, a pesar de que me llenaran de insultos.

Durante tres o cuatro días más siguieron comportándose de este modo incalificable, y continuaron mofándose y escarneciendo todo lo que les parecía religioso o grave, o que de un modo u otro se relacionaba con la idea de que era Dios quien nos había enviado aquella terrible calamidad; y, según me dijeron, se mofaban también del mismo modo de la buena gente que, a pesar del miedo al castigo, se reunía en las iglesias, ayunaba e imploraba a Dios que retirase Su mano de ellos.

Decía que siguieron comportándose de este modo incalificable durante tres o cuatro días –creo que no fueron más–, hasta que uno de ellos, concretamente el mismo que había preguntado a aquel pobre caballero qué es lo que hacía fuera de su tumba, fue fulminado por el cielo con el castigo de la peste, y murió de la manera más lastimosa; y para abreviar, todos, uno tras otro, fueron arrojados a la gran fosa que ya he mencionado más arriba, antes de que se llenara por completo, lo cual ocurrió antes de quince días, poco más o menos.

Estos hombres eran culpables de muchos excesos, tales que parece que cualquier ser humano, en tiempos como aquéllos en los que el terror se había adueñado de todos nosotros, hubieran debido echarse a temblar sólo de pensarlo, y sobre todo de mofarse y escarnecer todo lo que veían de religioso en la gente, y sobre todo el que se reunieran llenas de fervor en las iglesias para implorar la misericordia del cielo, en aquellos días de prueba; y como desde aquella taberna en la que se reunían se veía la puerta de la iglesia, nunca les faltaban ocasiones de manifestar su hilaridad atea e impía.

Pero ya desde antes de que ocurriera el incidente que acabo de contar, la gente empezó a no frecuentar tanto las iglesias, pues en esta parte de la ciudad la epidemia hizo progresos tan rápidos que la gente empezó a tener miedo de ir a la iglesia; o por lo menos no iban tantos como antes era habitual. Por otra parte muchos clérigos habían muerto, y otros habían huido de la ciudad; pues la verdad es que un hombre necesitaba un gran valor y una firmísima fe, no sólo para arriesgarse a quedarse en la ciudad en tiempos como aquéllos, sino también para arriesgarse a ir a la iglesia y cumplir con su misión de pastor para con sus fieles, sabiendo casi con toda certeza que muchos de ellos estaban contaminados de la epidemia, y hacer esto cada día, o dos veces al día, como se hacía en algunos lugares.

Claro que la gente mostraba un fervor extraordinario en las prácticas religiosas, y como las puertas de las iglesias estaban siempre abiertas, la gente entraba individualmente a todas horas, ya estuvieran oficiando en el templo o no, y se encerraba cada cual en un banco y allí rezaba con gran fervor y devoción.

Otros se reunían en sus capillas, cada cual, según su opinión personal en la materia, pero todos eran, sin distinción, objeto de las burlas de aquellos hombres, sobre todo al principio de la epidemia.

Parece ser que varias personas de las más diversas ideas religiosas les habían reprendido por insultar públicamente la religión de aquél modo, y que los enormes estragos que causaba la epidemia, según supongo yo, fueron la causa de que cedieran no poco en sus burlas ya desde algún tiempo antes, que, sin embargo, su espíritu de escarnio y de ateísmo hizo resurgir con el tumulto que se produjo cuando aquel caballero fue llevado a la taberna, y quizá fue el mismo diablo quien les empujó cuando yo me creí en el deber de reprenderles; aunque al principio lo hice con toda la calma, la mesura y la cortesía de que fui capaz, lo cual hizo que me colmaran aún más de injurias, creyendo que mi actitud se debía al miedo, aunque luego ya vieran que era precisamente todo lo contrario.

La verdad es que volví a mi casa apenado y con el corazón afligido por el abominable proceder de aquellos hombres, pero sin dudar de que la justicia divina les daría un castigo terrible y ejemplar; pues yo consideraba aquellos calamitosos tiempos como una ocasión particularmente elegida para la venganza divina, y estaba seguro de que Dios la aprovecharía para manifestar, de un modo especialísimo y más visible que en cualquier otra circunstancia, cuáles eran los objetos que merecían su cólera; y aunque yo ya sabía que serían muchos los justos que caerían víctimas de aquella calamidad, como así ocurrió, y que no podía tenerse la seguridad de cuál sería la suerte eterna de los que eran señalados en aquel tiempo de un mal común, ya fuera en un sentido ya en otro, decía, que a mí no podía dejar de parecerme razonable el creer que Dios no consideraría oportuno proteger con Su misericordia a enemigos suyos tan manifiestos como aquéllos, que insultaban Su nombre y negaban Su existencia, desafiaban Su venganza y se mofaban de Su culto y de los que lo practicaban precisamente en aquellos tiempos; ni, ni siquiera aunque Su misericordia hubiese considerado oportuno el sufrirles y proteger sus vidas en otras circunstancias; que nos hallábamos en el día de la prueba, en un día de la cólera de Dios, y me acordé de aquellas palabras, Jer. 5, 9: “¿No habré de pedirles cuenta de todo esto?, dice Yavé. De un pueblo como éste ¿no habré yo de tomar venganza?”.

Decía que todo esto pesaba sobre mi espíritu, y volví a mi casa muy apenado y con el ánimo oprimido por el horror de la maldad de aquellos hombres, y por la idea de que pudiese haber alguien tan ruin, tan empecatado y tan notoriamente perverso como para insultar a Dios y a Sus servidores y a Su culto, de aquel modo, y en circunstancias como aquéllas, cuando El, por decirlo así, había desenvainado Su espada y la tenía en la mano, con objeto de tomar venganza, no sólo de ellos, sino de toda la nación.


Juguete rabioso

A puerta cerrada

Compartimos dos poemas de Franco García, amigo y colaborador de Trinchera.

A PUERTA CERRADA

 

Es cierto

Dios es inmenso poderoso y da miedo

También dan miedo los terremotos

las enfermedades

el mar

el fuego

las armas nucleares

las pesadillas

los reclusorios

Pero hay algo a lo que más temo

Que una mañana cualquiera

cuando todo es más claro y desértico

tomes tus cosas

me des un beso en la mejilla

y cierres la puerta para siempre.

 

 

 

SACRIFICIO

Sin más, a Cinty Vite

 

Me bastan dos sílabas

para amarte y llamarte

Firmes y eficaces

tus sílabas-dioses

me desnudan y me poseen

me castigan y me desangran

Todas las noches venero tu nombre

Remington 12

De la década de 1920.

Del 23 al 29 de marzo de 2020

#1001

cultura

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