Elogio del punto

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Alberto Manguel llamado

El punto es una invención del Renacimiento. Hasta entonces, para indicar el final de una frase escrita se habían utilizado espacios en blanco, letras al margen o toda una combinación de signos tipográficos. Desde su aparición, la ausencia y la presencia de esta mínima mancha negra ha sido utilizada por los escritores -de James Joyce a Samuel Beckett- para crear efectos de lectura y orientar la interpretación de sus obras.

Diminuto como una mota de polvo, el punto, ese mínimo picotazo de la pluma, esa miga en el teclado, es el olvidado legislador de nuestros sistemas de escritura. Sin él, las penas del joven Werther no tendrían fin y los viajes del Hobbitt jamás se acabarían. Su ausencia le permitió a James Joyce tejer el Finnegans Wake en un círculo perfecto y su presencia hizo que Henri Michaux hablara de nuestro ser esencial como de un mero punto, “ese punto que la muerte devora”. El punto corona la realización del pensamiento, proporciona la ilusión de un término, posee una cierta altanería que nace, como en Napoleón, de su minúsculo tamaño. Como siempre estamos ansiosos por empezar, no pedimos nunca nada que nos indique el comienzo, pero necesitamos saber cuándo parar; este pequeñísimo mememto mori nos recuerda que todo, incluso nosotros mismos, debemos algún día detenernos. Como un anónimo profesor inglés sugería en un olvidado tratado de gramática, un punto es “el signo de un sentido perfecto y de una oración perfecta”.

La necesidad de indicar el final de una frase escrita es probablemente tan antigua como la escritura misma, pero la solución, breve y maravillosa, no se estableció hasta el Renacimiento. Durante muchísimos años la puntuación había sido una cuestión poco reglamentada. Ya en el primer siglo de nuestra era, Quintiliano (que no había leído a Henry James) sostenía que una oración, además de expresar una idea completa, tenía que poder pronunciarse sin tener que volver a respirar. La forma en que se marcaba el final de esa oración era cuestión de gustos personales y durante mucho tiempo los escribas puntuaron sus textos con toda clase de signos y símbolos, desde un simple espacio en blanco hasta una variedad de puntos y rayas. A principios del siglo V, san Jerónimo desarrolló para su traducción de la Biblia un sistema, llamado per cola et commata, en el que cada unidad de sentido se marcaba con una letra que sobresalía del margen, como si se iniciara un nuevo párrafo. Tres siglos más tarde ya se utilizaba el punctus tanto para indicar una pausa dentro de la frase como para señalar su conclusión. Con esas convenciones tan confusas, los autores no podían esperar que el público leyera un texto con el sentido que ellos le habían querido dar.

Por fin, en 1566, las cosas cambiaron. Aldo Manuzio el Joven, nieto del gran imprentero veneciano a quien le debemos la invención del libro de bolsillo, definió el punto en su manual de puntuación, el Interpungendi ratio.En un latín claro e inequívoco, Manuzio describió por primera vez su papel y su aspecto. Pensó que estaba preparando un manual para tipógrafos; no podía saber que estaba otorgándonos a nosotros, futuros lectores, los dones del sentido y de la música. Gracias a Manuzio, hoy tenemos a Hemingway y sus stacattos, a Becket y sus recitativos, a Proust y sus largos sostenidos.

“Ningún hierro”, escribió Isaac Babel, “puede hundirse en el corazón con la fuerza de un punto puesto en el lugar preciso”. Para afirmar tanto el poder como también de la pobreza de la palabra, nada nos ha sido tan útil como esa manchita mínima, definitiva y fiel.

 

*Tomado de Babelia, El País.





Alas azules

Jumko Ogata

-Don Mariano, el niño quiere platicar con usted. ¿Está dormido, o qué?

Siento que se me enrojece la cara y miro hacia el suelo. Mi padre está sentado en su mecedora, con los ojos cerrados. Al escuchar la voz de mi madre la voltea a ver con mucha seriedad, pero con una luz en los ojos que nunca le he visto cuando se dirige a mis hermanos y a mí.

-No, señora. Estar descansando los ojos…

Está fumando un cigarro de la cajetilla que le acabo de comprar; Alas Azules son los que más le gustan. Me ve con detenimiento, golpeando la caja ligeramente contra el brazo de la mecedora. Vuelve a cerrar los ojos y a recargar la cabeza hacia atrás, exhalando unas nubes de humo por la nariz.

-…Y por eso yo quiero aprender japonés…¿Por qué no me enseña?

-No… ser muy difícil, muy diferente de español… Para qué, ser difícil…

Me giro hacia la cocina para ver la reacción de mi madre, pero ella ya está absorta en sus labores, muy ocupada como para verme tratar de hablar con mi padre. Me quedé sentado un rato ahí, frente a él, pero siguió fumando, impasible.

No lo conocí hasta los tres años, porque el año que nací se lo llevaron a México, junto con todos los japoneses del pueblo, que porque eran de un país enemigo. Yo no me acuerdo, pero dice mi hermana Namiko que cuando regresó al pueblo, mi hermana Lupe y yo, los más chicos, le teníamos miedo. Hasta entonces, Justo, el hermano más grande de la familia era quien nos había criado, y para nosotros él era nuestro padre.

-¡No! ¡No quiero! ¡Se va a enojar mi papá bonito! -nos quejábamos mi hermana y yo cuando nos quería abrazar mi papá.

Ya de grande, quise hablar con él, y por eso me acercaba para preguntarle cosas, inventaba cualquier excusa para sacarle algo, lo que fuera con tal de que me contara sobre su vida. Nunca nos hablaba, a ninguno de sus hijos. Era como si no existiéramos. Aunque estuviera uno frente a él, parecía que estaba solo, ni nos volteaba a ver. Sólo hablaba con mi madre, o con sus amigos del pueblo. En toda mi vida, yo nunca tuve una conversación con mi padre…, ¿Cómo estás?, ¿Qué estás haciendo?…, nada de eso.

Cuando empecé a trabajar conocí a varios japoneses, ingenieros que había mandado la compañía para ayudarnos con los proyectos que teníamos en desarrollo. Me emocioné mucho al conocerlos, sonriendo con mucho orgullo al presentarme, pronunciado cuidadosamente cada sílaba de mi nombre y apellido. Ellos se sorprendían mucho, al saber que yo también era japonés y me preguntaban de dónde veníamos y hace cuánto habíamos llegado.

-Pues… la verdad no sé bien. Mi papá dijo que era de un lugar que se llamaba… Miako, creo. Tampoco sé cuándo llegó, pero se casó con mi mamá en mil novecientos… veintitantos… así que ya tiene rato…

Aunque me despertaban un sentir agridulce estas conversaciones, en las que recordaba lo poco que sabía en realidad de mi papá, también pude aprender más de su tierra a través de estos paisanos suyos a los que conocía. Me enseñaron algunas palabras en japonés: hola, adiós, gracias… Al final del día, en mis momentos de calma antes de dormir repetía las palabras que había aprendido en el idioma que me había sido negado por mi padre hacía tantos años.

-Konnichiwa… Kooonniiiiichiwa…

Una combinación de sílabas que se sentía ajena al paladar… pero no difícil, yo creo que sí lo habría podido aprender si él se hubiera molestado en enseñarme.

-Arigato…A…ri…gaaa….toooo…

Aunque sólo sabía algunas palabras, las repetía una y otra vez, imaginando cómo habría sido hablar ese idioma tan lejano desde la infancia; poder tener una conversación fluida con él, ir a las reuniones que hacían los pocos japoneses del pueblo algunas veces al mes, en las que mis hermanas lo escucharon hablar rapidísimo en su lengua materna, comunicándose con una seguridad que nunca le conoció su familia en español.

-Sayonara. Saaa… yoooo… naaa… raaaaa…

Tal vez si hubiera aprendido japonés él habría querido hablar conmigo, me habría contado su vida, cómo llegó acá, qué sentía de tenernos a nosotros como hijos, cómo era la familia de allá de su tierra…Tal vez si yo hablara japonés él nos habría querido.

-Konnichiwa… Kooo… niiiii… chi… waaaaa.

Esos momentos a solas eran de una tristeza increíble, imaginando todas las posibilidades del pasado imaginario.

De cualquier manera, cada que teníamos la visita de los ingenieros japoneses me alegraba mucho. Verlos y platicar con ellos, estos hombres con caras similares a la mía, compartiendo una amistad sencilla que me hacía sentir unido a esa tierra que nunca pude conocer.

Mi padre siguió fumando los últimos años de su vida, hasta el último día. Pasó de Alas Azules a Alas Extra… Luego le gustaron los Fiesta… Ya en sus últimas épocas le dio por fumar Raleigh. Eran los más caros de la tienda, pero mis hermanos mayores no dudaban en comprarle lo que él quisiera, con tal de complacerlo. Él nunca pareció darse cuenta.





Ezra Pound

William Butler Yeats

«Pound es un economista, un poeta, un político enfurecido contra los malignos personajes y motivos inexplicables, figuras grotescas como salidas de un libro infantil de bestias. Esta pérdida de autocontrol, común entre los revolucionarios incultos, es rara —Shelley la tenía en cierto grado— para un hombre con la erudición y cultura como Ezra Pound».
William Butler Yeats

Ezra Pound ha hecho del flujo su tema; la trama, la caracterización, el discurso lógico, parecen para él una abstracción inadecuada para un hombre de su generación. Se encuentra a mitad de camino de un inmenso poema en vers libre llamado The Cantos, donde la metamorfosis de Dioniso, el descenso de Odiseo al Hades, se repiten con diversos disfraces, siempre en asociación con algún tercero que no se repite. El Hades puede convertirse en el infierno donde los hombres modernos que más desaprueba sufrirán la condena, la metamorfosis de los pequeños fraudes practicados por los judíos en Gibraltar. La relación de todos los elementos entre sí, repetidos sin repetirse, se hará evidente cuando todo haya terminado. No hay transmisión a través del tiempo, pasamos sin comentarios de la antigua Grecia a la Inglaterra moderna, de la Inglaterra moderna a la China medieval; la sinfonía, el patrón, es atemporal, el flujo eterno y, por tanto, sin movimiento. Como otros lectores, descubro en la actualidad fragmentos meramente exquisitos o grotescos. Él espera dar la impresión de que todo está vivo, que no hay aristas, ni convexidades, nada que frene el flujo; pero, ¿puede un poema de este estilo tener una estructura matemática? ¿Pueden las impresiones que son en parte visuales, en parte métricas, relacionarse como las notas de una sinfonía? ¿El autor ha sido llevado más allá de la razón por una concepción teórica? Su fe en su propia concepción es tan grande que desde la aparición del primer Canto he tratado de suspender el juicio.

Cuando considero su obra en conjunto, encuentro más estilo que forma; por momentos más estilo, más nobleza deliberada y sus medios para transmitirlo que en cualquier poeta contemporáneo que conozco, pero a su vez es una confusión constante, interrumpida, quebrada, tartamudeante; él es un economista, un poeta, un político enfurecido contra los malignos personajes y motivos inexplicables, figuras grotescas como salidas de un libro infantil de bestias. Esta pérdida de autocontrol, común entre los revolucionarios incultos, es rara —Shelley la tenía en cierto grado— para un hombre con la erudición y cultura como Ezra Pound. El estilo y su opuesto pueden alternar, pero debe ser completo, en forma de esfera, simple. Incluso donde no hay interrupción, a menudo se contenta con dejar transiciones incontroladas, eyaculaciones inexplicables, que hacen que su significado sea ininteligible. Él ha sido una gran influencia, quizás más que cualquier contemporáneo con la excepción de Eliot, y es probablemente la fuente de la falta de forma y la consiguiente oscuridad que es el principal defecto de Auden, Day Lewis y su escuela, una escuela que, como se verá más adelante, admiro mucho. Incluso cuando el estilo se mantiene en todo momento, uno tiene la impresión, especialmente cuando escribe en vers libre, que no ha metido todo el vino en la copa, que es un brillante improvisador que traduce a primera vista una obra maestra griega desconocida.





¿Qué es una buena novela?

Virginia Woolf

Una buena novela es cualquier novela que le hace a uno pensar o sentir. Tiene que meter el cuchillo entre junturas del cuero con el que la mayoría de nosotros estamos recubiertos. Tiene que ponernos quizás incómodos y ciertamente alerta. El sentimiento que nos produce no tiene que ser puramente dramático y por tanto propenso a desaparecer en cuanto sabemos cómo termina la historia. Tiene que ser un sentimiento duradero, sobre asuntos que nos importan de una forma u otra. Una buena novela no necesita tener trama; no necesita tener final feliz; no necesita tratar sobre gente simpática o respetable; no necesita ser lo más mínimo como la vida tal como la conocemos. Pero tiene que representar alguna convicción por parte del escritor. Tiene que estar escrita de modo que transmita la idea del escritor, ya sea simple o compleja, tan fielmente como sea posible. No tiene que repetir aquello que es falso o trillado simplemente porque al público le resulta fácil mascullar una y otra vez sobre lo falso y lo trillado.

Todo esto se refiere a las novelas escritas en el pasado. Es imposible estar seguro de cuáles serán las características de una buena novela en el futuro. Las novelas contemporáneas nos sorprenden a menudo por ser muy distintas de aquello que hemos aprendido a admirar y crean una belleza que, al ser tan distinta de la antigua, resulta mucho más difícil de apreciar. Pero lo contrario también es cierto; algunas de las mejores novelas también se han hecho inmediatamente populares y del todo fáciles de entender. El único método seguro de decidir si una novela es buena o mala es simplemente observar nuestras propias sensaciones al llegar a la última página. Si nos sentimos vivos, frescos y llenos de ideas, entonces es buena; si quedamos hartos, indiferentes y con poca vitalidad, entonces es mala. Pero estar seguro de lo buena que es una novela y el tipo de virtud que tiene resulta extremadamente difícil. El mejor método es leer lo antiguo y lo nuevo uno al lado del otro, compararlos y así desarrollar poco a poco un criterio propio.





#JugueteRabioso

Epitafio sobre un Tirano

W. H. Auden

Perfección, de algún modo, era lo que buscaba,

Y la poesía que creó era fácil de entender;

Conocía la locura humana como la palma de su mano,

Y estaba muy interesado en ejércitos y flotas:

Cuando reía, los respetables senadores
estallaban en carcajadas,

Y cuando lloraba, los pequeños niños
morían en las calles.





Tercera ola Covid. Emergencia en Guerrero.

Del 26 de julio al 1 de agosto de 2021 al

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