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Entre el dolor, la rabia
y la esperanza

Redacción

 

Los padres de los normalistas desaparecidos siguen esperando su regreso
en Ayotzinapa; no hay otra opción. [Foto: José Luis de la Cruz]

 

 

Ayotzinapa, Gro. Cuando su hijo Jorge le dijo que quería ser maestro de primaria, Epifanio le respondió que eso era difícil,  porque ellos eran campesinos y no contaban con dinero para sus estudios.

Jorge no se desanimó, sino al contrario, le dijo a su papá que la Normal de Ayotzinapa era una buena opción, que si entraba a esa escuela no pagaría hospedaje ni comidas, porque es un internado.

Epifanio Álvarez Carbajal se dedica al campo, se ve curtido, pero ahora se le ruedan las lágrimas al relatar esa conversación que tuvo con su hijo hace poco más de tres meses. Jorge Álvarez Nava se encuentra desaparecido, junto con otros 42 normalistas de primer año, desde los hechos violentos de Iguala, la noche del 26 de septiembre.

“Eso me lo dijo cuando me ayudaba en las tareas del campo”, recuerda don Epifanio, quien tiene las manos curtidas por las tareas rudas del campo.

Desde hace varios días no ha ido a su comunidad, porque al igual que otros padres de familia, está en la espera de noticias de sus hijos. De momento, no le importa que el terreno donde siembra esté abandonado, porque ahora su principal prioridad es que su hijo regrese con vida.

“Cómo es posible que este pinche gobierno haya hecho esto con los muchachos”, reniega con rabia.

Epifanio, como el resto de los padres, ya entregó su muestra de sangre para que se coteje con los restos de los 28 cadáveres que hace más de una semana la Fiscalía General del Estado y la Procuraduría General de la República (PGR) localizaron en varias fosas clandestinas en un cerro de Pueblo Viejo, en Iguala.

“Yo espero que mi hijo no sea uno de los que encontraron muertos en Iguala; sería algo que me mataría de por vida”, implora.

“La verdad, yo tengo mucha rabia contra este gobierno de Ángel Aguirre, que es el responsable de los asesinatos de los tres estudiantes y de la desaparición de 43 de ellos”, suelta.

La última vez que vio a su hijo fue el 19 de septiembre en las instalaciones de la Normal. “Ese día, como siempre que lo iba a visitar, lo abracé y le dije que lo quería mucho y que a pesar de que no teníamos mucho dinero, lo apoyaríamos en todo para que saliera adelante en sus estudios”.

Guerrero será un infierno si el gobierno les informa que sus hijos ya están muertos, advierte. “De  ninguna manera nos quedaremos cruzados de brazos, como dicen los muchachos: no habrá paz para el gobierno”, señala.

 

Mardonia Torres Romero se ve nerviosa, va de un lado a otro de la cancha de usos múltiples de la Normal. Vino desde la comunidad indígena nahua de Amilcingo, municipio de Temoac, Morelos. Su hijo José Luis Luna Torres, de 20 años, es uno de los 43 desaparecidos. Llegó a Ayotzinapa el sábado 27 porque le dijeron que su hijo había sido detenido por la policía de Iguala .

Entre sollozos y con un español a medias, cuenta: “Llegué aquí pensado que por gestiones de los estudiantes, ya mi hijo estaría aquí, pero mi dolor se agrandó cuando me dijeron que no aparece”.

Mardonia es madre soltera, se dedica a vender cacahuates y manzanas en su comunidad o en un crucero de la carretera federal Cuernavaca-Ciudad de México.

José Luis cursa el primer año en la licenciatura de educación bilingüe, porque quiere ser maestro para dar clases en las comunidades indígenas, porque de aquí viene su origen, dice su madre.

La ausencia de su hijo le duele al grado de que desde el 27 que llegó a Tixtla, casi no ha podido dormir. “Las pocas veces que he dormido, sueño a mi hijo”, dice.

En todas las marchas en que doña Mardonia ha participado, lleva en su pecho una hoja de cuaderno de doble raya en la que está pegada la fotografía de su hijo José Luis, de 20 años de edad

De todos sus hijos, José Luis, que es el menor, fue el único que quiso estudiar. “Y eligió ser maestro, porque quiere apoyar a la gente más necesitada”, comenta.

 

 

Ayotzinapa, hijos de campesinos

 

El secretario técnico de la Red Guerrerense de Derechos Humanos, Manuel Olivares Hernández, dijo que a 88 años de la fundación de la Normal de Ayotzinapa, no ha perdido su esencia. Es una escuela donde se prioriza que la mayoría de sus estudiantes sean hijos de campesinos.

De la matrícula actual, 500 alumnos, 85 por ciento son de origen campesino, pero el resto, son hijos de albañiles o en su defecto de algunos de egresados de esta institución educativa.

“Los muchachos que estudian aquí ya están acostumbrados a comer en forma precaria, es decir, tortillas con frijoles y a veces un poco de carne de res o de pollo”, comenta Olivares.

Actualmente, el gobierno de Ángel Aguirre les da una beca alimenticia de 50 pesos diarios a cada uno de los normalistas. Con eso, apenas alcanza para que a los estudiantes coman frijoles, café, tortillas, arroz y huevo.

Olivares menciona que al gobierno siempre le ha preocupado que en esta escuela se les inculque una conciencia social y de crítica a las autoridades, cuando las tareas de gobierno no las hacen bien.

Por eso, dice, las autoridades quieren desaparecer esta escuela, como ya lo ha hecho con 17 normales rurales del país. En estos momentos, sólo funcionan 17 normales de este tipo.

 

 

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