Apuntes sobre el padre

Juan Carlos Santos

En la literatura encontramos que la figura del padre ha sido tratada con diferentes matices. Desde el origen de la misma ha simbolizado algo diferente a la figura materna, está siempre presente en el origen de algo o el ocaso de un ciclo.

Me llama la atención la historia de Saturno, aquel que nos heredó la melancolía de lo perdido, la hermosa metáfora de que los hijos van a ocupar nuestro espacio en el mundo, espacio o lugar que ahora nos pertenece pero no para siempre. Los griegos, que pensaron casi en todo, también pensaron en otra posible historia con Zeus, Poseidón y Hefesto que pudieron ser desplazados por la fuerza de Aquiles si de ellos fuera engendrado, como ellos hicieron con su padre; decían que el trueno de Zeus sería nada con lo que venía de la naturaleza del hijo de Tetis.

En la Iliada nos hablan de Atridas (hijos de Atreo), Pelida, Aquiles (hijo de Peleo) y siempre remiten a los padres para aludir al héroe. La odisea nos da una maravillosa muestra de la relación entre padres e hijos, primero con la búsqueda de Telémaco por su padre, cuando va a lugares buscando gentes que pudieron tratarlo y darle noticias, después cuando el héroe llega a Ítaca y ve a su padre relegado a las porquerizas, denostado, humillado, viejo, cansado y los pretendientes de Penélope abusan de su fuerza y tal vez poder pero el maestro de los ardides les cobra con la vida eso y todo lo que han hecho en su ausencia, sobre todo a su padre y reino.

Me gusta el papel de Telémaco cuando su padre y madre son dos desconocidos (veinte años no son nada, dice el dicho, pero, ¡ah, cuanto nos cambian!) y la sagaz Penélope no caerá en brazos de alguien que ya no es el que se fue. En todo ello el hijo juega un papel de conciliador, de mensajero, de interprete y si sus padres se reúnen es gracias a él.

Pienso en Eneas, el héroe troyano que cuando cae el reino de su esposa y familia no tiene más opción que salir de las cenizas con la idea de rescatar algo y refundar la majestuosa ciudad que fue origen de codicia e infortunio y en su huida nunca olvida a su padre e hijo, ambos son su pasado y futuro, su padre es una carga, un lastre por momentos y sin embargo es todo lo que él es, su historia, linaje, sangre y más. Su hijo es la esperanza, el futuro, la promesa de perdurar en el mundo y dejar constancia de todo.

Triste infortunio de padre e hijo es la historia de Layo y Edipo, sin olvidar a Yocasta que arrastrando una maldición y destino (el destino para los griegos era ineludible), el hijo da muerte al padre y así la historia.

En México, Juan Preciado va en busca de su padre, Pedro Páramo y nos regala una historia llena de belleza y poesía que en lo personal me hace pensar siempre en las formas de cómo suena el silencio, en el ruido de las gotas cuando caen de algún tejado, en el impacto atómico de un suspiro pero sobre todo en la imposibilidad de no tener lo que uno ama o en la falta de mi padre.





#DiarioDeSeries

Katla: Bajo el volcán

Jorge Aulicino

(...) “Katla” se basa en una idea que desarrolló el polaco Stanislaw Lem en su celebrada novela “Solaris”, de 1961, que tuvo dos adaptaciones al cine: una de Andrei Tarkovski, en 1972, de resolución hegeliana, y una segunda de Steven Soderbergh, producida por por James Cameron y protagonizada por Georges Clooney, en 2002. El argumento original propone una materia viva, un planeta-océano que es capaz de dar vida concreta a la vida psíquica de los seres humanos. Esto, para Lem, parece ser un intento de comunicarse con nuestra especie, pero el resultado es inquietante. Una estación espacial que orbita Solaris está en estado de abandono porque los científicos, rodeados de seres brotados de su cerebro, viven encerrados en sus camarotes. Son seres queridos que han muerto, porque esas parecen ser -dicho sea de paso- las imágenes más vívidas o más entrañables que producen nuestras células cerebrales. El final en Tarkovski n

o es el final de la novela de Lem. Es un final hegeliano en el que la conciencia parece convertirse en autoconciencia absoluta. Esto es, simplificando, que será posible, en la evolución de la mente, captar la totalidad del mundo porque la conciencia habrá podido captar su propia totalidad. Tarkovsky lo sugiere a través de un alma que hace un viaje de vuelta a lo hondo de sí misma. El final de Lem es otro, pero igualmente conmovedor. El protagonista toca por fin el océano pensante con su dedo, y ve cómo la materia cerebral que constituye Solaris se retira, pero luego rodea lentamente la mano, como si quisiera reconocerla y comprenderla.

“Katla”, la serie, nos mostrará un pueblo semiabandonado, como la estación orbital de Solaris. En el fascinante y se diría extraterrestre paisaje islandés, Vik está en una especie de cuarentena, debido a las cenizas volcánicas, como si éstas fueran un virus. Solo con autorización especial, o por tolerancia, se puede tripular el ferry que lleva al pueblo. Es entonces cuando comienzan a aparecer personas cubiertas de barro y ceniza. Personas que son réplicas de algunas que murieron o de las pocas que quedan en el sitio o vivieron alguna vez en él. Tienen no solo su aspecto, sino también sus recuerdos y sentimientos. Y parecen tener un propósito, mejor o peor que el que tuvieron o tienen los seres originales, ya que provienen del cerebro de los vivos, que los guardan con amor o con miedo, incluso con odio.





Terremoto

Mónica Ojeda

«Amar es temblar», dijo Luciana.

«Entonces la tierra nos ama demasiado», le respondí cuando el cielo se hizo gris y oval y succionó toda la luz.

La lava incendió el océano.

Así fue como empecé a medir el tiempo según los latidos de Luciana.

«Esto es vivir entre volcanes», decía ella dejándome escuchar su corazón de rebaño. «Esto es respirar en la boca de la muerte».

Amar y morir.

Avanzar sobre las grietas de los puentes que se quiebran.

Hubo un tiempo en que el suelo no se movía. Luego llegó el terremoto madre y Luciana abrió las piernas adentro de mi sombra. Hubo muchos otros antes, pero ninguno igual que ese: el apocalíptico, el que nos hizo desaparecer hacia el interior del planeta que ardía como la lengua de mi hermana sobre mi pelvis.

Jugábamos a encontrar las diferencias entre su nombre y mi nombre.

Lu-ci-a-na.

Lu-cre-ci-a.

Juntábamos los dedos en la penumbra para crecer una memoria del fuego líquido de nuestra carne.

Nos refugiamos entre los cóndores.

Nos escondimos de la sangre de los que vagaban esquivando a los caballos.

Luciana tenía miedo de la oscuridad sin techo, por eso medía con sus trenzas la altura de nuestras paredes. La casa podía haberse caído, venirse abajo con el sonido ronco y pedregoso de la tierra, pero ella decía que morir aplastadas por el hogar era mejor que sobrevivir sin refugio; que morir con nuestras sangres indistinguibles, rojas como la luna, mezcladas entre los cimientos era poético.

«¿Has visto lo golpeada que estás?», dijo acariciándome con los nudillos.

Las erupciones volcánicas pintaron el sol de un amarillo enfermo.

Amarillo verdoso.

Amarillo pus.

Pero nuestra casa era una piedra en donde no importaban los colores. El terremoto destruyó la ciudad y la pobló de zapatos solitarios y de carroña. La gente abandonó sus refugios, corrió hacia el exterior esquivando a los caballos y a los cóndores, dejó sus edificios, sus casas, sus cuevas, porque no quería morir aplastada. «¡El cielo es lo único que no puede caerse!», gritaban arañando la ciudad en ruinas.

Levantaron carpas en las aceras.

Se tragaron a los niños y a los ancianos eructando un vaho polvoriento.

«El miedo nos vuelve estúpidos», le susurraba yo a Luciana cuando hacíamos el amor en medio de la catástrofe.

«Morir ahora sería perfecto», decía ella, jadeando.

Su lengua era larga como una cuerda que yo hubiera querido saltar.

Su lengua era una cuerda que me ataba a cada esquina de la casa que no se caía nunca.

«Amar es temblar», pronunciaba Luciana para que yo sintiera sus palabras. Ella quería una muerte perfecta, pero nuestra casa era un templo que guardaba celosamente la historia de lo que no se cae.

«Es esto lo que nos mata», le dije una noche. «Esta manera tan absurda que tenemos de resistir».

La gente prefería la oscuridad, la lava, las piernas abiertas de la tierra, antes que acercarse a una casa que no sabía cómo caerse.

Afuera los gritos eran más débiles que cualquiera de mis gemidos.

Luciana contaba las grietas con los ojos cerrados y tenía pesadillas con los oídos abiertos. Los cóndores eran el único soplido de Dios estrellándose contra el fuego incesante de los volcanes. Juntas los mirábamos limpiar los cuerpos que la tierra no alcanzaba a masticar y nos abrazábamos para darnos calor.

Había huesos más grandes que las piernas de Luciana. Ella las abría adentro de mi sombra y me exigía que la tocara donde estaba prohibido. «Me caminas por encima como un muerto sin sexo», decía y luego me preguntaba: «¿Te gusta el sabor de la sangre?».

«Me gusta. Sabe a lenguaje», le respondía.

Afuera los hombres y las mujeres se alejaban de nuestra casa como de una abominación. «Ñaña, ñañita mía: por favor, cierra las piernas adentro de mi sombra», le pedía yo por las tardes, pero Luciana quería que arrojara su cadáver a los establos donde un caballo jamás pisaría a un muerto.

«Yo quiero parecerme a ese muerto que no pisarán los caballos salvajes de tu frente», le dije la noche en que salté su cuerda y emergí de la cama como una ahogada.

La noche en que mojé los corredores acariciando las paredes y sus grietas.

La noche en que supe que tragar cenizas era mejor que refugiarse en una abominación.

Eso le dije antes de saltar su cuerda y emerger de la cama como una ahogada: «Es mejor ser alimento para cóndores que vivir dentro de esta abominación».

Su interior cavó mi tumba parecida a un incendio bajo el agua.

«No existe la muerte perfecta, solo la muerte», me dijo llorando de belleza.

Y salí a que me cayera el cielo.





#JugueteRabioso

Jardín Botánico

Juan Rodolfo Wilcock (Buenos Aires, 1919 – Lubriano, 1978) fue miembro del grupo Sur y gran amigo de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, con quienes viajó por primera vez a Italia en 1951. Decidió exiliarse definitivamente en Roma en 1957, alejándose así del peronismo, y adoptó, a partir de entonces, la lengua italiana para componer su obra. En este artículo se muestran algunas estrategias de autotraducción de El caos, libro en parte redactado en castellano, pero recreado, aumentado y publicado por primera vez en italiano (Bompiani, 1960) y finalmente retraducido por Wilcock a ambas lenguas hacia 1974, con los títulos Parsifal. I racconti del caos (Milán, Adelphi) y El caos (Buenos Aires, Sudamericana).

Jardín Botánico

 

 

¿Recuerdas, mi alma, ese árbol favorito?

Verdes eran las tardes a su vera;

era un ombú, era sagrado, y era

como un hotel variadamente escrito

por los paseantes de otra primavera.

Nosotros no grabamos nuestros nombres;

y sin embargo, cuando todo muera,

¿no quedará un recuerdo de dos sombras

besándose las manos en la hierba,

aunque esas sombras no se nos parezcan?

Las preguntas retóricas no suscitan respuesta.

Me alejo para verte en la memoria:

tan joven y en el sol, como un barco

 

 

 

 

 

Los amantes

 

Harux y Harix han decidido no levantarse más de la cama: se aman locamente, y no pueden alejarse el uno del otro más de sesenta, setenta centímetros. Así que lo mejor es quedarse en la cama, lejos de los llamados del mundo. Está todavía el teléfono, en la mesa de luz, que a veces suena interrumpiendo sus abrazos: son los parientes que llaman para saber si todo anda bien. Pero también estas llamadas telefónicas familiares se hacen cada vez más raras y lacónicas. Los amantes se levantan solamente para ir al baño, y no siempre; la cama está toda desarreglada, las sábanas gastadas, pero ellos no se dan cuenta, cada uno inmerso en la ola azul de los ojos del otro, sus miembros místicamente entrelazados.

La primera semana se alimentaron de galletitas, de las que se habían provisto abundantemente. Como se terminaron las galletitas, ahora se comen entre ellos. Anestesiados por el deseo, se arrancan grandes pedazos de carne con los dientes, entre dos besos se devoran la nariz o el dedo meñique, se beben el uno al otro la sangre; después, saciados, hacen de nuevo el amor, como pueden, y se duermen para volver a comenzar cuando se despiertan. Han perdido la cuenta de los días y de las horas. No son lindos de ver, eso es cierto, ensangrentados, descuartizados, pegajosos; pero su amor está más allá de las convenciones.





Jaime Ygnacio. Concepción intelectual de la fotografía.

Del 5 al 11 de julio de 2021 al

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