juguete rabioso

La última balada del sol

(Para ser cantada en la boca-granada abierta del Metro)

Mario Santiago Papasquiaro, nombre artístico de José Alfredo Zendejas Pineda (Mixcoac, México, D. F.; 24 de diciembre de 1953-10 de enero de 1998), fue un poeta mexicano, autor de numerosos poemas pero que publicó poco en vida, fundador junto con Roberto Bolaño del movimiento infrarrealista. Entre s

La última balada del sol

 

 

What sagein the darkness?
Allen Gisberg

 

I

Qué muchacha
nos acompañará
en estas madrugadas / casi muertas
bajo este viento
1/2 animal 1/2 estatua
(70% guacamaya disecada)
qué muchacha nos acompañará
qué revólver
qué canción

 

II

¿Será 1 hoguera tribal
la cáscara alborotada de sus muslos?
¿1 florero-aroma de gladiolas
la varita de incienso de su clítoris?
¿Aparecerá el pueblo fantasma de mi boca
entre las rocas de sus mapas genitales?
¿entre la excitación-caleidoscopio de sus fuegos pálidos?
¿Arderá en ella el altamar?
¿Los cromosomas de sus veleros tendrán alas?

 

III

Qué muchacha nos asoleará
ahora que la sangre nos es tinta
taquicardia de octopus hechizado
porque la música-hacha de piedra de los Who
estampada a las ubres de 1 espectro verde
se acerca sonajeando irremediablemente
1 claro presagio de adrenalina arapantanos

IV

What sage in the darkness
dice Ginsberg
/qué pedo: qué explosión
en las salidas de emergencia /
Camino al Desolations Pub
Camino a la Inconciencias Factory
Cuál entre todas las muchachas
va a ser la que se acerque primero con su pezón derecho
y 1 flor del diablo subrayándole los ojos
¿La encontraremos pelándonos sus órbitas
exigiendo 1 poro más de ácido & naranjas
en plena Piazza De Navonna
en el Cuadrante de la Soledad mexicanito?
¿Saludará con 1 dejémoslo todo todo/ nuevamente?
¿Invitará a 1 safari sin escalas al interior de su torta mordisqueada?
Qué salud: qué verdad: qué tenaza de cangrejo
qué verso de Msses Adriane Rich la oiremos inyectarnos
¿Será ella 1 hija inconfundible
De Frank Zappa & Nina Hagen?
¿Bongocearán sus labios
hipnos/ maldiciones/ epilepsias?
¿respiraciones que sólo se dan
cuando baja sus cortinas el pulmón de 1 loco?
Que muchacha nos acompañará
lava abajo
hacia el fin del fin
del callejón.


Cul de sac

Lou Galicia

Desde que era casi una niña gustaba de observarme con detenimiento el culo. Utilizaba un espejo para maquillaje, como si fuera lupa, para explorarlo a placer; me hacía recordar el centro de un durazno: rugoso, café y rodeado por carne frutal que maduraba. Lo acariciaba con cierto temor, recelo que me excitaba por su naturaleza prohibitiva. Me atraía más su exploración que la zona vaginal, tan previsible y gazmoña.

Comencé a educar mi culo en la preadolescencia con lecciones nocturnas diarias a base de la mitad del dedo índice izquierdo. Que fuera comiendo a pequeñas dosis, casi inocentes. Su consistencia interna me recordaba las barras de mantequilla a las que solía meterle los dedos en la cocina, antes de que mamá cocinara con ella pastelillos para mi padre. Hurgaba en su ceguera, dibujando pequeños círculos de placer, y como si adquiriera voluntad propia, el culo pedía más, abría sus fauces con temeridad pero, a la vez, con gula; hambre recién descubierta con regocijo.

Palpitantes, hasta alcanzar una hinchazón que los asemejaba a gajos de toronja a punto de verterse. La humedad alcanzaba el boquete del culo y eso facultaba al índice a entrar por completo y a que aumentara su fruición. No me tocaba la vagina; que se derrochara sola, rimando con las contracciones y el ensanchamiento de ese ojo oscuro y oscilante. Los gemidos me brotaban, automáticos, del fondo del pecho; sentía su nacimiento, crecimiento y muerte, para dar paso a otro de ellos hasta integrarse a una cadena incesante. Sin embargo, paraba ante el anuncio del orgasmo. Las paredes anales comenzaban a tiritar, sus terminaciones nerviosas anunciaban su malditamente gozosa parusía seminal. Terminaba la lección del día con unos golpecitos en las grietas del recto, que parecían agradecerlo con unas últimas contracciones, y chupándome el dedo indicado. Me dormía con sus notas avinagradas entre la boca.

Mi concepto del esfínter cambió cuando encontré entre los libros de mi padre Sonnet du Trou du Cul. Era parte de su colección oculta, aquella que yo escudriñaba desde la infancia y de la que obtuve revelaciones que ayudaron a que encontrara mi camino; mi padre había cumplido bien su responsabilidad de proveedor y educativa. Verlaine y Rimbaud me purificaron el culo: “Es la fruta extasiada… Es el canal por donde desciende el celeste maná…”. “Oscuro y fruncido como un clavel violeta… Él respira, humildemente tapizado entre el musgo…”. ¡Jodidos homosexuales divinos! Ellos me invitaron a que explorara ese callejón sin salida, pleno de mierda, oro negro, pero también de fermentos que escurren de su lagrimal, lechosos y enmelados.

La avidez juvenil llegó acompañada de la destreza. Los dedos de mis manos habían pasado uno a uno y en grupos por mi culo; vals sordo y vicioso. Mi padre me regaló un arlequín de casi medio metro de altura, eran tiempos de carnaval; no atrajo mi atención su sonrisa de socarronería malévola, enmarcada con un antifaz, menos su traje chillante: portaba en la mano derecha un mazo, cuyo mango morado tenía cuello delgado, pero con terminación abombada. De inmediato lo imaginé serpenteando en mis fuelles anales, extrayendo sus acedades. Largo me pareció el día. Cayó la noche e inició la mascarada.

Dentro de mí, el mazo pareció abrir sus tentáculos, apéndices móviles que colmaron el subterráneo de mi culamen. Entraba y salía, primero con lentitud, después con la desmesura ocasionada por las oberturas del goce. Las contracciones del culo querían destrozar el mango del martillo infantil; mi ventosa lo asía con rabia, aferrándose a él con toda la culpa bien habida del aprendiz de santo a un crucifijo. Mi piel se fue incendiando, estepa que se entregaba irredenta al fuego. Las caderas bombeaban con libertad propia, se encabalgaban con los gemidos, fantasmagorías de placer estrellándose en las paredes de mi habitación y resbalando hasta el suelo, inánimes. Ambos pezones, proyectiles amenazando el cielo. Y entonces apareció ella, con su magnanimidad y misterio apostólico, abriéndose paso, royendo corazón y entrañas: la espermarquia anal. El mazo del arlequín sonriente trajo consigo la viscosidad que anegó los confines de mis nalgas, cuyo ámbar quedó varado entre las sábanas rojizas. Oro blanco que, en parte, le debí a mi padre, quien ojalá haya escuchado mis grititos incontrolables de aquella noche, a manera de exvoto.

Estoy por llegar a la adultez. Semivirgen; insisto en demostrar desafecto por las lides vaginales. Me considero lista para ofrecer el ano a los grosores masculinos para que lo horaden hasta el último de sus terruños; vergas que iluminen con semen su lobreguez. Corónenlo, todas, con embates de su rigidez palpitante. Círculo del universo personal. Sol de goce. Plenitud que me aproxima a lo divino. Eternidad. El mundo a través de mi culo.


Unos pocos versos necesarios para la vida

Patricia Gola*

Cuando hace unos días Juan José de Giovannini, editor de El Ediciones, tuvo la gentileza de invitarme a presentar el libro, El sol del invierno, mi reacción espontánea fue el retraimiento. Tan lejos de mí los actos públicos y las apariciones. Para no hablar de mi dificultad real de intercambiar apreciaciones con más de dos o tres personas amigas sobre la poesía y sus persistentes efectos. En un segundo pensamiento me dije, en el mundo en que hoy vivimos es importante defender y apoyar este tipo de publicaciones. Y heme aquí, ignorando mis propias carencias.

Fue Iván García, el traductor de este bello libro, quien hace algunos meses me acercó generosamente un ejemplar. ¿Cómo decir lo que sentí al leerlo? A reserva de sonar fuera de lugar, para los tiempos que corren, sentí una amistad. Sí, una amistad múltiple. En primer lugar con el autor de estos versos que me aproximaban a una zona muy íntima mía, en segundo lugar con el traductor que se había tomado el trabajo, amoroso, de trasladar esos poemas del portugués a nuestra lengua con una gran sensibilidad poética, y en último lugar, pero no menos importante, hacia Juan José De Giovannini, editor y escritor él mismo, que en definitiva había apostado por esta poesía, por esta selección y traducción, para incluir en su logrado catálogo de libros.

   Cuando leí la nota del traductor con que abre El sol del invierno, no pude sino corroborar lo que había sentido antes con fuerza, la amistad. Y es que ahí me encontré con que mi padre, el poeta Hugo Gola, hace ya algunos años había impulsado a Iván a realizar una antología de unos sesenta poemas de Eugenio de Andrade, cuya publicación como tal no llegó a concretarse. Y lo que es más, me conmoví con el hecho de que, tras la nota inicial de Iván García, inaugurando este pequeño libro que hoy nos ocupa, Iván había decidido incluir un bello poema inédito de mi padre que a todas luces evidencia una gran proximidad de espíritu y aun de forma entre su poesía y la del lusitano. Todo cerraba.

El sol del invierno es un libro hermoso y necesario. Sobrio en su concepción, incluye sólo dieciséis poemas de seis poemarios distintos (con nombres tan elocuentes como Cerca del decir o Los lugares del fuego), cuyos años de publicación van de 1961 hasta 1998. Esa sola propuesta me resultó atrayente. Un libro que no apuesta por la cantidad sino por la calidad, por la intensidad de unos pocos versos necesarios para la vida. Porque una de las funciones quizá más importantes de la poesía, es ponernos en contacto con esas zonas íntimas, humanas, frágiles –y por lo mismo también, poderosas– de las que el ruido del mundo siempre nos aparta. Podríamos decir citando libremente a Emilio Adolfo Westphalen, que esos raros objetos construidos con palabras nos confunden y transportan a otra esfera de la existencia.

​La de Andrade es una poesía mínima y esencial. Sus versos, escritos con una sencillez luminosa y conmovedora, a menudo se preguntan sobre el origen, el por qué y el para qué de la poesía. Y la respuesta nos remite a una escucha, a un estar atentos. Para que la poesía llegue a su destino, hay que saber prestar oídos. 

Todo este librito, y el diminutivo en realidad lo engrandece, puede ser de hecho leído como una suerte de “arte poética”.

Es una poesía de la materia y a través de la materia se llega a experiencias hondas y vitales, que suelen lindar con la desnudez y el silencio. Así, es evidente, la cercanía de Eugenio de Andrade con la poesía de William Carlos Williams.

Es también una poesía amorosa, altamente sensorial, una poesía del cuerpo. En ella, o al menos en la selección de Andrade que García nos propone, se abren paso boca, labios, lengua, piel, fulguraciones de la juventud vivida (“aquel que fui”), pero también familiaridad y experiencia de la vejez. De ahí lo acertado del título. “El sol del invierno”, es decir, esa fuerza luminosa, creadora, que es el sol (y ciertamente también la poesía) se despliega e irradia su energía vital aun en la etapa final, cercana a la muerte. 

Antes decía que es una poesía esencial y esto también me lo confirma la presencia de los elementos: el agua (Iván nos ofrece en el prólogo una cita muy bella de Andrade: “Doy todo mi reino por ese caño de agua cayendo en el silencio de un patio del sur”), pero también el fuego (el ardor de unos labios, o una “llama pura”, una bella manera que Andrade encuentra para aludir a la poesía). Fue el poeta Pierre Reverdy quien dijo: “La poesía es a la vida como el fuego a la palabra. Emana de ella y la transforma. Durante un momento, un breve momento, engalana la vida con toda la magia de las combustiones y las incandescencias. La poesía es la forma más ardiente y más imprecisa de la vida. Después, ceniza.”

En la poesía de Andrade el aire ocupa también un lugar destacado (“todo era claro,/ joven, alado) y la tierra (en algún poema de esta breve colección se alude a la “intimidad con la tierra”).

Y es también una poesía del ritmo, de movimientos y cadencias: el tiempo de las estaciones, el mar y las olas, la lluvia, el baile y la danza, como un ritual que se renueva incesante. La poesía de Eugenio de Andrade, cuyo nombre de nacimiento era José Fontinhas, es, pues, y en definitiva, una apuesta por la vida y la alegría, tal y como la solemos experimentar cuando somos niños.

 

NOTA: este texto fue leído durante la presentación del libro El sol del invierno, el jueves 27 de febrero de 2020, en el marco de la Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, en la Ciudad de México. En la presentación también participaron José Luis Gómez e Iván García.

*Patricia Gola es poeta, traductora y editora. Su poemario Las lenguas del sol fue publicado en México (colección Ala del Tigre, UNAM) y en Argentina, en Alción Editora, en una versión ampliada. Ha traducido del alemán a Paul Celan y del inglés a Robert Creeley, Denise Levertov y Wallace Stevens, entre otros. Asimismo, fue durante muchos años la editora de la revista de fotografía Luna Córnea.


Remington 12

De la década de 1920.

Del 18 al 24 de mayo de 2020

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