¡Taxi!…, abordaje al abandono
Juan Luis Nutte
El mal del que nadie se libra, es el desencanto y cuando se contrae, este inocula a quien lo padece, la discapacidad para recobrar un status social o emocional; no vale la pena arriesgarse a salir de la zona de confort, mejor mantener a buen resguardo la exigua dignidad que resta para no sumirse en una mediocridad aún más atroz que en la que se vive. Pareciera que un ignoto hado sofoca las esperanzas y por lo tanto es mejor no agitar la existencia y dejarse llevar por la inercia del oleaje y las mareas cotidianas de una vida sin sobresaltos, mejor así, nadar de a muertito y no ahogarse. Lo anterior es justamente como vive, mejor dicho sobrevive Manuel, protagonista de la novela ¡Taxi! del boliviano José Andrés Sánchez Exeni (1981, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia).
¡Taxi! es un tour de force de prosa simple y categórica, que muestra sin quejumbres, totalmente aséptica de sentimentalismos, la voz de Manuel, que narra sus derrotas de tal forma que parece solazarse en ellas; este personaje, imposibilitado para la esperanza, es un hombre al borde del precipicio, un funámbulo, y su mundo (las calles de Bolivia y sus habitantes) lo tiene sin cuidado. Manuel, taxista de esta novela, nos conduce por su vida y sus derrotas, y lo hace porque sí, porque debe hacerlo, no como un acto catártico de su parte, su contar es un hecho tan simple y rotundo como el de vaciar un balde repleto de detritos solo porque ya no le cabe más y entonces se libera para volver a llenarse, y nosotros los lectores, debemos aceptar porque hemos abordado su taxi, pero se puede parar el viaje o continuar. Pero lo seguro es que continuaremos, aunque luego del viaje quedemos contaminados de desesperanza.
Sánchez Exeni, por medio de una prosa directa y precisa, que de principio a fin va acelerando la tensión narrativa, mantiene en vilo al lector hasta el final, así logra otorgar vida a sus personajes y los párrafos que conforman a estos seres los hace respirar, sudar, rememorar con palabras que son seres vivos. La novela tiene el hálito de lo confesional y esto nos hace convivir con Manuel, en su taxi, y entonces, encarrilados en un viaje de incertidumbre, donde relumbra la derrota y la resignación, los lectores nos transformamos en testigos, en sus pasajeros, así nos enteramos que Manuel alguna vez tuvo aspiraciones literarias; que tuvo una familia acomodada y caída en desgracia debido a las corruptelas de su padrastro; que tuvo un matrimonio que se malogró debido a su conformismo y que dio como resultado una hija a la que no ama pero frecuenta: “Nada… De hecho, tras varios minutos con ella en brazos, me di cuenta de que ni siquiera había bajado la mirada para observarla. Bien podría haber sido una roca, un peluche o un animal lo que yo cargaba. Me daba igual. De allí en adelante, me vi obligado a fingir felicidad… En la casa y durante los fines de semanas, en los encuentros con amigos y en la vida diaria. En la intimidad…”
Manuel se asume como alguien sin aspiraciones y lo paradójico es que no es mediocre, el mediocre carece de la capacidad crítica y autocrítica y de la observación de su entorno. Sí, Manuel es un perdedor que vive al margen para poder observar y esto es una ventaja para él, sus reflexiones no lo hacen enjuiciar, pero sí señala la podredumbre que no logra abrazarlo del todo, pone la sal en la llaga de los demás.
Pero no todo está jodido para él, en algún momento conoce a unos pasajeros que le hacen atisbar una hebra de esperanza que lo puede reconciliar con su mundo y sus afectos, la descubre luego de un tortuoso viaje nocturno en compañía de un par de travestis que se prostituyen, y un viejo que en medio de la noche se pasea con sus “exquisiteces” de gentleman en busca de servicios sexuales. Sabe que ellos están aún más sumidos en la derrota, en el desprecio social y él, Manuel, podría lograr mantenerse a flote por medio del amor que vislumbra al amparo de la noche y del miedo y la violencia que paradójicamente se anulan por la belleza que reconoce en uno de los travestis: “¿Quién es esta chica? -me pregunté- ¿de dónde salió? Sólo eso y nada más quise saber… Regine, Regine… Una destellante aparición, un muchacho extraviado dentro del cuerpo equivocado, obligado a convertir su sueño en miseria, a transformar el deseo en flagelo, a acumular heridas y decepciones para luego intercambiarlas por dinero. Un chico, como lo fui yo, al borde de la indigencia y la pobreza, con la urgente necesidad de encontrar un salvador, alguien que le dé algo de amor... No mucho, no demasiado… Sólo la suficiente dosis de amor…”
Quien aborde las páginas de este taxi literario se ha jodido, ya no podrá descender, será conducido entre renglones por la destreza narrativa de José Andrés Sánchez Exeni, dueño de una prosa precisa, ejecutada sin piedad, que denota a un escritor que cuenta y muestra sin titubeos la vida de personajes que transpiran, sufren y anhelan durante los párrafos que conforman esta novela corta. Y es posible que al concluir el viaje en ¡Taxi! y descender del libro, el lector se quede en la desolación de una calle sin salida.
José Andrés Sánchez Exeni es periodista y escritor. Nació en 1981, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia. Ha escrito reportajes y artículos para diversos medios impresos y digitales del país. En 2017 fue seleccionado y participó en la Residencia para Artistas de Kiosko Galería. En 2018 presentó su primer libro de cuentos, titulado Matar lo amado, bajo el sello de la editorial La Hoguera. Sus relatos de ficción también han sido publicados en revistas especializadas en literatura. En mayo de 2019 participó como invitado del III Encuentro Internacional de Narrativa de la Feria del Libro de Santa Cruz de la Sierra. En agosto de ese mismo año fue galardonado con el premio Letras de Nuevo Tiempo, de la Fundación Cultural del Banco Central, gracias a la obra Aquí y ahora - Conversando con artistas cruceños. Este libro se presentó el 20 de diciembre de 2019.
José Andrés Sánchez Exeni, ¡Taxi!, E1 Ediciones, México, 2020, Colección Formato del Sur.
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"Lost": La segunda caída del Muro de Berlín
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Tenía seis años cuando me escondí dentro del exhibidor para ropa de una tienda departamental del que colgaban abrigos tan largos que tocaban el piso. Mamá se dio cuenta de mi ausencia casi de inmediato, pero papá estaba muy ocupado viendo los relojes caros. Escuché que me llamaban; repetían mi nombre una y otra vez como si se tratara de un conjuro y yo solo apretaba la palma de la mano contra mi boca para ahogar una carcajada que amenazaba con escapar. Después de varios minutos el tono de voz de mi mamá cambió, temblaba como la campanita en el cuello de un gato y papá amenazó con castigarme. Escuché el ir y venir de pasos sobre la duela, el repiqueteo de los tacones altos de las vendedoras, los sollozos de mamá, las preguntas del guardia de seguridad y las explicaciones de papá. Lo intenté, pero me fue imposible salir de mi escondite. No sé cuánto tiempo ha pasado desde entonces. Las luces de la tienda se han apagado y prendido miles de veces.
Esta mañana sentí que al fin podía salir de mi escondite. Separé los abrigos con cuidado, estiré la cabeza y me levanté. Me sorprendí de lo alta que soy. Al verme, una señora soltó un grito desgarrador y me hizo gritar a mí también. Mi cuerpo entumecido apenas responde. Mis piernas no recuerdan cómo caminar, así que me arrastro por el piso. Mi cabello enredado es ahora tan largo como los abrigos en rebaja. Mi sudadera con estampado del Rey León hace las veces de corpiño y el pantalón hecho trizas, apenas y se sujeta alrededor del pubis. Uno de los espejos que descansan sobre las columnas de la tienda me regresó una mirada de niña. Ya no recuerdo los rostros de papá y de mamá, pero los tengo que encontrar; les voy a pedir perdón por mi travesura.
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"Lost": La segunda caída del Muro de Berlín
Jorge Aulicino
Desde el punto de vista de las cifras, la hoy casi olvidada serie “Lost” no hizo “historia”. Según el sitio de Economía Digital (el 25 de mayo de 2010), el último episodio de la serie, el más esperado, convocó 13, 5 millones de espectadores en los Estados Unidos el 23 de mayo de 2010. No se manejan cifras seguras de otros países, ni se suman los cientos de miles que bajaron los episodios de Internet, ilegalmente, pero “Lost” estuvo lejos del gran final de “MASH”, con 100 millones de espectadores en los Estados Unidos en 1983.
Los fenómenos de audiencia se podrían hoy medir perfectamente, con la irrupción de Netflix y otros sistemas de streaming (distribución digital de contenido multimedia). Netflix, la empresa dominante en este servicio, que podría decirnos cuántas personas vieron una serie, cuánta gente vio todos o algunos episodios, cuáles episodios en particular, en qué países y hasta en qué horas, no está sin embargo interesada en difundir esos datos porque su negocio no es la publicidad, cuyo precio se basa en el rating, sino la simple venta directa del servicio. Como si un diario pudiese vivir solo de la venta en quioscos.
De este modo, no sabemos si existen fenómenos como el de “Lost”, que significó el final de un modo de ver las series, y en cierto modo, de una estética del espectador. De todos modos, es seguro que las series ya no tienen legiones de fans diseminadas por el mundo que le agregaban un matiz legendario a la pantalla. Esto lo echó por tierra la propia “Lost”.
El “fenómeno” fue muy perceptible a simple vista. Hasta que “Lost” finalizó, en 2010, hubo incontables foros activos en todos los idiomas y creados desde distintos países para discutir una de las más entreveradas urdimbres que una serie fantástica pudiera haber concebido. Los detalles de ese argumento eran los de un enigma de fondo, sin duda, para millones de personas. Más allá de los avatares de las relaciones internas de ese grupo de sobrevivientes de un accidente aéreo —Robinson Crusoe multiplicado— había innumerables pistas de algo extraño, quizá sobrenatural, al que habían ido a parar aquellos “perdidos”. Y esas pistas eran anotadas y comentadas en los foros y millones de personas siguieron la serie durante... seis años. El tiempo en que un chico nace y comienza la escuela primaria. El tiempo que sobreviven algunos matrimonios. El tiempo que duró la Segunda Guerra Mundial. ¡Seis años! La decepción mundial que produjo el último capítulo creo que pudo respirarse en las calles. Fue la caída del Muro de Berlín de las series. “Lost” se convirtió, a los ojos de sus millones de seguidores, en la mayor estafa en la historia de este género.
Pero hubo algo mucho más grave: la literatura fantástica quedó seriamente dañada por la irresponsabilidad de los guionistas de “Lost”. El arte de narrar quedó dañado. El compromiso de los seguidores de series, por último, se fue al piso.
Como dice un amigo que no querría que lo nombre, “Lost” fue un antes y un después. La gente ve series, ahora, de otro modo: consume, no vive con ellas. Esto es, no les cree. No les tiene fe, no les da entidad de juego serio y su empatía no va muy lejos: apenas alcanza para probar si la verán una temporada o le darán la chance de dos. De nuevo, lo que hubiese podido convertirse en el género estético del siglo XXI volvió a ser entretenimiento. En general. Pero en particular las series crecieron enormemente desde el punto de vista estético, dejando atrás a “Lost” y a casi todas, desde el simple arte de presentación, ese que se despliega cuando se pasan los títulos.
Con todo, cierto cínico realismo comenzó a percibirse en el gusto del espectador medio. Y hasta hace poco, según la propia Netflix, las series más “gancheras” eran “The Walking Dead”, “Breaking Bad”, “Scandal” y “House of Cards”. La preferida del ambiente cool, “Mad Men”, no figura. Tampoco la muy comentada “Games of Thrones”. En todo caso, “Mad Men” juega al cinismo. Y “Games of Thrones” deliberadamente apuesta al argumento múltiple: historias que pueden ser manejadas por los guionistas, que tienen un libro de respaldo, y que, a los ojos del espectador, no importa mucho cómo se resuelvan. Debo confesar que dejé de verla porque ese muro detrás del cual no se sabía qué terrores habitaban me recordó a los misterios decepcionantes de “Lost”. Me pregunto cuántos no sintieron lo mismo.
Hay antecedentes de otro modo de hacer series. “Los Soprano”, que terminó en 2007 con una media de 8,3 millones de espectadores en Estados Unidos, fue un logrado intento de poner más calidad cinematográfica y actoral en el género, y de introducir el delito en la normalidad de la vida cotidiana. Pero está dentro de la tendencia descrita. A partir de esos gánsteres traumatizados de ascendencia italiana, se ramificaron las series que indagan en la cotidianidad del mundo narco. Algunas de ellas producidas en América latina. De forenses, psicópatas (o sociópatas, como los llaman los estadounidenses) e investigadores especiales florecieron cien series, todas variantes de la primera a la que se le ocurrió hurgar en el mundo de las morgues y la psicología de los asesinos. Lo que tardará en nacer, si es que nace, diría Lorca, es otra serie que, como “Los Expedientes X”, logre devolver al género fantástico el gran lugar que siempre tuvo en la literatura. El lugar central.
Los guionistas, que cuentan con la paciencia y la expectativa de los espectadores veteranos —más pacientes y crédulos que los nuevos espectadores— se empeñan, hay que admitirlo, en reconquistar al viejo destacamento —piensen que los que estaban en sus 20 años cuando terminó “Lost” hoy tienen 30 o cerca de 40, por no hablar de los que teníamos entonces… diez años menos, pero ya éramos veteranos. El policial nórdico ha logrado mucho en ese camino: reconquistar un clima que sólo la literatura podía conseguir. Algunas series inglesas exploraron la variante del policial histórico, como por ejemplo “Ripper Street”. O volvieron a crear la ciencia-ficción inverosímil de los años 50 con la continuación de “Dr. Who”, que es actualmente quizá la única serie “de culto” (entendiendo por la remanida expresión aquel culto secreto en el que se comparten ciertas claves).
La conexión con el género literario existió desde el momento en que “Los expedientes X” se apropió de la tradición de la literatura, incluida la poesía. En algún momento, cuando descubrió la potencialidad de una gran conspiración de humanos y extraterrestres, la serie, hasta entonces errática, reunió mágicamente la oscuridad de la ciencia-ficción del siglo XIX con el espionaje del siglo XX —al estilo Graham Greene, no al estilo Ian Fleming— y una extraña vena sobrenatural. Refrescó una épica de héroes opacos. Se convirtió en una recreación oscura e intricada de “La guerra de los mundos”, de H. G.Wells, más una porción importante de espionaje que invocaba la Guerra Fría, sin olvidar la sombra tétrica del nazismo, macabra y devastadora ficción que operó sobre la realidad más que ninguna otra. “Lost” marchó con más decisión por el camino literario y envió guiños sobre “La isla del doctor Moreau”, de Wells, “La invención de Morel”, de Adolfo Bioy Casares, e incluso “La tempestad”, de Shakespeare, por no hablar de “Robinson Crusoe”, de Daniel Defoe. “Lost” renovó y duplicó la apuesta. Pero no supo, no quiso o no pudo manejar el universo de mitos y resonancias que había creado (tal vez alguna vez sepamos de qué modo llegaron los guionistas y productores a diseñar el decepcionante final, una variante del antiguo y siempre mal manejado deus ex machina).
Este proceso de continuación y enriquecimiento de la tradición solo se ha dado en forma paralela y oculta en la poesía de transición entre el mundo de las vanguardias y los paisajes ficcionales que el siglo XXI aún permite crear. En algún momento llegué a pensar que las series eran la poesía pública. La doxa de otro arte, hoy más duro que puro, pero en sus líneas centrales siempre orientado a “la frontera de lo sin límites”, en la que se movió Guillaume Apollinaire, un loco de amor herido por la guerra más horrible del mundo. Esto, tal vez, porque el sistema de comunicación de la poesía como género es más limitado, en cuanto a público, y colaboró para que el género poético se mantuviera más cercano a la poesía como fenómeno.
No es la exhibición de villanos que viven normalmente o espías que torturan con escrúpulos o guerras que nadie desea sostener lo que salvará a las series y las restituirá al mundo de la cultura y la religión. El problema es que el público millennial solo parece pedir series que le muestren lo que sospechan: la corrupción, la infiltración, los centros de tortura, el poder de las corporaciones. Las series no crean una nueva sospecha, un sistema de interrogaciones, una incertidumbre trascendente, excepto cuando reaparecen fugazmente los hermanos Cohen. En general responden a un nuevo público: cazan vampiros con armas espectaculares, conviven con muertos vivos y con francotiradores desahuciados, en un giro desangelado sobre la vieja matriz heroica y sentimental del cine estadounidense que a todos nos hacía felices (“siempre nos quedará París”).
La poesía de las series y la poesía de la poesía encontrarán de nuevo el rumbo común en la medida en que las series no olviden que provienen de la literatura, y que en la narrativa interviene un porcentaje variable, pero nunca superior al 20 o 25 por ciento, de poesía. Y que en esta interviene un porcentaje variable —siempre la pizca que impregna no el condimento que satura— de religión. Y que la religión significa lo enigmático trascendente, que venía convenientemente diluido en las novelas populares de misterio y acción del siglo XX.
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Iván Mata, estudió la licenciatura en Letras Españolas en la Universidad de Guanajuato. Poemas y cuentos suyos han sido publicados en Sombra Roja, Grezza, Monolito, Alternativas, Argonauta y El Humo. Participó en el Fondo para las Letras Guanajuatenses (2015-2016). Es miembro del taller de creación literaria de A. J. Aragón.
Huevo revuelto con frijoles y tú acá, bien cerquita con tu pelo rizado
He buscado
locamente restos de comida
en las muelas picadas y un índice
apenas cuadrado
tuyo
para picarme la nariz.
Dicen que los homosexuales saben de moda
Un joto está en una tienda comprando bisutería
y no le importa
Perdónalo,
porque no sabe.
El amor en los tiempos de ahorita
Inclina la cabeza tristemente
porque en el girasol se lee:
él no me quiere
pero no siempre.
…Te muestro el video
Compré un bóxer en Ebay
y cuando lo olfateé
escuché voces horribles.
Iba a ti con la premura de un niño
A Ernesto
escucho el extravío
aquel punto lejano
llega salvaje contra la garganta /asfixia
la mano izquierda
pero tus brazos de hombre
acunaban todo el tiempo,
por tu sonrisa yo dejé
de volar dentro del cobertor
fui tigre y, recién abiertos los ojos,
amé el vientre de un padre;
no soy el mismo sin tu presencia
algo está destiñéndome
se gangrena la piel
la lengua tartamudea
los pies no responden
porque era un don tuyo
agarrarme de las manos
porque algo se está yendo
en cada hoja en blanco
algo mío
que no sé qué es
que no tengo idea
Dime, amor,
cómo le hago yo
para mitigar el fuego
de tu cabello
Por favor, responde,
cómo silencio
a la viudez que dejaste,
mal pronunciada,
en la punta de mi lengua.
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