La lucha de los gatos

Humberto Guzmán

Esta novela corta, Edén, de Juan Luis Nutte, me lleva a diferentes sensaciones. Una es la experiencia de lo fantástico, de la literatura fantástica como género. Es la representación vívida de la extraña relación de una pareja de amantes, contradictoria como suele ocurrir en estos casos, que llega al extremo de replicarse en otra dimensión, si se me permite esta aplicación de la realidad. Una especie de vida paralela. Pero no tiene nada qué ver con la ciencia ficción, ciencias ocultas, o el llamado realismo mágico, identificado con estas regiones hispanoamericanas, pero que no es de ninguna manera exclusivo de ella. Las reglas de la narración, en Edén, vienen de lo fantástico, para explicar o, mejor, mostrar la realidad del conflicto que le interesa exponer al autor. Por eso va más allá del realismo mágico.

Es, también, la fantasmagoría de las pasiones convertida, materialmente, en una selva, a través de la subjetividad o del mundo interior de la pareja de amantes que la protagonizan, sin olvidar al gato de ella -que es otro personaje fundamental; al final, su simple presencia va a explicar muchas cosas-. Probablemente sea, este gato, el único que no se extravía en la selva que construye la mujer, con sus propias manos, como un albañil prestidigitador, para desarrollar el juego dramático de sus pasiones personales, de dependencia mutua, de incongruencia consigo mismos, pero coherente con la historia fantástica que están protagonizando.

En efecto, es una selva construida por la mujer, probablemente para atrapar sin remedio a su víctima, el hombre (también los hombres son víctimas), que de veras se pierde en ella, la mujer, o la selva que representa o que le impone como condición. Por otro lado, es, nada menos, que la casa de él convertida en un mundo de selva donde se pierde. Allí se encuentra con el gato de ella y parece que se alían en contra de la mujer depredadora y controladora para ambos, según se entiende.

Esto es, una mujer controladora y un hombre que se deja controlar.

Pero, controla a los dos, a su amante y a su gato. Tal vez los dos son sus amantes. ¿O son solo uno, quiero decir, un amante único, con dos expresiones, la de gato y la de hombre?

Pero, mejor aún, creo que los tres son gatos. No queda claro, por supuesto. Sin embargo, con esta señal juega el autor, sí, juega al gato y al ratón.

El personaje-narrador habla desde el principio de cómo trata de evadir la persecución de ella, la mujer amada, aunque él dice que no la ama –pero entonces ¿por qué tiene tanto poder sobre él? Solo a quien amamos, le damos el poder para hacernos tanto daño –o lo contrario también-, nos puede perseguir, nos puede humillar o acrecentar, nos puede maniatar y hasta borrar de la faz de la vida, aunque a algunos los puede hacer hombres felices.

A esta mujer, la conocemos por la narración del protagonista; pero es gracias a ella que se hace la narración. Y no me da la impresión de ser una gata sino hasta el final del relato. El gato macho es un animal; sobre todo, cuando llega inevitablemente a la sexualidad –aunque no la vemos directamente- y la posesión amatoria. Ella se da a la tarea de construir toda una selva en la casa del protagonista, ¿para qué? Para aislarlo del mundo, se me ocurre. Para acorralarlo y destruirlo. No se sabe a pie juntillas, es parte de la incertidumbre que genera. El caso es que el gato macho (en la biología, la palabra macho no está desprestigiada como en nuestra vida social), o masculino, se pierde en esa jungla infinita, hasta que, a la postre, aprovecha una cueva que ya conocía de sobra pero que no se había atrevido a internar en ella, que lo puede llevar afuera, a la liberación. Pero ¿a dónde lo lleva exactamente?

Sorpréndanse o espérenlo, lo lleva a la casa, a su propia casa, donde está ella, como es natural, esperándolo, casi con la mesa puesta.

En otro momento en que la vio desde su escondite, no como la mujer ideal, sino como la mujer-gata-animal, anota el protagonista-narrador: “La vi tan salvaje y seductora que estuve a punto de revelarle mi presencia”. Pero para entregarse a ella, o dicho de otro modo, para poseerla, que ya sabemos, es la posesión mutua.

Edén es una cierta metáfora dramatizada, quizás un tanto cruel, de la experiencia de un hombre con una mujer. La visión de la realidad que vivió el protagonista (sin nombre, puede ser cualquiera de nosotros) con su amante (ella sí tiene nombre, Cordelia) en un edén no precisamente paradisíaco, pero sí con todos los elementos para serlo. Casi el paraíso de Adán y Eva, pero con otra solución. Lo salvaje de la mujer es lo que crea y domina el paisaje y lo que esclaviza al hombre. Permítanme decirlo de una manera no por silvestre menos exacta: el llamado de la hembra al macho. Así de simple. Es una lucha de los amantes. No hay vencidos ni vencedores. O ambas partes lo son, lo uno o lo otro, da igual. La lucha es lo que importa, lo que hace la narración, lo que hace el Edén, como concepto y como título de una novela.

Al inicio me pareció una historia metafísica, pero después se convirtió en una demasiado realista, sexual, de poder a poder, de toma y daca. Muchas veces, ella parece la vencedora. La macha, en apariencia. Él está espantado la mayor parte del tiempo, por eso huye del sentido “hembra” de ella, pero eso es, la animalidad macho-hembra es lo que lo tiene atado, entregado, a ella. En un momento la espía cuando ella devora a un jabalí cazado, lo destaza y le devora las vísceras, y él se siente en el lugar del animal. Esta imagen apoya todo lo que he dicho de la bendita relación amorosa que sostienen los protagonistas.

Él huye de ella, pero también la busca y le reclama que se apersone. Extraña sus muslos gruesos, cubiertos con una pelusilla castaña. Un día, cuando ve un ritual sexual de los gatos en la selva, donde participa el de ellos, le produce excitación y deseo de la mujer y, por eso, los envidia.

Juan Luis Nutte realiza, así, una alegoría de los amantes. Y los gatos son sus símbolos más definidos.

Parece absurdo, pero lo absurdo es la realidad. Se consigue la ficción fantástica, valga el juego de palabras, la narración de una larga y penosa -pero deseable- pesadilla del amor entre un hombre y una mujer.

Esta literatura tiene orígenes inciertos pero localizables. La lucha del amor entre un hombre y una mujer es eterna. Se da una y otra vez y vuelve a ocurrir en todos los tiempos. Esto no va a cambiar por más liberaciones e intelectualizaciones que se hagan. Es la lucha de los sexos. El llamado de los animales en la selva. La selva doméstica, de cada casa, de cada cuarto.

Es la lucha de los gatos.


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Robert Walser

Yo nací en tal y tal fecha, me educaron aquí y allá, fui como es debido a la escuela, soy eso y aquello, me llamo así y asá, y no pienso mucho. Soy hombre; desde el punto de vista civil soy un buen ciudadano y provengo de buena clase. Soy un miembro limpiecito, callado y simpático de la sociedad humana, un así llamado buen ciudadano, me gusta tomar mi cerveza con medida, y no pienso mucho. Es evidente que me encanta comer bien y también es evidente que las ideas me son ajenas. El pensar con agudeza me es totalmente ajeno, las ideas me son completamente ajenas, y por eso soy un buen ciudadano, porque un buen ciudadano no piensa mucho. Un buen ciudadano come su comida y con eso ¡basta!
No me rompo mucho la cabeza, eso se lo dejo a otros. El que se rompe la cabeza se hace odioso; el que piensa mucho es visto como una persona desagradable. Julio César a su vez, señalaba con su dedo gordo al ojeroso de Casio, al que le tenía miedo, porque suponía que tenía ideas. Un buen ciudadano no debe despertar miedo y sospechas; pensar mucho no es asunto suyo. El que piensa mucho es mal visto, y es completamente innecesario hacerse impopular. Dormir y roncar es mucho mejor que pensar y crear. Nací en tal y tal fecha, fui aquí y allá a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, ejerzo esa y aquella profesión, tengo esa y aquella edad, parece ser que soy un buen ciudadano y parece que me gusta comer bien. No me esfuerzo mucho en pensar, eso se lo dejo a otros. Romperme la cabeza no es de mi incumbencia, porque al que piensa mucho, le duele la cabeza, y los dolores de cabeza son completamente innecesarios. Dormir y roncar es mucho mejor que romperse la cabeza, y una cerveza tomada con medida es mucho mejor que pensar y crear. Las ideas me son totalmente ajenas, y no me quiero romper la cabeza bajo ninguna circunstancia, eso se lo dejo a los gobernantes. Por eso soy un buen ciudadano, para tener mi tranquilidad, para no tener que usar la cabeza, para que las ideas me sean completamente ajenas, y para no angustiarme, si es que acaso, llego a pensar mucho. Tengo miedo de pensar con agudeza. Si trato de pensar con agudeza empiezo a ver estrellas. Mejor me tomo una buena cerveza y dejo cualquier forma de pensamiento agudo a los líderes gubernamentales. Por mi parte, los hombres de Estado pueden pensar tan agudamente como quieran, y durante mucho tiempo hasta que se les llegue a romper la cabeza. Siempre veo estrellas cuando uso mi cabeza, y eso no es bueno, y por eso me esfuerzo lo menos que puedo y me quedo de lo lindo sin cabeza y sin pensamientos. Si solamente los hombres de Estado pensaran hasta ver estrellas y les reventara la cabeza, todo estaría perfecto y la gente como yo podría tomar su cerveza de manera moderada, tener preferencia por comida buena, dormir bien y roncar en la noche, suponiendo que dormir y roncar sea mucho mejor que romperse la cabeza y mejor que pensar y crear. El que usa la cabeza sólo se hace odioso, y el que difunde opiniones e intenciones es considerado una persona desagradable; un buen ciudadano no debe ser desagradable sino agradable. Con toda la tranquilidad del mundo, dejo el pensar agudo y fatigante a los líderes de Estado, porque gente como yo sólo somos miembros sólidos e insignificantes de la sociedad, un así llamado buen ciudadano o burgués de miras estrechas al que le gusta tomar su cerveza con medida y le gusta comerse su linda comida grasosa y con eso ¡basta!
Que los hombres de Estado piensen hasta que confiesen que ven estrellas y les duele la cabeza. Un buen ciudadano nunca debe tener dolores de cabeza, al contrario, siempre debe disfrutar su cerveza tomada con medida y debe dormir suave y roncar en las noches. Me llamo así y asá, nací en tal y tal fecha, en este y aquel lugar me mandaron debidamente a la escuela, leo ocasionalmente este y aquel periódico, de profesión soy eso o aquello, tengo esa y aquella edad, y renuncio a pensar mucho y con esmero, porque el dolor de cabeza y el esfuerzo se los dejo con gusto a las cabezas líderes que se sienten responsables. Gente como yo no siente responsabilidad alguna porque le gusta tomar su cerveza con medida y no piensa mucho; deja esta particular diversión a las cabezas que llevan la responsabilidad. Fui aquí y allá a la escuela, donde me obligaron a usar mi cabeza, a la que desde entonces nunca más esforcé en lo más mínimo y tampoco he empleado. Nací en tal y tal fecha, tengo este y aquel nombre, no tengo responsabilidad y de ninguna manera soy único en mi especie. Afortunadamente hay muchos como yo, los que disfrutan de su cerveza tomada con medida, que al igual que yo piensan poco y no les gusta romperse la cabeza, que mejor dejan eso con gusto a otras personas, como por ejemplo a hombres de Estado. A mí, miembro callado de la sociedad, pensar con agudeza me es ajeno, afortunadamente no sólo a mí, sino que, a legiones de aquellos, que como yo, les encanta comer bien y no piensan mucho, tienen esa y aquella edad, fueron educados aquí y allá, son miembros pulcros de la sociedad y, como yo, buenos ciudadanos, a los que pensar con agudeza les es ajeno como a mí, y con eso ¡basta!

Ilustración de Pawel Ku
http://pawelkuczynski.com

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