#JugueteRabioso

Muerte de un naturalista

Seamus Heaney

Todo el año el barrial que empapaba el lino ulceraba en el corazón

el pueblo; verde y pesado

el lino se había podrido ahí, aplastado por enormes terrones.

achicharrado a diario bajo el severo sol.

Las burbujas hacían gárgaras delicadamente, las moscas azules

tejían una poderosa gasa de sonido alrededor del olor.

Había libélulas, mariposas moteadas,

pero lo mejor de todo era la baba cálida y espesa

de los huevos de rana que crecían como agua coagulada

a la sombra de las orillas. Allí, cada primavera

yo llenaba tarros de mermelada con las gelatinosos

manchitas para ordenarlos en los alféizares de casa,

o en los estantes de la escuela, y esperaba y observaba hasta que

aquellos puntos engordaban y explotaba en ágiles

renacuajos nadadores. Miss Walls nos explicaba por qué

la rana papá se llamaba rana toro


 

y cómo croaba, y por qué la mamá rana

ponía cientos de huevecillos que eran los

huevos de la rana. Podías predecir el tiempo por las ranas también,

porque se ponían amarillas con el sol y marrones

con la lluvia.


 

Luego, un día caluroso, cuando los campos hedían

a bosta de vaca entre el pasto, las ranas airadas

invadieron el barrial; me agaché entre los setos

atraído por un rudo croar que no había oído

antes. El aire estaba denso por un coro de bajos.

Justo bajo la presa había ranas panzonas alerta

sobre los terrones; sus cuellos flojos se hinchaban como velas. Algunas saltaban:

los chapoteos y hundimientos eran obscenas amenazas. Algunas quietas,

serenas como granadas de lodo, con sus cabezas chatas, pedorreaban.

Sentí náuseas, me di vuelta y corrí. Los grandes reyes del limo

se habían reunido allí para vengarse, y yo sabía

que si hundía la mano, los huevos la atraparían.





"Line of Duty":

Demasiadas sombras de sospecha

Jorge Aulicino

Una hora frente a tres interrogadores, en el recinto neutro de una oficina, puede desmontar toda previsibilidad y demoler la vida de un hombre. Quizá 30 por ciento de “Line of duty” (2012-2020) -título cuya traducción literal es cumplimiento del deber- sucede en esos ámbitos. Un interrogatorio puede durar unos diez o quince minutos reales, dentro de capítulos de 58 a 60 minutos, en los que el equipo de investigación de la AC (unidad anti-corrupción) de la policía inglesa en una ciudad imaginaria acorrala o pretende acorralar, para resultar a veces acorralado, a los culpables de corrupción o faltas graves en el cumplimiento del deber. Proceden, cuando logran llevarlos a su mesa de interrogación, con el método conocido en la Argentina como “carpetazo”. Se reduce este a reunir información de archivo e información directa y armar con ella un sistema de relaciones que apunta a la culpabilidad del interrogado. ¿Suena a algo? Sí. Conocemos el método. Los ingleses lo llevan adelante con muy estudiados protocolos, para usar una palabra que también nos gusta mucho: recitan a cada paso los artículos de las leyes que les permiten realizar tales o cuales preguntas y averiguaciones. Mantienen además un tono impersonal, a veces ligeramente alterado por una ironía, y las preguntas solo pueden formularlas los oficiales de rango igual o mayor al interrogado, por lo cual muchas veces los otros detectives operan como asistentes que despliegan las pruebas en lo que llamamos filminas, o en fotocopias o en grabaciones de voz que no son podcats, claro.

  El arte, si no la ciencia, ha demostrado que sucesos cercanos pueden no tener una relación directa, y de hecho no tener mayor relación que el pertenecer a universos distintos que se mueven con el universo general en una dirección que ignoramos. En un cuadro de William Merritt Chase las mujeres pueden conversar en la playa bajo sus sombrillas, mientras los tripulantes de los veleros que recorren la línea del horizonte están ocupados seguramente en sus maniobras de navegación y no tienen tiempo, ni la distancia los favorece, para distraerse en la contemplación de las mujeres. En un cuadro de Claudio de Lorena pueden verse muchas personas en un embarcadero, solas o en grupos, y cada una está ocupada en su propia actividad, como suele ocurrir en la vida en tales circunstancias. Viven momentos distintos y solo algunas parecen conocerse entre sí. Mientras esto sucede, cae el sol en el horizonte, imponiendo un matiz rojizo a casi todo, pero nadie mira el espectáculo del ocaso y ese color es lo único que relaciona personas y cosas, sin que a nadie le importe. Más significativo en este sentido es el cuadro del maestro Pieter Brueghel, el Viejo, que comentó W.H. Auden en su poema “Musée des Beaux Arts”: la mitológica caída de Ícaro ocupa solo un rincón de esa tela, mientras que un labrador en su arado, un pastor, alguien sentado en la costa y los tripulantes de dos barcos que se alejan no parecen conmoverse, ni siquiera ver, la tragedia del joven que quiso volar hasta el Sol. Ni hablar del resto de la naturaleza. Y ya que hablamos de naturaleza: en las pinturas de bodegón, llamadas naturalezas muertas, el pintor decididamente agrupa objetos a los que se deberìa reconocer una relación: suelen ser frutos o verduras, a veces pescados y carnes. Sin embargo, tienen cara de pose, como si los hubieran sacado de un ensimismamiento en el que no tenían cabida los otros, por más que compartieran un destino y se encontraran en el mismo ámbito. 

  Es fácil ver cómo todo carpetazo puede ser armado como un sentido, y es fácil también que se desmorone por una única y concluyente prueba en contrario, como sucede a veces en “Line of duty”, especialmente en la quinta temporada. Mientras tanto, el superintendente Ted Hastings y sus detectives logran reducir la corrupción, pero a veces grandes elefantes desfilan ante sus ojos sin que los vean. Y otras veces hay inocentes de un crimen que van a parar a la cárcel por otros, que no cometieron. Hastings se llama como el primer éxito de los normandos en Inglaterra en el siglo XI (él mismo dice “igual que la batalla”). Carga con una derrota. Es sin embargo irlandés y católico, pero ha nacido en Irlanda del Norte, de mayoría protestante. Ha sufrido discriminación y pidió por eso el pase a otra ciudad. Es incorruptible y obsesivo en la limpieza de la corrupción, monógamo y conservador, de corazón noble y hasta ingenuo. Sus ayudantes, en particular los detectives Steve Arnott y Kate Fleming, no comparten todos sus rasgos de conducta. Otros agentes, infiltrados entre los corruptos, terminan del otro lado de la línea, o en un difícil equilibrio sobre ella. Hay también corruptos entre los incorruptibles. Las cosas suelen desembocar en escenas de acción y tiroteos.

  El autor y guionista Jed Mercurio seguramente decidió que el escenario general fuese, en la ficción, el de una ciudad que no se nombra (la primera temporada fue grabada en Birmingham, las siguientes en Belfast), porque la gran pregunta de la serie -aquí vamos por la quinta temporada- es hasta dónde llega la corrupción y cómo sobrevivir a un poder que infiltra agentes corruptos entre los que deben investigarlos. También uno puede preguntarse si esta especie de Inquisición -dirigida a conservar la pureza interna, como la Inquisición histórica- puede ser realmente sana y obtener resultados legítimos, expuesta a ser corrompida ella misma y proclive a establecer relaciones que conducen solo a realidades aparentes. Falta, como personaje, el gran intuitivo. El catador humano de la verdad, que sabe casi siempre si alguien es honesto con solo semblantearlo. Es un complemento falible, pero útil en toda investigación. Puritanos o suspicaces, los investigadores parecen creer siempre que están enfrentando al diablo. Y solo quieren demostrar que no se equivocan. 

  Ahora bien: los presuntos hechos de corrupción suelen estar relacionados con las investigaciones de otros crímenes, y los detectives de la AC 12 se ven obligados a realizar su propia pesquisa en paralelo. Esto puede llevar a otras investigaciones igualmente corruptas. Se arma así una red muy grande que involucra a autoridades políticas cuanto policiales, de modo que finalmente uno se pregunta si del Estado sobrevive algún fragmento no corrupto y si la corrupción ha dejado de ser un accidente frecuente para convertirse en el lubricante del sistema político. Lo cual convertiría la honestidad en una delgada máscara, a la vez que daría el mejor argumento -la predicación con el mal ejemplo- para que el ciudadano de a pie delinca a sus anchas. Esto supone que ejercer el poder sería tener la primacía entre bandas organizadas o eventuales. Y la vida estaría pendiente de un delgado hilo legal que en cualquier momento podría enredarse o convertirse en la soga del ahorcado. ¿Será que estamos en ese punto?





Dodecálogo para incipientes escritores del siglo XX

Guillermo Vega Zaragoza

I. Todo escritor incipiente tiene el derecho a escribir lo que le venga en gana.

II. Todo escritor incipiente tiene la obligación de escribir lo mejor que pueda.

III. Todo escritor incipiente tiene la obligación ineludible de aspirar a escribir LA OBRA (con mayúsculas, como le gustaría a Cyril Connolly). Esta OBRA puede abarcar desde un cuento o un poema genial hasta 30 ó 40 novelas magistrales. Lo que importa es la aspiración. Si lo logra, ya es otro asunto.

VI. Todo escritor incipiente tiene el derecho de leer lo que le venga en gana (entre más lea, mejor), siempre y cuando estas lecturas incluyan dosis generosas de libros clásicos (¿qué es un clásico?, es como lo define Italo Calvino: “todo aquel libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, no importa si fue escrito apenas antier o hace 2,500 años).

V. Todo escritor incipiente tiene derecho a ser feliz, vivir dignamente y no morirse de hambre por consagrar su existencia al arte literario (incluso si una vida indigna y desdichada y la inanición pudieran convertirse en valiosa materia prima para sus obras).

Son legítimos los siguientes medios para hacer cumplir este derecho: la manutención paterna incluso a edad avanzada, la herencia familiar, el matrimonio por conveniencia, el mecenazgo interesado, la búsqueda descarada de premios y becas mediante influyentismo y amiguismo, el lenocinio, el crimen individual u organizado, el periodismo, el guionismo, la publicidad, el trabajo editorial, la corrección de textos, la traducción, la escritura fantasma y otras formas legales de esclavitud, siempre y cuando el escritor atienda lo establecido en los primeros cuatro parágrafos de este decálogo.

VI. Todo escritor incipiente tiene la obligación de obtener los conocimientos necesarios para dominar sus herramientas de trabajo y alcanzar la maestría en el oficio literario, no importa si los obtiene en forma autodidacta, talleres literarios o escuelas de escritores. Tiene derecho a cometer errores por inexperiencia o desconocimiento, pero está obligado a corregirlos inmediatamente y no repetirlos en obras subsecuentes.

VII. Una vez que se ha apropiado de estos conocimientos, el escritor incipiente tiene la obligación de olvidarse por completo de ellos y escribir con plena libertad lo que le venga en gana, incluso a sabiendas de que con lo que escribe está rompiendo las reglas gramaticales, la tradición literaria, los géneros, las estructuras o el lenguaje mismo. Se pone énfasis en que sólo se tiene derecho a hacer lo anterior a sabiendas de que se está haciendo y con una intención (definida o indefinida). De ninguna manera tiene permitido hacerlo por desconocimiento, chabacanería o querer pasarse de listo.

VIII. Todo escritor incipiente tiene derecho a retomar y utilizar en sus obras recursos y descubrimientos aparecidos en obras de otros autores; de preferencia de aquellos considerados como los mejores. Este aprovechamiento legítimo será denominado genéricamente como “influencia”, con los siguientes niveles:

a) Si la influencia es leve, pero claramente reconocible, se le denominará “tradición”.

b) Si la influencia es descaradamente obvia, se le denominará “homenaje”.

c) Si la influencia es múltiple y heterogénea, se le denominará “hipertextualidad” o “diálogo intertextual”.

IX. Todo escritor incipiente tiene derecho a tomar como tema o incorporar en su obra referencias a cualquier otro campo de experiencia vital que no corresponda necesariamente al campo literario, tales como las caricaturas, las series de televisión, el habla y la cultura popular, la música juvenil, el cine hollywoodense, los comics, la Internet, los juegos de video, los gadgets tecnológicos, etcétera, sin que por ello se le tilde de “superficial”, “hueco”, “infantil”, “posmoderno”, “light”, o cualquier otra clase de paparruchas que se les ocurren a los críticos literarios “serios” cuando, por ignorancia, holgazanería o esnobismo, no tienen la más peregrina idea de a qué aluden dichas referencias.

X. Es plenamente legítima la aspiración al best-seller. El primer (y más importante) juez de una obra literaria es el lector. Si una obra tiene muchos lectores, algún valor (incluso pequeño) ha de tener. El escritor incipiente está obligado a rechazar el mito de que si nadie entiende lo que escribe (y por lo mismo nadie lo publica) se debe a que es un genio o está adelantado a su tiempo, ya que, en el caso de un escritor incipiente, la probabilidad de que lo anterior sea cierto es dramáticamente nula. Si nadie entiende todavía Finnegans Wake, es porque lo escribió James Joyce, que sí era un genio.

XI. Todo escritor incipiente tiene el legítimo derecho a utilizar los medios necesarios para que su obra sea conocida por el mayor número de personas, incluso si para ello tiene que recurrir a estrategias que aún no han sido integradas plenamente al sistema tradicional de la industria editorial, tales como la autoedición, la edición digital y la distribución electrónica, las páginas web, los blogs, la multimedia, etcétera, y sin que por ello el escritor sea tachado de “ingenuo”, “chabacano” o “poco serio”.

XII. La única prohibición que tiene el escritor incipiente es crear obras que aburran al lector; también tiene prohibido ser solemne y tomarse demasiado en serio a sí mismo. Sólo debe tomar en serio su trabajo y el respeto que le debe al lector, por invertir momentos preciosos de su existencia a la lectura de sus adefesios.





Unas palabras para jóvenes escritores

Thomas Bernhard

Lo que necesitáis, jóvenes escritores, no es más que la vida misma, nada más que la belleza y depravación de la tierra; es el campo de mi padre y la inaudita perseverancia de mi madre, es la lucha de vuestras almas a la que tiene que arrastraros vuestra propia hambre y vuestra propia depravación, es el ansia de fama que atormentaba a un Verlaine o un Baudelaire en los «campos elíseos». Lo que tenéis que tener no son seguros de enfermedad y becas, premios y becas de estímulo; es la falta de hogar de vuestras almas y la falta de hogar de vuestra carne, el desconsuelo cotidiano, la desolación cotidiana, la helada cotidiana, el dar media vuelta todos los días, un pan solo cotidiano que en otro tiempo hicieron surgir criaturas tan maravillosas y miserables como Wolfe, Dylan Thomas y Whitman, ciudades, paisajes, es decir, logros frente al polvo, el mensaje de una existencia atormentada, incorregible, que se devora de hora en hora para crear poesías nuevas y poderosas. Lo que necesitáis está por todas partes, donde uno se levanta y muere, donde la lluvia lava la piedra y donde el sol se hace tormento.

Sin embargo, ¿dónde estáis vosotros, que os dejáis mimar como poetas de nuestro pueblo, que camináis como futuras obras completas sobre un asfalto que revienta? ¿Dónde estáis? ¿Qué hacéis con el tiempo, que solo está ahí una vez para vosotros, una vez para todos nosotros, y que se os deshace en la lengua antes de que hayáis podido probarlo?





Héctor Astudillo. Argumento falaz.

Del 12 al 18 de julio de 2021 al

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cultura

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