Poesía, verdad y vida

Guillermo Vega Zaragoza

En su libro Las puertas de la percepción, el escritor inglés Aldous Huxley suscribe la teoría de que cada persona, en cada momento, es capaz de recordar cuanto le ha sucedido y de percibir cuanto está sucediendo en cualquier parte del universo. Sin embargo, el cerebro y el sistema nervioso funcionan como “válvulas” que discriminan ese cúmulo de información simultánea, aparentemente sin importancia, y seleccionan la que puede sernos prácticamente útiles para nuestra supervivencia cotidiana.

Para expresar este reducido repertorio de pensamientos, percepciones y sensaciones, el hombre ha creado sistemas de símbolos, conocidos como lenguajes, que en determinadas ocasiones sirven para expresarnos y comunicarnos con nuestros semejantes. La gran mayoría de las personas llegan a conocer, la mayor parte del tiempo, únicamente lo que pasa por esas “válvulas reductoras” del cerebro y del sistema nervioso, y eso es lo que están acostumbrados a nombrar.

Pero el lenguaje que se utiliza cotidianamente nos predispone a creer que le nombre de las cosas es la cosa misma, cuando la realidad es que el lenguaje cotidiano está tremendamente limitado para expresar toda la realidad del mundo. Las palabras, cuando se usan en su sentido ordinario, común, son la forma más inexacta de acercarse al mundo, a la realidad, de explicarla e interpretarla.

Por ejemplo, cuando digo “Tengo hambre”, esta frase no significa lo mismo para otra persona que no sea yo. Es más, no significa nada. Porque la forma, la sensación del hambre de cada persona es única. Nadie siente igual nada y nadie percibe el mundo igual que otro. A lo más que se puede aspirar es a evocar mi sensación de hambre y el otro puede pensar: “Ah, debe sentir algo parecido a lo que para mí es el hambre”. Sin embargo, sí es posible acercarnos más a la realidad. Podríamos decir: “Tengo hambre a la Memo” o “Tengo hambre a la Jorge”, o mejor: “Tengo hambre como sólo yo puedo tenerla a las cuatro de la tarde de hoy?”.

Sé que se podría objetar el hecho de que tratar de comunicarnos con tanta exactitud nos llevaría muchísimo tiempo, en vista de lo cual nos vemos en la necesidad de sacrificar la exactitud en aras de la brevedad del tiempo que disponemos para comunicarnos. De esta forma, es comprensible el hecho de que sea tan difícil la comunicación humana, sobre todo al momento de transmitir o intentar transmitir las emociones, que son a la vez lo más simple y lo más complejo del ser humano.

Para ampliar su capacidad de percepción, el hombre ha recurrido a lo largo de los siglos a los más diversos “atajos” para burlar la prisión del cerebro y el sistema nervioso. Estamos hablando de métodos tales como la hipnosis, las drogas, el alcohol, los hongos, el peyote o ciertos ejercicios espirituales, que aumentan transitoriamente la capacidad perceptiva. Sin embargo se da el caso de personas, como Jaime Sabines, que prefieren viejos alucinantes, más tradicionales y a veces hasta más peligrosos para la salud, como la soledad, el amor o la muerte.

No obstante, de vez en cuando, nacen ciertas personas con una especie de “válvula adicional” y, sin necesidad de drogas o sustancias adicionales, perciben algo más que el común de la gente. ¿Qué ven estas personas, cómo perciben la realidad? Desde luego, no perciben “todo cuanto está sucediendo en todas partes del universo”, como planteaba Huxley, dado que es imposible suprimir totalmente la “válvula protectora”, a riesgo de perder la razón. Perciben algo más, una visión diferente a lo que siente la mayoría de los seres humanos, pero cuidadosamente seleccionada y más completa de la realidad, sin ninguna utilidad práctica aparente, pero que está ahí, existe por sí misma, aunque “las personas normales” no la vean.

Algunas de estas personas que ven lo que los demás no ven no tienen la capacidad ni el talento ni la necesidad de transmitir o expresar esas experiencias a sus semejantes. Un visionario sin talento puede percibir una realidad interior tremenda, hermosa y significativa, pero carece totalmente de la capacidad de expresar, en forma simbólica, lo que ha visto.

O peor: aunque tenga esas virtudes, nunca encuentra el camino para expresarse, pues la misma sociedad aniquila sus inquietudes. Estas experiencias, que pudieran ser enriquecedoras para todos nosotros, se pierden inevitablemente para siempre, como diría el replicante Roy Batty, interpretado por Rutger Hauer, en la película Blade Runner, de Ridley Scott: “He visto cosas que ustedes ni se imaginan… Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia”.

Aquellos que sí tienen la capacidad, el talento, pero sobre todo, la necesidad de transmitir esas experiencias en forma de palabras, trazos en un lienzo, notas musicales, símbolos, son los verdaderos artistas, los poetas, los pintores, los músicos. El carácter único del artista consiste en esta capacidad para expresar en palabras o, de manera algo menos lograda, en línea y color, alguna indicación, por lo menos, de una experiencia no extraordinariamente desusada, ha dicho Huxley.

Aquí nos encontramos con otro problema. Partamos del hecho de que, por mucho esfuerzo que haga el artista para plasmar e intentar compartir sus experiencias con los demás, nunca, nunca, podrá transmitir con toda la intensidad, los detalles y la trascendencia de lo que percibe, debido precisamente a que el lenguaje, como ya lo vimos, es limitado para transmitir eso que el artista percibe.

Pensemos en cualquiera de las pinturas de Vincent Van Gogh. Es casi seguro que sus famosos girasoles, sembradíos, noches estrelladas o sillas del cuarto del artista, se acerquen muy poco, casi nada, a los que verdaderamente percibió el atormentado pintor, y aún así podemos sentir la intensidad de su experiencia al admirar cualquiera de sus cuadros.

No obstante, los poetas no somos tan diferentes al resto de los mortales. Para decirlo en palabras de Jaime Sabines: “La única diferencia entre el poeta y el hombre común es que el poeta está más desnudo, tiene un poco menos de piel que el resto de los hombres”.

Pero entonces ¿cuándo sabemos que estamos ante un verdadero artista, ante un verdadero poeta? Lo primero es reconocerse y asumirse como poeta. Este hecho implica una gran responsabilidad. Sabines afirmaba también que el poeta es el condenado a vivir, es el escribano a sueldo de la vida, a quien parece que le suceden las cosas por tener la obligación de escribirlas. Y el poeta sufre, ama, se angustia y se asombra de las cosas del mundo, porque su oficio es, simple y llanamente, vivir y escribir lo que vive.

Pero eso no es suficiente para que te consideren poeta. El maestro y también poeta Saúl Ibargoyen nos dijo en una ocasión que nadie puede llamarse poeta, aunque escriba cientos de poemas, si éstos se quedan guardados en la gaveta del escritorio. Poeta es aquel que escribe y los pone a consideración de su comunidad, que en realidad es la humanidad toda, pues la aspiración de todo escritor es que lo lea la mayor cantidad de personas, del presente y del futuro. Eres poeta no porque tú digas que lo eres sino porque los demás te reconocen como tal, y que cuando te vean en la calle digan: “Mira, allí va un poeta”, de la misma forma que dirían: “Mira: allí va un delincuente o una puta o un santo”.

Para el poeta, publicar un libro significa también quitarse un lastre de encima y por ello tiene que pagar un precio. Pues cada vez que alguien lee la obra de un poeta, éste se convierte en un ser ultrajado, fracturado, atropellado, constantemente violado en su obra, porque cada persona la interpreta de manera diferente y le dice cosas de manera distinta. Ante esto, al poeta sólo le queda agradecer que alguien esté dispuesto a invertir, gastar o perder unos minutos de su vida leyéndolo.

La poesía, la verdadera poesía, no admite ser interpretada, medida o explicada. Si tratas de explicarla ya la jodiste. La poesía es lo que es. Como lo señala el Pablo Neruda de la novela de Antonio Skármeta, cuando el cartero le pregunta qué quiso decir con eso de que “el olor de las peluquerías me hace llorar a gritos”. No sé, le contesta Neftalí Ricardo Reyes Basoalto, no encuentro otras palabras para explicar exactamente eso.

Paradójicamente a todo lo que hemos dicho con anterioridad, acerca de la limitación del lenguaje para comunicarnos, de todas las formas que el hombre tiene para acercarse o tratar de explicarse el mundo, la poesía es quizá la más exacta y precisa. La poesía es una ciencia exacta que no admite ser medida más que por ella misma. La poesía es la medida de la poesía, su única medida.

Explicar cómo es posible que un avión vuele, analizar los planos del avión, saber la medida de sus alas, no explica el acto de volar. Lo mismo sucede con la poesía. Se puede saber que un determinado verso es endecasílabo o que se trata de versos pareados o encadenados, lo cual puede ayudar a comprender mejor la poesía, pero no puede explicarla, siempre y cuando estemos hablando de verdadera poesía, lo cual es en sí misma una redundancia, ya que sólo existe una sola poesía, ni buena ni mala, sino verdadera. Poesía es verdad, lo que no significa que la verdad sea poética.

Pero así como poesía es verdad también poesía es mentira, en tanto la mentira es el complemento de la verdad. Así, poesía es el vértice de la unión de los opuestos. En tanto que cada vez que muestra la verdad se acerca cada vez a la mentira, entendida ésta como contraria a la verdad, pero no necesariamente como sinónimo de falso, falsedad en tanto opuesta a lo genuino. La mentira puede ser genuina, lo falso nunca lo es. Una mentira puede revelar más de la verdad que la verdad misma. Este es el misterio del arte y, sobre todo, de la poesía. No hago más que parafrasear los que ha dicho Truman Capote en Plegarias atendidas: “Ya que la verdad no existe, la verdad no puede ser más que ilusión; para la ilusión, el subproducto de artificios reveladores puede alcanzar las cimas más próximas al pico de la Verdad Perfecta. Pongamos como ejemplo a los que se hacen pasar por mujeres. El travesti es en realidad un hombre (verdad) hasta que se recrea a sí mismo como mujer (ilusión), y, de los dos momentos, el de la ilusión es el más verdadero”.

Un poema debe ser como un diamante: brillante, pulido, aunque no necesariamente simétrico. Eso sí: debe ser exacto hasta en su asimetría. En tanto ciencia exacta, la poesía no admite errores, y si los admite sólo es en función de que estos errores permitan hacerla más exacta. Un sustantivo, un adjetivo, un verbo, un adverbio, un neologismo puede estar mal escrito, mal conjugado o puede parecer mal utilizado, de acuerdo con la Academia, pero no puede ser mal aplicado en el poema. Una palabra mal aplicada puede matar un poema. Es como si se quisiera armar un rompecabezas con piezas que corresponde a otro rompecabezas. Simple y sencillamente no embonan. Así las palabras en el poema.

Me gusta esta imagen de trabajo del poeta: recorre caminos buscando palabras como piedras, que frota unas con otras para sacar chispas y crear la luz y el fuego. A veces las palabras-piedras que choca entre sí se desmoronan, no soportan la fricción y se desmoronan: una roca es más fuerte que un terrón y lo destruye. Así sucede con las palabras en un verso: todas las palabras de un poema deben ser sólidas, macizas, para soportar el choque entre unas y otras, sacar chispas e iniciar el fuego que caliente el corazón de los hombres.

Finalmente, quiero cerrar con un poema de Eduardo Lizalde que se llama precisamente “Poema” y que resume mucho mejor todo lo que he tratado de explicar, en la medida de mi limitado entendimiento, con las líneas anteriores:

“Todo poema
es su propio borrador.
El poema es sólo un gesto,
un gesto que revela lo que no alcanza a expresar.
Los poemas
de perfectísima factura,
los más grandes,
son exclusivamente
un manotazo afortunado.
Todo poema es infinito.
Todo poema es el génesis.
Todo poema nuevo
memoriza el futuro.
Todo poema está empezando.”

Empecemos, pues, con el poema.


Los últimos atardeceres de un detective salvaje en Acapulco

Franco García

Por los caminos del sur, vámonos para Guerrero José Agustín Ramírez Acuérdate de Acapulco, de aquellas noches, María bonita, María del alma Agustín Lara

Roberto Bolaño murió el 15 de julio de 2003 en el Hospital Universitario Valle de Hebrón de Barcelona, España, a causa de una insuficiencia hepática. Tras varios días de espera y en coma, jamás llegó el hígado que posiblemente le salvaría la vida. Nicanor Parra, el poeta chileno favorito de Bolaño, escribió alguna vez en un artefacto que «Le debemos un hígado a Bolaño». Lo cierto es que este narrador latinoamericano (aunque podrá gustar o no) sigue siendo un éxito de ventas y mucho se hablado entorno a su vida y obra literaria en distintos países, principalmente latinoamericanos. Buena parte de ella es autobiográfica y eso aún la hace más interesante y estudiada. En libro de cuentos Putas asesinas figura una maravillosa historia/odisea que parte del Distrito Federal a Acapulco en 1975: Últimos atardeceres en la tierra*. Desde el título uno puede imaginarse que algo trágico o una aventura ocurrirán. O bien, como unos versos finales de un poema épico. El cuento de Bolaño inaugura con una situación específica: el encuentro entre el padre de B y B, quienes ambos personajes (uno ex boxeador de cuarentainueve años, el otro un lector de poesía y de veintidós) deciden tomarse unas merecidas vacaciones al sur de México.

LA SITUACIÓN ES ÉSTA: B y el padre de B salen de vacaciones a Acapulco. Parten muy temprano, a las seis de la mañana. Esa noche, B duerme en casa de su padre. No tiene sueños o si los tiene los olvida nada más abrir los ojos. Oye a su padre en el baño. Mira por la ventana, aún está oscuro. B no enciende la luz y se viste. Cuando sale de su habitación su padre está sentado a la mesa, leyendo un periódico deportivo del día anterior y el desayuno está hecho. Café y huevos a la ranchera. B saluda a su padre y entra en el baño.

 

*El cuento se encuentra disponible en https://www.literatura.us/bolano/ultimasa.html

Luego, el viaje no es en una barca, sino un Ford Mustang del 70, automóvil deportivo, elegante, cómodo y fabricado en Estados Unidos. Automóvil que no está alcance de todos, sólo de los más pudientes. Por eso el viaje es, en líneas generales, plácido. Mientras avanzan a las tierras calientes del estado de Guerrero, B describe la naturaleza entre el Ajusco y Cuernavaca hasta que después le parece monótono y decide leer un libro de poesía.

Es un libro de poesía. Una antología de surrealistas franceses traducida al español por Aldo Pellegrini, surrealista argentino. Desde hace dos días B está leyendo este libro. Le gusta. Le gustan las fotos de los poetas. La foto de Unik, la de Desnos, la de Artaud, la de Crevel. El libro es voluminoso y está forrado con un plástico transparente. No es B quien lo ha forrado (B nunca forra sus libros) sino un amigo particularmente puntilloso.

Por azar B encuentra la foto del poeta Gui Rosey, de quien más adelante se obsesionará por su final trágico (o mejor dicho: su desaparición) durante la ocupación nazi en Francia.

B lee otra vez los poemas de Gui Rosey y la breve historia de su vida o de su muerte. Un día un grupo de surrealistas llegan al sur de Francia. Intentan obtener el visado para viajar a los Estados Unidos. El norte y el oeste están ocupados por los alemanes. El sur está bajo la égida de Pétain. El consulado norteamericano dilata la decisión día tras día. En el grupo de surrealistas está Breton, está Tristán Tzara, está Péret, pero también hay otros que son menos importantes. A este grupo pertenece Gui Rosey. Su foto es la foto de un Poeta menor, piensa B. Es feo, es atildado, parece un oscuro funcionario de ministerio o un empleado de banca. Hasta aquí, pese a las disonancias, todo normal, piensa B. El grupo de surrealistas se reúne cada tarde en un café cerca del puerto. Hacen planes, conversan, Rosey no falta a ninguna cita. Un día, sin embargo (un atardecer, intuye B), Rosey desaparece. Al principio, nadie lo echa de menos. Es un poeta menor y los poetas menores pasan inadvertidos. Al cabo de los días, no obstante, comienzan a buscarlo. En la pensión en donde vivía no saben nada de él, sus maletas, sus libros, están allí, nadie los ha tocado, Por lo que resulta impensable que Rosey se haya marchado sin pagar, una práctica común, por otra parte, en ciertas pensiones de la Costa Azul. Sus amigos lo buscan. Recorren hospitales y retenes de la gendarmería. Nadie sabe nada de él. Un día llegan los visados y la mayoría de ellos coge un barco y salen para los Estados Unidos. Los que se quedan, aquellos que no van a tener visado nunca, pronto olvidan a Rosey, olvidan su desaparición ocupados en ponerse a salvo a sí mismos en unos años en donde las desapariciones masivas y los crímenes masivos son una constante.

Bolaño siempre se consideró un poeta y tal vez suplicaba tener un final trágico como los poetas que él leía. En este sentido, B se compara con Rosey e imagina la muerte de este en una ciudad costera al sur de Francia, aunque aún no ha estado nunca en Europa. Ha recorrido casi toda Latinoamérica, pero en Europa aún no ha puesto los pies. A partir de esa imagen, Roberto Bolaño recrea, pues, aquellos años esplendorosos de Acapulco de la década de los setenta: el glamour, los excesos, las películas, La Costera, La Quebrada, la bahía de Puerto Marqués, las avenidas Constituyentes y López Mateos, la vestimenta y el habla populares, canciones de Lucha Villa y Lola Beltrán, el calor, los restaurantes o las fondas a la orilla de la carretera, los suburbios, los bares o clubes nocturnos y la comida exótica-tropical del Pacífico.

Antes de llegar a Acapulco el padre de B detiene el coche delante de un tenderete de la carretera. En el tenderete ofrecen iguanas. ¿Las probamos?, dice el padre de B. Las iguanas están vivas y apenas se mueven cuando el padre de B se acerca a mirarlas. B lo observa apoyado en el guardabarros del Mustang. Sin esperar respuesta, el padre de B pide una ración de iguana para él y para su hijo. Sólo entonces B se mueve. Se acerca al comedor al aire libre, cuatro mesas y un toldo que el viento escaso apenas agita, y se sienta en la mesa más alejada de la carretera. Para beber, el padre de B pide cervezas.

La iguana sabe a pollo y el padre de B dice que es más chiclosa. Parece que es la primera vez que la prueban y eso les impresiona demasiado. También comerán huevos de caguama. Padre e hijo se hospedan en el hotel Las Brisas, hacen recorridos por la Costera Miguel Alemán, cenan, no dejan de ir a bares o clubes nocturnos. Su relación por momentos es fraterna y por otros distante, fría. El padre de B quiere divertirse, disfrutar la noche entre tragos y mujeres y para ello le solicita recomendaciones al recepcionista. Mientras tanto, B sólo vagabundea, va a la playa, donde renta una tabla y se dirige a una isla, lee su libro de poesía y en el hotel donde se hospeda habla brevemente con una turista norteamericana de poesía.

Y la mujer lo mira a los ojos, siempre con la misma sonrisa en la cara (una sonrisa que es reluciente y ajada al mismo tiempo, piensa B cada vez más nervioso) y le dice que a ella, en otro tiempo, le gustaba la poesía. ¿Qué poetas?, dice B sin mover un sólo músculo. Ahora ya no los recuerdo, dice la mujer y parece sumirse nuevamente en la contemplación de algo que sólo ella puede vislumbrar. Sin embargo B cree que está haciendo un esfuerzo por recordar y espera en silencio. Al cabo de un rato vuelve a posar en él su mirada y dice: Longfellow. Acto seguido recita un texto con una rima pegajosa que a B le parece similar a una ronda infantil, algo, en cualquier caso, muy lejano a los poetas que él lee. ¿Conoce usted a Longfellow? dice la mujer. B niega con la cabeza, aunque la verdad es que ha leído a Longfellow. […] La canción de Hiawatha, dice la mujer. B la mira. La canción de Hiawatha, dice la mujer, el poema de Longfellow. Ah, sí, dice B.

Henry Wadsworth Longfellow (1807-1882) fue un poeta norteamericano reconocido por su poema La canción Hiawatha, de lírica simple, clara pero a su vez profunda; además de haber traducido la Divina comedia. La referencia de Longfellow quizás se deba por su creación mitológica al estilo norteamericano pero también por sus infortunios, por ser un profesor en Harvard e hispanista. Bolaño es muy astuto, conoce de poetas de cualquier país y nada de él hay que pasar por alto. Sí, poesía y vida cotidiana estuvieron relacionadas en toda la obra de Bolaño, personajes de la vida cotidiana que podían llevar en su interior un alma poética y que sólo dependía de la situación para hacérselos saber. La mujer únicamente aparece en el hotel y suele ser un poco enigmático, hasta con un gesto maternal, tierno y melancólico. Por otro lado, los sueños son otra pieza clave en la obra bolañiana, como en el siguiente fragmento:

Sueña que vive (o que está de visita) en la ciudad de los titanes. En su sueño sólo hay un deambular permanente por calles enormes y oscuras que recuerda de otros sueños. Y hay también una actitud suya que en la vigilia él sabe que no tiene. Una actitud delante de los edificios cuyas voluminosas sombras parecen chocar entre sí, y que no es precisamente una actitud de valor sino más bien de indiferencia.

Los sueños en Bolaño son inspirados en Jorge Luis Borges, quienes ambos hábilmente los llevaron al extremo. Vamos, ese mundo onírico bolañaiano converge al infinito, referencias tras referencias que posteriormente se convertirán en poemas, novelas o cuentos inacabados. Es decir, un sueño dentro de otro sueño, una historia dentro de otra, un poema dentro de otro poema. Prueba de ello son sus obras póstumas que siguen explotando como mina de oro. Roberto Bolaño, gran lector de literatura clásica y contemporánea, quizás podría haberse inspirado en el viaje de Ulises en su regreso a Ítaca, imagen que aparecerá cuando regresa de Chile después del golpe de estado contra Salvador Allende en 1973.

En el cielo aparece, de forma por demás silenciosa, un avión de pasajeros. B deja de mirar el mar y contempla el avión hasta que éste desaparece detrás de una suave colina llena de vegetación. B recuerda un despertar, justo un año atrás, en el aeropuerto de Acapulco. El venía de Chile, solo, y el avión hizo escala en Acapulco. 

Ahora B está en la playa, a salvo en su segunda patria, cierra los ojos, los abre, se siente abatido por instantes y también se deja llevar por su padre como Alighieri con Virgilio. Ambos personajes adquieren significación, valor y construyen su identidad a partir de una serie de acontecimientos. El Padre de B se emociona, disfruta del sol, la brisa, el ambiente turístico, entabla amistad rápidamente con desconocidos y hasta con un ex clavadista – que también lee una novela de vaqueros, un pestañeo a las lecturas favoritas de su padre de Roberto Bolaño – durante un acto de clavados en La Quebrada. B descubre que será un tipo cargado y piensa que ya no se podrán separar jamás de él y el viaje, que quizás podría haber sido una reconciliación entre padre e hijo, poco a poco resulta ser aburrido; sabe que se aproxima el desastre. B tampoco deja de pensar en la desaparición del poeta Gui Rosey.

Seguramente se suicidó, piensa B. Supo que no iba a obtener jamás el visado para los Estados Unidos o para México y decidió acabar sus días allí. Imagina o trata de imaginar una ciudad costera del sur de Francia. B aún no ha estado nunca en Europa. Ha recorrido casi toda Latinoamérica, pero en Europa aún no ha puesto los pies. Así que su imagen de una ciudad mediterránea está condicionada directamente por su imagen de Acapulco.

Luego del encuentro con el ex clavadista, los tres se dirigen a un local barato, donde comen huachinango y ostiones y hablan de lo curioso que resulta ser que a la salsa picante en México le llamen chile y ellos sean de Chile, algo que siempre ha inquietado a los chilenos. Desconozco si Bolaño escuchó las chilenas pero hubiera sido interesante encontrar alguna referencia musical regional del estado Guerrero en alguno de sus magistrales textos. Visitan el “picadero” San Diego (lugar caro, lujoso, pero que el padre de B se permite ese gusto porque cuenta con suficiente dinero) y de ahí se dirigen a los suburbios de Acapulco, donde sólo los valientes ingresan, y si todo marchaba a la perfección, logran salir con vida.

Después, sin saber cómo, B sigue a su padre y al ex clavadista (que hablan todo el rato de boxeo) hasta un local en los suburbios de Acapulco. El edificio es de ladrillo y madera, carece de ventanas y en el interior hay un juke-box con canciones de Lucha Villa y Lola Beltrán.

En dicho lugar de mala muerte, el padre de B y el ex clavadista juegan a las cartas mientras B sale al patio trasero a vomitar porque ha bebido demasiado (principalmente de tequila. Bien pudo ser mezcal sólo que Bolaño optó por mencionar tequila), después aparece una joven prostituta y le hace un “guagüis”. Una vez que terminan, B vuelve al interior y analiza, como buen detective, lo que pronto sucederá.

En el interior, su padre está sentado a una mesa junto al ex clavadista y otros dos tipos. B se le acerca por la espalda y le susurra unas palabras al oído. Vámonos. Su padre está jugando a las cartas. Voy ganando, dice, no puedo irme. Nos van a robar todo el dinero, piensa B. Luego contempla a las mujeres que a su vez lo contemplan a él y a su padre con una conmiseración palpable. Ellas saben lo que nos va a pasar, piensa B.

El viaje ahora se torna peligroso, como un Viaje al final de la noche. B tiene miedo, está preocupado por sus vidas y las prostitutas lo saben mejor que nadie. Bolaño supo mantener esa atmosfera desde las primeras líneas, desde la situación/encuentro con su padre. Mantuvo el peligro, la ternura, el miedo, la alegría en los lugares más estratégicos de Acapulco. El entorno del Puerto constituye, entonces, el posible destino trágico de los personajes. «Un poeta lo puede soportar todo», sólo los más fuertes sobreviven. Últimos atardeceres en la tierra se desarrolla, pues, en Acapulco, un cuento inteligente, ordenado y elegante por su final. En un apartado de la novela Los detectives salvajes existe una frase que probablemente sea un honor a su padre: «Hay momentos para recitar poesías y hay momentos para boxear». De algún modo u otro, la figura paterna y de un exboxeador no deja de estar presente en la vida y obra literaria de Bolaño, y en este cuento lo define. Incluso el perro que se encuentra amarrado afuera del local se llama Púas, tal como el apodo del boxeador mexicano Rubén Olivares, El Púas, campeón mundial en las divisiones de pesos Gallo y Pluma.

El lomo del perro está erizado y por el hocico le cae una baba transparente. Quieto, Púas, quieto, Púas, repite la mujer. Nos va a morder, piensa B mientras retroceden hasta la puerta.

Luego la situación empeora:

Lo que sigue es caótico: en la mesa donde juega su padre todos se han puesto de pie. Uno de los desconocidos grita a todo pulmón. B no tarda en darse cuenta de que está insultando a su padre. Por precaución, se acerca a la barra y pide una botella de cerveza que bebe a grandes sorbos, ahogándose, antes de aproximarse. Su padre parece tranquilo, piensa B. Junto a él hay una buena cantidad de billetes que coge uno por uno y luego se guarda en el bolsillo. De aquí no vas a salir con ese dinero, grita el desconocido. B mira al ex clavadista. Busca en su rostro por quién va a tomar partido. Probablemente por el desconocido, piensa B. La cerveza le resbala por el cuello y sólo entonces se da cuenta de que está ardiendo.

Dentro de este fragmento existe un acto heroico y poético que está por experimentar B al volver con su padre. La tensión está por iniciar/concluir y entonces el local se convierte en un ring para B. No sabe si volverá al DF o terminará sus últimos días en Acapulco. De un momento a otro le regresan esas primeras imágenes de Gui Rosey y su desaparición:

B piensa en Gui Rosey que desaparece del planeta sin dejar rastro, dócil como un cordero mientras los himnos nazis suben al cielo color sangre, y se ve a sí mismo como Gui Rosey, un Gui Rosey enterrado en algún baldío de Acapulco, desaparecido para siempre, pero entonces oye a su padre, que le está recriminando algo al ex clavadista, y se da cuenta de que, al contrario que Gui Rosey, él no está solo.

Un poeta menor, repite B, con un final trágico. Como Bolaño declaró en una entrevista durante la Feria del Libro en Chile: «Era una apuesta de vida o muerte». B sabe que él y su padre se encuentran en la boca del lobo, en las meras entrañas del infierno tropical y si quieren salir con vida de ahí deben fajarse a golpes. B desafía a la muerte con alegría mientras agoniza.

Después su padre camina un poco encorvado hacia la salida y B le concede espacio suficiente para que se mueva a sus anchas. Mañana nos iremos, mañana volveremos al DF, piensa B con alegría. Comienzan a pelear.

Repito: un final elegante, abierto, infinito como sus sueños de Roberto Bolaño. Sólo él, hombre de muchas palabras, de prosa potente y constructor de enormes historias, pudo hacer del Acapulco de los setentas un personaje y espacio extraordinarios desde España. Espacio que les permitió a los personajes contar un valor simbólico. Creo que siempre tuvo esa fijación por la inmensidad del mar e irónicamente los restos del mayor detective salvaje fueron lanzados al Mar Mediterráneo, casi como lo describe en este texto –quizás un destino soñado por él mismo–. Y más que cuento, un poema épico. Un verdadero nocáut literario.


juguete rabioso

Un día

Paulo Leminski poeta brasileño su poesía es una de las más interesantes y sorprendentes de la lengua portuguesa, sus poemas se articulan mediante un eficaz ejercicio de síntesis del sentido y del sentimiento.

Un día

 

uno creyó que sería homero

la obra nada menos que una ilíada

 

después

viendo el problema

daba para un rimbaud

un ungaretti un fernando pessoa cualquiera

un éluard un lorca un ginsberg

 

por fin

acabamos siendo el pequeño poeta de provincia

que siempre fuimos

detrás de tantas máscaras

que el tiempo trató como flores

 

 Abajo el más allá

 

          de día

cielo con nubes

        o cielo sin

 

        de noche

no habiendo nubes

        salen siempre

las estrellas

 

        qué daría

por un cielo vacío

        azul libre

de celo

        y de sentimiento

 

 

Un buen poema

 

lleva años

   cinco jugando futbol

cinco más aprendiendo sánscrito,

   seis cargando piedras,

nueve de novio con la vecina

   siete con una vida de perro

cuatro andando solo

   tres mudándose de ciudad,

diez cambiando de tema,

   una eternidad, tú y yo,

caminando juntos

 

 

 Profesión de fiebre

 

        cuando llueve,

lluevo,

      hace sol,

hago,

      de noche,

anochezco,

      hay dios,

rezo,

      no hay,

me olvido,

      llueve de nuevo,

de nuevo, lluevo,

      silbo en el viento,

de aquí me veo,

      allá voy,

gesto en el movimiento

Remington 12

De la década de 1920.

Del 27 de julio al 2 de agosto de 2020

#1018

cultura

01 03
V e r
m á s
Menos