#JugueteRabioso

Peso + olor

Poema de Filippo Tommaso Marinetti / Batalla (fragmento)

Peso + olor

W. H. Auden


 

Mediodía 3/4 flautas gemidos canícula tumbtumb alarma Gargaresh * romperse crepitación marcha Tintineo mochilas fusiles zuecos clavos cañones crines ruedas furgones judíos buñuelos pan al aceite cantinelas tenduchas vaharadas rebrillo legaña hedor canela moho flujo reflujo pimienta pelea mugre remolino naranjos-en-flor filigrana miseria dados ajedrez naipes jazmín + nuez moscada + rosa arabesco a carroña aguijones frangollo ametralladoras = grava + resaca + ranas Tintineo mochilas fusiles cañones chatarra atmósfera = plomo + lava + 300 hedores + 50 perfumes empedrado-colchón detritos estiércol-de-caballo carroñas flic-flac amontonarse camellos asnos estrépito cloacas Souk-de-los-plateros ** dédalo seda azul galabieh púrpura naranjos moucharabieh arcos decabalgan bifurcación placita pulular.

Le monoplan du Pape [1912]


 


 

Notas del traductor:

* Oasis en que se desarrolló una batalla durante la gurera ítalo-turca (1912), situado al oeste de Trípoli.

** Souck: mercado. En el texto figuran también otras palabras árabes en su versión francesa, como moucharabieh (enrejado de madera que se colocaba en las ventanas para ver al exterior sin ser vistos).





Porque la poesía es un camino

Eduardo Añorve

Antes de conocer la palabra, conocí las voces declamadas por boca de una mujer anciana, que recitaba –decía, se echaba– unos versos, sus versos, en público, ante grupos de gentes que le hacían campo (en tiempo y en lugar propios) para escucharla, y reírse. Ella también reía, ufana, orgullosa. Vendía, por las calles y las cuadrillas, plátanos, hilamas, anonas, cirgüelas, plátano manzano, plátano perón, plátano costa rica, plátano patriota, plátano macho, plátano verdoso, en una bandeja que cargaba en la cabeza, sobre un ñagüal. Ésas, sus palabras cotidianas hablaban de, también, cosas cotidianas, de uno, y casi siempre provocaban la risa de quienes las escuchaban.

 

Ella se llama, se llama,

y yo me llamo, me llamo.

Ella por mí se anda, se anda,

yo por ella me ando me ando.

 

Escucharla y quedar encantado, estaban junto con pegado: lo mismo. Me placía seguir a esta tía abuela materna para escucharla y escucharla y escucharla. Aprender sus versos fue una de mis primeras pasiones, antes de conocer siquiera la palabra poesía. Ni la palabra poema. Ni siquiera la palabra coplas. En la primaria aprendí la palabra poesía para nombrar al conjunto de palabras que edifican un poema, aunque esta palabra la ignorara en esos años; como la palabra poesía (cuya delimitación y cuyo concepto no satisfacen a nadie, porque cada tanto se desbordan ríos de tinta para aprehenderla, en vano, para encontrar su ser definitivo, y seguirán bordando y derramándose tintas y textos y bytes). En sexto de primaria, que cursaba, me subieron al segundo piso del edificio del Ayuntamiento, al balcón de los principales, para recitar ante unos cientos de asistentes, la noche del 15 de septiembre de 1971, a los diez u once, una poesía que escribí, estimulado por los maestros de la escuela, para conmemorar la justa gesta del justiciero Hidalgo y sus muchachos pendencieros; este poemilla mío resultó seleccionado de entre varios: Allá por mil novecientos diez,/ señores, recordarán/ que gritaba el cura Hidalgo:/ ¡Viva la libertad.// Todos eran esclavos/ ansiaban la libertad… Etcétera. En esos días tampoco conocía la palabra octosílabo; tal vez sí, estrofa, por aquello del himno nacional. Tal vez sí, rima; no, metro. Menos, escandir. Menos, metáfora; menos, tropo. En aquellos días, y después, ensayé otros asuntos, como el del amor, esa cosa de la que oía hablar a todas horas, en canciones, películas, revistas, libros, pero que no conocía, ni siquiera por su redondez, su dureza o su humedad, como sí ocurría con muchos compañeros míos, presuntos duchos en esas gimientes gimnasias prohibidas. Pero unos versos del tiempo de la secundaria, de los cuales me sentía orgulloso, fueron utilizados por una maestra mía para acusarme de plagiario (Esos versos no los compusiste tú.), resultando en vergüenza, enfermedad del orgullo que me sumió en tristezas y dolores metafísicos. Más dolido por la acusación de ladrón, de engañador…

Después llegué a zona urbana (Acapulco, Chilpancingo, 1979, 1980, etc.), me junté con gente que leía poetas versolibrescos, y leí, de éstos, sus libros, y me reté a imitar ese tipo de versos blancos y a escribir los propios, dejando atrás innumerables papeles en los que escribí a mano y con lapicero cientos y cientos de versos octosilábicos y coplas de cuatro, del estilo antiguo, los que eran abundantes y tontos, los que utilizaba para hablar de mis fingidas penas y de mis alegrías bobas, con rima, por supuesto, que sus vocales y consonantes suelen atrapar al oído, aunque el sentido no el entendimiento. Luego, en Ciudad de México, en 84, 85 y sucesivos, leí y leí y leí, e imité, imité e imité, sobre todo en nuestro idioma, y hablé y discutí y escuché a muchas personas inmersas en ese mundillo poderoso, no como Don Dinero, claro, sino entre sus cautivos. Pero prefería al Góngora de los poemillas o poemas menores, los pícaros, los del habla de la gente llana como uno; de igual modo, con Quevedo, el mal hablado y mejor escrito, que es casi ciego y atina. Intenté aprehender el gusto por las Soledades, por las trampas del Primero Sueño (de esa monja que no era monja, Juana), por el Canto de un Dios Mineral (Cuesta), por Muerte de Narciso, por Rapsodia del Mulo (Lezama Lima), hasta, incluso, por Poeta en Nueva York (del bello lilo Lorca). Pero mi entendimiento poético no desplegó su creatividad ante esas obras mayúsculas, y me dejaron fuera, me desaprehendieron, no entré, fracasé; apenas entreví sus salsas, sus sales y sus moles, y no pude hartarme en tal festín, y abandoné. Lector de lo menor, aunque necio en su pretensión de ser un lector «culto», quise convencerme de que podría disfrutar a verso pleno esos poemas, pero no pude, y preferí los minúsculos: con éstos había un entendimiento natural; incluso, aunque prescindieran de conceptos, de argumentos, de asuntos, de ideas, de palabras, de imágenes, de tropos: el mero sonido, el sonsonete que abominaba el Borges en los poemas del andaluz (donde tiembla enmarañada/ la obscura raíz del grito), a mí me fascinaba, me encantaba, me maravillaba. ¿Tal vez, por la aparente facilidad del verso-cortismo, de la minucia, del lenguaje simple y llano y villano? El ágil sonido rutinario inmerso en el octosílabo y en metros menores me sedujo, me seduce. Amé, amo, la tal lírica popular española (que en México es abundante, y todavía ronda en coplas, canciones, décimas, corridos. Viene, ahora, a la mente, el Molotov de Más vale cholo, ese portento). El romance, el verso de arte menor, la cuarteta, la rima sonante, consonante y asonantada, el habla de la calle, del hombre y la mujer ordinarios, la imaginación de éstos, la que alude e involucra sus sentimientos diarios, sus miserias y esplendores. No de callar por más que con el dedo,/ ya tocando la boca, ya, la frente… Sí, claro, está papa Quevedo, el elocuente, el moralista, pero…

Bueno, llegó Muerte Sin Fin, de tata Gorostiza, y también me fascinó; pero siempre me quedan en la lengua los últimos versos, los de arte menor, los octosílabos, los del lenguaje no rebuscado, los de la putilla del rubor helado, con los que la conmina a irse, ambos dos, al diablo. Entre 1984 y 1994, leí en abundancia, aunque no conseguí convertirme en un erudito, ni siquiera en poesía, que tanto mamé de las ubres de palabras de las vacas sagradas (es broma, don Octavio, y siga paciendo en su florido y tumultuoso sepulcro de piedra solar). Preferí al Neruda de Residencia en la Tierra, al Vallejo de Trilce; no, a Darío todo (excepto como estudiante suyo), ni al Altazor huidobriano. Sí, al Martí de Amor de Ciudad Grande. Arribé a Parra, sobre todo donde no termina de terminar con la tradición poética romántico-clásica (lenguaje pretendidamente poético, etc.), como en Hay día feliz, pasando, ya, ¡qué olvido!, por el Buen Amor del Arcipreste… ¡Romántico-clásica! ¡Qué dije! ¡Qué escribí! En galimatías hablé, que quede así; un día de éstos me juzgo.

Pero esta fluctuación, esta mía vacilación entre lo llamado culto y lo concebido como popular me ha perseguido hasta ahora. Sin embargo, dejé de escribir a principios de este siglo. Sin vanidad, sin éxito (es decir, desconocidos mis poemas), abandoné la poesía, su escritura. Conseguí «triunfos» como los que pretendí: la lectura y el –diremos– reconocimiento, la aprobación de mis poemillas por otros a quienes leía y admiraba, y de otros lectores y críticos en ejercicio de su sentido crítico: José Emilio, Andrés González Pagés, Óscar Oliva, Langagne, Evodio Escalante, Aline Peterson, Fernández Unsaín (un excelente fabulador de sonetos), Emmanuel Carballo, Beatriz Espejo y hasta por el bueno de José Antonio Alcaraz… Pero, después de imitar y ensayar cuanto verso me incitara, dejé de escribir poemas y pasé a ensayar ensayos (algunos construidos en el viento y la brisa de la imaginación costera propia; otros, en la dura madera del entendimiento y la razón de sabios árboles interiores) sobre la cultura negro-india de la Costa Chica y sus alrededores. Regresé a mis privilegios de lector. En algunas ocasiones me ostenté como poeta (sobre todo después de que obtuve el reconocimiento de lectores avezados en forma de un premio estatal de poesía, en el 98), pero, también, en algún momento llegué a entender y aceptar que no lo era, que no lo soy, que no lo seré. Descreo en aquello de que uno es ente intelectual y de cultura más por lo que lee que por lo que escribe. Tal vez me sentí poeta como un acto-reflejo de vanidad, de egolatría… aunque siempre me defiendo de mí mismo pensando en que «hice poesía» para probarme que podía, tal como veía que hacían otros. Una afirmación de virilidad poética, tal vez. Un día había escrito:

 

ORACIÓN DEL POETA SATISFECHO

 

ego

mi ego

ego mío

sin ti

¿cómo escribo?

 

(Para Eduardo)

 

Ahora pienso en aquellas viejas cuartetas y versos y rimas y octosílabos. Ahora, de nuevo a ellos, ya viejo. Encantado aún, en el camino, en la búsqueda de la palabra justa y sonora. Tal vez encuentre otro modo de escribir: Muchachita bunitilla,/ ya me picó el alacrán;/ si no queréj que me muera/ dame sopita del pan. A golpe de bites.


El tatuaje

Saki

-La jerga artística de esa mujer me cansa -dijo Clovis a su amigo periodista-. Le gusta tanto decir que ciertos cuadros “crecen sobre nosotros”, como si fueran una especie de hongos.

-Eso me recuerda -dijo el periodista- la historia de Henri Deplis. ¿Te la conté alguna vez?

Clovis negó con la cabeza.

-Henri Deplis era por nacimiento un nativo del Gran Ducado de Luxemburgo. Por una reflexión más madura, se convirtió en un viajante de comercio. Sus actividades frecuentemente lo llevaban más allá de los límites del Gran Ducado, y paraba en una pequeña ciudad del norte de Italia cuando le llegaron noticias de que había recibido un legado de una parienta distante que había fallecido.

“No era un gran legado, aun desde el modesto punto de vista de Henri Deplis, pero lo impulsó hacia algunas extravagancias aparentemente inofensivas. En particular lo condujo a patrocinar el arte local en tanto representado por las agujas de tatuaje del Signor Andreas Pincini. El Signor Pincini era, tal vez, el más brillante maestro de tatuaje que Italia había conocido jamás, pero estaba decididamente empobrecido, y por la suma de seiscientos francos emprendió alegremente la tarea de cubrir la espalda de su cliente, desde la clavícula hasta la cintura, con una brillante representación de la Caída de Ícaro. El diseño, cuando fue finalmente desarrollado, le produjo una ligera desilusión a Monsieur Deplis, que había imaginado que Ícaro era una fortaleza tomada por Wallenstein en la Guerra de los Treinta Años, pero quedó más que satisfecho con el trabajo ejecutado, que fue aclamado por todos los que tuvieron el privilegio de verlo, como la obra maestra de Pincini.

“Fue su más grande esfuerzo, y el último. Sin siquiera esperar que le pagaran, el ilustre artesano dejó este mundo y fue enterrado en una ornamentada tumba, cuyos querubines alados habrían proporcionado poco campo de aplicación para el ejercicio de su arte favorito. Quedaba, sin embargo, la viuda de Pincini, a quien se le debían los seiscientos francos. Y acto seguido surgió la gran crisis en la vida de Henri Deplis, viajante de comercio. El legado, bajo el peso de numerosos pequeños reclamos, había menguado hasta una proporción insignificante, y cuando una apremiante factura de vinos y diversas otras cuentas corrientes habían sido pagadas, quedaba poco más de cuatrocientos treinta francos para ofrecerle a la viuda. La dama estaba justamente indignada; no tanto, como explicó volublemente, debido a la sugerencia de suprimir ciento setenta francos, sino también por el intento de disminuir el valor de la reconocida obra maestra de su difunto esposo. En una semana, Deplis se vio obligado a reducir su oferta a cuatrocientos cinco francos, lo que atizó la indignación de la viuda, que se transformó en furia. Canceló la venta de la obra de arte, y algunos días después Deplis se enteró consternado de que la había donado a la municipalidad de Bérgamo, que la había aceptado con agradecimiento. Dejó la vecindad lo más discretamente posible, y se sintió genuinamente aliviado cuando sus negocios lo condujeron a Roma, donde esperaba que su identidad y la del famoso cuadro pudieran perderse de vista.

“Pero cargaba en su espalda el peso del genio del difunto. Al aparecer un día en el humeante corredor de un baño de vapor, fue enseguida obligado a ponerse sus ropas por el propietario, que era un italiano del norte, que rehusó enfáticamente permitir que la celebrada Caída de Ícaro fuera exhibida en público sin el permiso de la municipalidad de Bérgamo. El interés público y la vigilancia oficial aumentaron cuando la cuestión fue más ampliamente conocida, y Deplis no pudo tomar un simple baño en el mar o en un río en las tardes más tórridas, a menos que se cubriera hasta la clavícula con un amplio traje de baño. Más adelante, las autoridades de Bérgamo concibieron la idea de que el agua salada podía ser perjudicial para la obra de arte y se obtuvo un perpetuo interdicto que impedía al atormentado viajante comercial bañarse en el mar en ninguna circunstancia. Se sintió fervientemente agradecido cuando la firma que lo empleaba lo destinó a una nueva rama de actividades en la vecindad de Bordeaux. Su agradecimiento, sin embargo, cesó abruptamente en la frontera franco-italiana. Un imponente despliegue de fuerzas oficiales impidió su partida, y se le recordó severamente que una estricta ley prohibía la exportación de obras de arte italianas.

“Una reunión diplomática entre los gobiernos italiano y luxemburgués siguió a continuación, y en un momento la situación europea se ensombreció con la posibilidad de problemas. Pero el gobierno italiano se mantuvo firme; declinó ocuparse en absoluto de las peripecias o aun de la existencia de Henri Deplis, viajante de comercio, pero permaneció inconmovible en su decisión de que la Caída de Ícaro (obra del difunto Pincini, Andreas), actualmente propiedad de la municipalidad de Bérgamo, no debía abandonar el país.

“La excitación decayó con el tiempo, pero el desgraciado Deplis, que estaba constitucionalmente en condiciones de retirarse, se encontró unos meses más tarde otra vez en el centro mismo de una furiosa controversia. Cierto experto en arte de nacionalidad alemana, que había obtenido de la municipalidad de Bérgamo el permiso para inspeccionar la famosa obra maestra, declaró que era un Pincini falso, probablemente la obra de un discípulo que había empleado en los años de su decadencia. La declaración de Deplis sobre el asunto carecía obviamente de valor, puesto que había estado bajo la influencia de los habituales narcóticos durante el largo proceso de punzar el diseño. El editor de una revista italiana de arte refutó las opiniones del experto alemán y se propuso demostrar que su vida privada no se adecuaba a ningún criterio moderno de decencia. La totalidad de Italia y Alemania se trenzaron en la disputa, hubo escenas borrascosas en el Parlamento español, y la Universidad de Copenhague otorgó una medalla de oro al experto alemán (enviando después una comisión para examinar sus pruebas in situ), mientras que dos escolares polacos en París se suicidaron para mostrar lo que ellos pensaban del asunto.

“Entretanto, al desagraciado portador humano no le iba mejor que antes, y no es sorprendente que cayera en las filas de los anarquistas italianos. Cuatro veces por lo menos fue escoltado hasta la frontera como un peligroso e indeseable extranjero, pero era siempre traído de vuelta como La caída de Ícaro (atribuido a Pincini, Andreas, principios del siglo XX). Y luego, un día, en un congreso anarquista de Génova, un compañero trabajador, en el calor del debate, derramó una ampolla de líquido corrosivo en su espalda. La camisa roja que usaba mitigó los efectos, pero el Ícaro quedó arruinado al punto de ser irreconocible. Su atacante fue severamente reconvenido por atacar a un camarada anarquista y fue condenado a siete años de prisión por destruir un tesoro de arte nacional. Tan pronto como pudo abandonar el hospital, Henri Deplis fue obligado a cruzar la frontera como un extranjero indeseable.

“En las calles más tranquilas de París, especialmente en la vecindad del Ministerio de Bellas Artes, se puede encontrar a veces un hombre deprimido y ansioso, a quien, si se le pregunta la hora, responderá con un acento ligeramente luxemburgués. Abriga la ilusión de que es uno de los brazos perdidos de la Venus de Milo, y espera persuadir al gobierno francés para que lo compre. Sobre toda otra cuestión creo que está tolerablemente cuerdo.”





Apuntes sobre La divina comedia

Ernesto Lumbreras

Desde mediados de los ochenta, me acompaña la edición de La divina comedia traducida por Ángel Crespo, en la popular edición de Origen, cuyos ejemplares de pasta dura todavía se pueden conseguir en librerías de viejo. Si no mal recuerdo estos dos tomos los conseguí en la Librería Parroquial, de Guadalajara, que se encontraba en López Cotilla; allí compré también –cómo olvidar ese cataclismo– Residencia en la tierra, de Pablo Neruda, en esa misma colección de volúmenes solferinos. El primer contacto con la obra de Dante, la intentona de aquel veinteañero con la terza rima, fue un fracaso. Pasaron años, nueve tal vez, para encontrarme con La divina comedia, en la versión del argentino Ángel J. Battistessa, de Ediciones Carlos Lohlé, a la que sí pude hincarle el diente y avanzar, por lo menos, hasta el canto de Ulises, si no es que un poco más. La versión de Crespo, cumpliendo la métrica y la rima, me resultaba en aquella época rimbombante, a diferencia de la Battistessa, que, aceptando el reto solo de la métrica, se comprometió a la literalidad del original. Jorge Luis Borges, quien comenzó a leer el clásico dantesco en inglés, desaprobaba acremente la traducción de su paisano, tachándola de sorda e insípida. Creo que tenía razón. Sin embargo, la edición de Lohlé, que anotaba el texto toscano en la parte inferior de la página, me motivó para inscribirme en el Instituto Dante Alighieri de la colonia Juárez, en la Ciudad de México, en 1996. A partir de entonces sigo en ruta tras los pasos del florentino.

En ¿Por qué leer a los clásicos?, Italo Calvino nos comparte catorce razones de peso –y de liviandad y extrañeza, agrego yo– en torno de ciertas obras literarias que han remontado el gusto de su época y siguen presentes con sus interrogantes y seducciones. Es verdad que el autor de Las ciudades invisibles se decanta por el «por qué» y se desentiende del «cómo», esa empresa inexorablemente individual para cada lector. Es curioso, pero no del todo extraño, que Calvino no anote entre sus clásicos la Commedia y otorgue ese lugar cimero a Orlando Furioso, de Ludovico Ariosto, obra lírica de vuelo fantástico, esto último por supuesto entre las afinidades del escritor de El barón rampante. Aunque, claro, solo por el afán de llevar la contraria, me pregunto si entre las múltiples lecturas del poema dantesco no está la posibilidad de leerlo como un viaje de fantasía extrema e inquietante. Obviamente en «la omisión» de Italo Calvino hay algo de boutade y provocación.

Retornando al tema de cómo leer un clásico, todos conocemos ciertos libros que prometen ayudarnos en la andadura y el conocimiento de tal o cual libro y autor que en el correr de los años han merecido ese título casi nobiliario de clásicos. Seguramente existe un Dante Alighieri para principiantes o un Cómo leer en una semana La divina comedia en los estantes de las librerías. No estoy seguro si un lector debe prepararse para leer Hamlet o Rey Lear, de Shakespeare; Los ensayos de Montaigne o Las soledades, de Góngora, como lo hace, pongo por ejemplo, un alpinista que paulatinamente asciende las montañas de su país; luego, clava el piolet en los picos más altos de Europa y de Los Andes sudamericano, para luego, preparado física y mentalmente, remontar una a una las diversas cúspides del Himalaya. Tal vez este símil arroja cierta luz sobre el asunto, pero también da lugar a equívocos y lugares comunes. Un clásico es una lectura de vida, puesto que, y vuelvo citar a Calvino, hablamos de «un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir». Es así que la renovada conquista de esas cimas literarias está en su relectura, en los esforzados y constantes asedios, en la siempre fresca y paradójica familiaridad con sus pasajes, en la cambiante predilección de estrofas o párrafos, en la sedimentación de imágenes, atmósfera y gestos en nuestra memoria emocional.

James Joyce y T. S. Eliot leyeron a Dante como el ejemplo supremo del artista y del genio. Para los dos fue un oráculo, una guía de sus aventuras y tentativas literarias, una medida para sus logros y fracasos. En la obra de los dos, presentísima o agazapada, podemos ubicar la sombra del florentino, tanto en sus libros juveniles como en sus piezas de madurez. Para el irlandés y el norteamericano, Dante Alighieri no fue un tema de interés o una pasión literaria de una época; desde muy temprana hora, la obra del italiano acompañó el interés y la curiosidad de estos dos autores fundamentales del siglo XX, moldeó su conciencia y espoleó su perspicacia, incentivó las reformulaciones de sus respectivos discursos y, llegado el momento, los alentó a aventurarse en la «selva selvaggia» de un lenguaje de riesgo y desconcierto, la anhelada premisa «del bosque sin senderos» de Byron.

Tal vez, sin darme cuenta del todo, empecé a leer La divina comedia, a veces en paralelo la versión de Crespo y la de Battistessa, acompañado de numerosos Virgilios, Estacios, Beatrices y San Bernardos –los sherpas del poeta en los reinos de ultratumba–, replicando el ejemplo del autor-personaje del poema supremo. El primero de mis guías fue Giovanni Papini con su Dante Vivo, un libro socarrón y efusivo, empático de las desventuras del vate, novelesco y prosopopéyico en ciertos capítulos, de generosa y amena pedagogía. Es un libro que conservo con anotaciones aquí y allá, con ciertos subrayados que ratifico y otros que, bien a bien, no sé qué me deslumbró o desconcertó. En el primer capítulo, «Explicaciones necesario», Papini suelta esta diatriba propiciatoria para los posibles lectores de la Commedia: «para entender plenamente al Dante es necesario ser católico, artista y florentino». Después del autor de Gog, acudieron otros «Virgilios» que sumaron consejos y camararería a mis rondas y extravíos por los reinos del más allá: Victoria Ocampo, Benedetto Croce, Antonio Gómez Robledo, Indro Montanelli, Osio Mandelstam, Romano Guardini, Francesco de Santis, Jorge Luis Borges...

Podemos tomar como humorada y también como advertencia la siguiente cita de Victoria Ocampo anotada en su De Francesca a Beatrice: «Cuando nos acercamos a Dante, sea cual fuere el camino seguido, tropezamos bruscamente con una guardia numerosa y terrible: los comentaristas». Con el devenir de los años, pareciera que se ha formado otro círculo en el infierno de la Commedia –donde pululan como chinches un infinito de cretinos sabiondos– que nos fastidian y distraen durante el peregrinar por el poema: el círculo de los dantistas. Pesan, para bien y para mal, «los demasiados libros» en torno de los clásicos; sobre todo, de aquellos volúmenes pretendidamente eruditos escritos en clave «pé-dantesque», Groussac dixit, suerte de jerigonza para ciertos iniciados en un ritual postbabélico.

El Dante vivo, de Papini, está en las antípodas de esa bibliografía hostil y pedante; su libro rebosa de complicidad y simpatía a la hora de exponer sus sospechas inocentes, sus interpretaciones desaforadas y sus devaneos poéticos al momento de abordar la vida y la obra de su venerado autor. La tentativa cordial de su panegírico, lo consigna una y otra vez, es derribar la estatua de Dante, descenderla a la tierra, trocar el bronce o el mármol de su leyenda en cada uno de sus capítulos para imponer la sombra de un hombre que duda, se enamora, maldice, bromea, canta... Dice su autor: «Quiere ser este libro vivo de un hombre vivo sobre un hombre que, después de la muerte, no ha cesado jamás de vivir».

En el Libro segundo, «La vida», de su Dante vivo, Giovanni Papini escribe: «El poeta batallador», un perfil de su héroe literario, armado caballero por su adorada Florencia y combatiente de las huestes gibelinas de Arezzo en la batalla de Campaldino (11 de junio de 1289). En aquella ocasión ganaron los guelfos y en el campo de combate quedaron mil seiscientos muertos, de los cuales, especula Papini con fruición de libretista de ópera, la misma mano que escribía canciones a Beatrice en esa época cortaría la vida al menos de uno de los aretinos. Movido por su imaginación de novelista, cree incluso saber el nombre de la víctima de la espada o lanza empuñada por Dante: el capitán gibelino Bounconte di Montefeltro, personaje del canto V del Purgatorio. Varios siglos después, tomando como pretexto lírico y punto de partida la historia de este soldado «que huye a pie ensangrentando el llano» dos poetas del siglo XX, Jorge Luis Borges y Robert Lowell, recordarán su martirio en versos conmemorativos de otras batallas y otros funerales.

A diferencia de Pound, Joyce o Eliot, lectores tempranos de la obra de Dante Alighieri, el interés y la curiosidad de Borges por la Commedia tendrán lugar «nel mezzo del cammin di nostra vita», una época de definición para su obra de mayor trascendencia y, por supuesto, de su fama y leyenda. El mismo autor argentino en sus ensayos dantescos, en sus conferencias y entrevistas ha referido con detalle «el encuentro» con la poesía del bardo toscano. Tal vez lo leyó en su juventud en medio de sus arrebatos y deslumbramientos por los autores ingleses de la biblioteca paterna o más tarde, de paso y sin clavar ninguna pica, entre sus furores por las vanguardias europeas, el barroco de Quevedo y la literatura criolla de sus connacionales. Sin embargo, un mañana, camino a su trabajo en la Biblioteca Miguel Cané de Almagro, carga en su portafolio uno de los tres tomos de la Commedia en la traducción inglesa de Thomas Carlyle. El autor de Ficciones laboró en esa modesta biblioteca de barrio de 1937 a 1946 hasta que llegó el peronismo y cambiaron su puesto por el de inspector de rastros municipales. Borges no especifica el año de esa temporada de lecturas dantescas a bordo del tranvía, de su casa en Las Heras y Pueyrredón hasta la Avenida La Plata y Carlos Calvo. Me resulta curioso que el método de lectura y comprensión de la Commedia seguido por Eliot, allá por 1908 en Harvard, haya sido muy similar al de Borges tal y como lo describe en Siete noches:

Imaginé este modus operandi: leía primero un versículo, un terceto, en prosa inglesa; luego leía el mismo versículo, el mismo terceto, en italiano; iba siguiendo así hasta llegar al fin del canto. Luego leía todo el canto en inglés y luego en italiano. En esa primera lectura comprendí que las traducciones no pueden ser un sucedáneo del texto original. La traducción puede ser, en todo caso, un medio y un estímulo para acercar al lector al original; sobre todo, en el caso del español.

Por su parte, el poeta norteamericano anota en su ensayo «Lo que Dante significa para mí» (1950) su método para adentrarse en el tejido musical y conceptual de los cantos del clásico italiano:

Como explicaba en el prólogo primitivo a ese ensayo –se refiere a su artículo «Dante» publicado en 1928–, leí a Dante con una traducción en prosa junto al texto. Hace cuarenta años empecé a descifrar La divina comedia de esa manera; cuando creía haber comprendido el significado de un pasaje que me gustaba especialmente, lo aprendía de memoria; de ese modo, durante algunos años, podía recitar para mí una gran parte de algunos cantos, echado en la cama o en viaje por el ferrocarril. ¡Dios mío, cómo habría sonado de haberlo recitado en voz alta!

Posiblemente el fructífero comercio entre Dante y Borges en esos «lentos y solitarios tranvías» comenzaría a finales de los treinta, viajes de ida y vuelta, lectura de ir y volver de los reinos de ultratumba a la vida canalla y espléndida. En febrero de 1938 había muerto su padre y en diciembre del mismo año, en casa de María Luisa Bombal, sufre un accidente con el filo de una ventana abierta que le provoca una herida en la frente la cual deviene en septicema y en su internamiento en el hospital; este suceso lo habrá de novelar en su cuento «El sur». Exactamente en estos años habrá de moldearse el prestigio del Borges como cuentista supremo, años de contados poemas –extraordinarios, regulares y malos–, los cuales reunirá en dos colecciones veinte años después, El Hacedor (1960) y El otro, el mismo (1964). Entre las joyas líricas de ese período destaca «El poema conjetural» que se publicó inicialmente en las páginas de La Nación el 4 de julio de 1943. En sus cuarenta y cuatro endecasílabos blancos, su autor mezcla los tiempos y las batallas, la época de Buonconte de Montefeltro, el capitán gibelino referido por Papini y la del «doctor Francisco Laprida, asesinado el 22 de septiembre de 1829 por los montoneros de Aldao». Cambian las circunstancias y las anécdotas, pero fatal e inexorablemente, los actos de la condición humana se repiten como la proyección infinita de imágenes que crean dos espejos confrontados.





Guadalupe Rodríguez. Vida y lucha truncadas.

Del 6 al 12 de septiembre de 2021 al

#1064

cultura

01 04
V e r
m á s
Menos