El camino musical a la Costa…

[Camino, etnicidad y paisaje sonoro]

Jorge Amós Martínez Ayala

Camino de Valenciana, camino de Monterrey. Así estaba la mañana cuando te empecé a querer
(La Valenciana)

Cuando los españoles supieron que las Antillas no eran parte de Asia, navegaron al oeste buscando el paso hacia la Mar del Sur que les permitiera el comercio con las deseadas especias, porcelanas y sedas. Con cada avance exploratorio hubo un obstáculo de los gobiernos y la población local; por ello, una vez conquistado el antiguo Michoacán, el Pacífico quedó a disposición de los exploradores europeos y sus naves. Hernán Cortés mandó construir en Zacatula un primer astillero, al que se sumaría otro en Colima, con el fin de explorar el Pacífico y fijar un puerto seguro que permitiera resistir las tormentas y los ataques de los piratas, el cual sería Acapulco (Widmar:1990). Para llegar a la costa los nuevos señores siguieron las rutas mesoamericanas, que durante la época colonial se volvieron caminos de herradura, luego, vías férreas en el siglo xix, y carreteras asfaltadas en el siglo xx. En varios tramos del camino la ruta que sigue la carretera libre se junta con la del ferrocarril y con la Autopista Siglo XXI, que llega a Ixtapa-Zihuatanejo. Si leemos las crónicas del siglo xvi podemos ver que los trayectos siguen esos caminos desde el Bajío hasta los pueblos de pescadores de Ixtapa y Zihuatanejo, ubicados en el estado de Guerrero, que se transformaron en desarrollos turísticos a partir de los años 80 del siglo xx.

En este texto descenderemos desde el Bajío, pasaremos por las tierras frías de la Meseta hasta la Tierra Caliente y la Costa, que no quiero llamar de Guerrero porque como región cultural y económica, la Tierra Caliente y la Costa no respetan las fronteras políticas de una jurisdicción. Lo que haré es mostrar un panorama musical de lo que un viajero pudo escuchar en los días previos a la Semana Santa al descender en altitud y ascender en temperatura; seremos testigos, o escuchas, de un cambio en los sonidos desde el soplo del viento frío entre los pinos hasta las olas rompiendo en la arena de las playas. Pareciera que hay una distinción natural entre los panoramas que se pueden ver al ir descendiendo desde los 2,000 msnm en la Meseta Tarasca hasta los bajos del Pacífico; sin embargo, son construcciones sociales estereotipadas (Pérez Monfort: 1994). Paisajes y estereotipos étnicos se reflejaron en la música y las coplas cantadas por los músicos tradicionales y comunicadas por los arrieros y vagamundos a otras regiones (Martínez Ayala: 2007, 13-38); en los imaginarios de los abajeños, los pobladores del Bajío, se asociaron los “temperamentos” con el carácter de los habitantes de los nichos ecológicos escalonados: del “frío hieratismo” de los indios al “cálido y voluptuoso” andar de las mulatas de la costa (Martínez Ayala: 2009).

Los estudios sobre las músicas de tradición oral en las regiones de México implican romper con fronteras y retrasar los espacios a partir de criterios culturales y no políticos; incluso nos llevan a romper con criterios estereotipados sobre los contenidos de la tradición y las fronteras disciplinares. Este recorrido intentará hacernos dudar de muchos supuestos, aunque esperamos alcanzar las suaves y cómodas arenas de lo posible.

A mediados del siglo xix la población del obispado de Michoacán, que incluía a la Tierra Caliente con sus parroquias de Coahuayutla, Tlapehuala, Coyuca, Pungarabato y Zirándaro, se caracterizaba, a decir del deán del obispado:

 

...en tres razas principales, la blanca, la cobriza y la mixta: la primera es la de los descendientes de europeos; la segunda la de los indios puros; la tercera la que ha resultado de los enlaces de indios, españoles y africanos.

... Según los datos que he tenido a la vista, he formado el siguiente cálculo sobre la proporción en que se encuentran estas razas en todo el Obispado:

Raza blanca............ 22 ½

Indígena.................. 44

Mixta...................... 33 ½

(Romero: (1862) 1972; 6).

 

Cada grupo étnico se imaginaba asentado preferentemente en regiones geográficas definidas: los “blancos” en las ciudades del Bajío, los “indígenas” en la Meseta Tarasca y los de “raza mixta” en la Tierra Caliente y la Costa; por ello, es necesario iniciar el análisis de cómo se construyeron los estereotipos desde el centro geográfico construido a partir de la experiencia que españoles y criollos vivieron en el Bajío. Podemos percibir su mirada desde los textos escritos que no dejaron; ahí se trasluce un yo que observa y vive desde su entorno para aproximarse al otro, que vive en nichos ecológicos distintos. Su experiencia es un instrumento hermenéutico que percibe e imagina a la Nueva España como “semejante” a la vieja España, parecida o “idéntica” en clima y paisaje; construida como aquella por la civilización, que se desarrolla en climas “benignos”:

 

La ciudad de Guayangareo, donde sólo estaban poblados los españoles, tenía grandes ventajas y comodidades para ir adelante y ser principal, y donde don Antonio de Mendoza escogió y eligió sitio y lugar para la principal población, así por su buen temple por todas las demás comodidades, que tiene para todo lo necesario (Medina Rincón: (1582) 2000; 35-36).

 

Así describió, en 1582, el obispo fray Juan de Medina Rincón a la incipiente ciudad que ahora llamamos Morelia.

En 1862 don José Guadalupe Romero decía de ella:

 

La posición de la ciudad es bellísima: colocada en la meseta de una loma que tiene por todas partes muy suaves descensos, sus calles son limpias, hermosas y rectas. La rodean y fertilizan dos ríos sobre los que se han construido buenos puentes y cómodas calzadas con árboles a los lados: las de San Diego y los Urdiales terminan en bellos paseos llamados de San Pedro y de las Lechugas (Romero: 1972; 41).

 

Algo similar se pensaba de la ciudad de Pátzcuaro:

 

Lo material de la ciudad no es desagradable; tiene muy buenas casas; están cubiertas con techos y tejas como en la Europa. Es un país muy ameno; abunda de flores, frutos y frutas; las montañas que la rodean se miran siempre vestidas de hermosa lozanía y verdor, con tantos árboles y de tan crecida magnitud, que deleita mucho la vista (Ajofrín: (1763) 1986; 96).

 

Según la vio en su viaje, de mediados del siglo xviii, el fraile capuchino Francisco de Ajofrín.

En cambio, la Tierra Caliente era su antípoda; según nos la pinta fray Matías de Escobar, un verdadero desierto en lo espiritual y en lo geográfico:

 

Es ésta una tierra, o por hablar con más propiedad, un fogón, cuyos suelos son inhabitables para quien no ha nacido en ella, e insufrible para los hijos de ella; sus caminos (mal digo) los filos de sus veredas espantan granjeándose algunas sendas, nombres que publican lo dificultoso y áspero de ellas. Puente de Dios llaman en las minas de Curucupazeo a un paso tan estrecho y formidable que ha Dédalo horrorizara su precipicio, y otros muchos a que han dado nombre en sus despeños a desgraciados Ícaros, que no refiero, porque a cada paso de esta tierra, hay un precipicio, infierno de este mundo, a donde no pude haber más que caídas y tropezones (Escobar: (1729) 1970; 96).

 

Entonces, podríamos suponer que si los compositores de música tradicional usan como fuentes de “inspiración” los sonidos que escuchan en su entorno geográfico para componer, éste se reflejaría en la música; pero, si bien existe una relación entre música y paisaje sonoro, esta relación no es directa, pues esta mediada por diversos factores, uno de ellos puede ser el contacto con otras realidades geográficas y estéticas sonoras (Chamorro: 1994; 137, 143-144).

Hay una serie de representaciones naturalizadas entre los habitantes del Bajío que vinculan al paisaje “tranquilo” lacustre o serrano, territorio habitado por indígenas p’urhépecha, con la música “triste”, en tiempo lento, de ¾. Tanto el tiempo pausado en la música y la tristeza se asocian con la languidez como una característica de “lo indígena”.

 

El son Phur’embe se caracteriza por su dulzura y delicadeza. En su genuina ejecución no debe haber jamás notas estrepitosas, es, a la manera de la música de cámara, hecha para elegidos, el aristócrata de la música vernácula mexicana. Debe tocarse suavemente, con matices de claro-obscuro tenues, con hondo sentimiento y profunda melancolía (Hurtado: 1991;16).

 

Así pensaba don Nabor Hurtado, maestro misionero, quien, en 1943, fue jurado en un concurso organizado por la Misión Cultural número 8. Aunque, desde la percepción p’urhépecha, la tristeza también es representada con la música lenta, como dijo don Julio Granados, de Ichán:

 

...el vals es, este, una cosa que pues tal vez, aquellos autores que empezaron a componer los valses verdad. Sería por alguna tristeza, algo por el estilo según entiendo yo (Chamorro: 1994; 117).

 

En cambio, la velocidad y precisión con que se ejecutan los sones, el ritmo “frenético” de la guitarra de golpe y los bajos sincopados, que alegran la música, son características asociadas con la música de la Tierra Caliente (Domínguez: 1941; 4). El son abajeño es una música imaginada alegre, en un tiempo rápido, 6/8, asociada en el imaginario, de la gente del Bajío y de los p’urhépecha, con el carácter de los terracalenteños, de prosapia afrodescendiente.

 

...esta música de sones tiene un carácter típico de calor y entusiasmo, porque procede de la “tierra caliente”, la región de las tierras bajas de Michoacán, y su peculiaridad más original consisten en la enorme arpa que ha dado origen al nombre de “arpa grande” con que es conocida la popularísima agrupación musical... Los sones de la región cálida de Michoacán son apasionados. Son gritos humanos hechos música, y contrastan con los sones de la región lacustre, dulcísimos y tristes (Campos: 1928; 87).

 

Es necesario aclarar que esta descripción instrumental y sonora de la Tierra Caliente de “Michoacán” que usa al arpa, incluye a Coahuayutla que, al pasar en 1907 al estado de Guerrero, quedó extrañamente en la región de la Costa.

En la música tradicional p’urhépecha los sonecitos y abajeños son caracterizados como diferentes a partir de la velocidad con que se ejecutan; la cual es evidente incluso para los que somos neófitos en la música. Unos lentos y otros rápidos. Tal contraste se “explica” a través del contacto entre indígenas residentes en la Meseta y afrodescendientes de la Tierra Caliente; para ello, se asocian velocidades de ejecución musical con paisajes y grupos étnizados. Lo “indio” es lento, lo “negro” es rápido; lo triste es lento, lo alegre es rápido; cuando lo “indio” es alegre, es porque pretende “imitar” al “negro”.

En general, el aporte cultural y genético de los grupos de seres humanos esclavizados en África y traídos al territorio mexicano es negado. Una valiosa excepción está en la obra de don Gabriel Saldívar, quien dice:

 

Las razas blanca y negra son las que han intervenido en el mestizaje, siendo bastante fácil reconocer los elementos de esta última en la música mexicana, quizá más fácil que los de la indígena... No se ha querido dar importancia a la música africana en nuestro medio, pero hay que reconocer que ha aportado un contingente más o menos amplio para la formación de nuestra música... en colecciones de jarabes y sones figuran algunas que en sus formas originarias fueron producidas con elementos de los negros, aunque posteriormente se han modificado sus ritmos (Saldívar: 1934; 157).

 

Para Saldívar, la presencia cultural más evidente de África en la música mexicana está en sones y jarabes compilados en el primer tercio del siglo xix, pero que, probablemente, procedían del siglo anterior; cuyo tema, por lo general, se desarrolla en ocho compases que alternan incisos y grupos binarios y ternarios, interrumpidos por síncopas y alargamientos de nota (Saldívar: 1934; 228). Ritmos que Francisco Domínguez identifica en los mánicos de la guitarra de golpe:

 

El “guitarrero” rasgueaba, frenético y entusiasta, un ritmo ternario y binario combinados (Domínguez: 1941; 4).

 

Según don Rubén M. Campos:

 

Los ritmos de los sones abajeños son tan complicados que el músico [Ignacio Fernández Esperón] se vio en apuros para consignarlos, no obstante su agilidad de percepción. Hay sones que ha necesitado transcribirlos para dos pianos, a fin de conservar el movimiento rítmico de tres cuartos contra dos cuartos y seis octavos en acordes y arpegiatura de tresillos que sostienen simultáneamente el pasaje murmurante entre el arpista, el guitarrista y el tamboreador (Campos: 1928; 87).

 

¿Qué sucede entonces con la música lenta que toca el afrodescendiente? ¿Por qué ya no se piensa influida por el indígena? Las malagueñas, tocadas en ¾ y en tonos menores, o con pasos a menor, son atribuidas a la tradición española, no sólo por el lugar de donde proceden, sino por la asociación entre tono menor y melancolía que es imaginada en la música Occidental desde los griegos (Hammel, Hürlimann, y Mayer Serra: 1970). Entonces hay un proceso parecido a lo que sucede entre los p’urhépecha; en Tierra Caliente, lo lento es imaginado melancólico y asociado con lo “criollo”; lo rápido continúa imaginado “negro”:

 

... nuestras formas musicales populares, recuerdan los aires españoles, pero son diferentes, y al escoger los aires populares que aparecen en este libro hemos evitado similitudes que los identifique al zapateado, la jota, el bolero, la petenera, el fandango, la malagueña, el zorzico, todos aires españoles, si bien pueden recordar el aire de familia con las danzas abuelas...

Hay que recordar que en algunos de los aires musicales populares mexicanos con frecuencia cambia el compás, rompiendo así la monotonía del movimiento inicial y dando una agradable variedad a la acentuación rítmica. A veces el cambio es alterno sistemáticamente, con un compás binario y un ternario. En otros aires la línea melódica va en una medida y el acompañamiento en otra, o viceversa, lo cual da una grata impaciencia e interés al aire musical... pero la arbitraria alteración es la que caracteriza más los cantos de ciertas regiones mexicanas, especialmente Michoacán (Campos: 1928; 108).

 

He pretendido mostrar cómo es que se construyeron socialmente las asociaciones entre géneros musicales, grupos étnizados y regiones geográficas, relaciones imaginadas que naturalizaron estereotipos presentes desde la época colonial; así podemos entender que una serie de prácticas, aparentemente, desideologizadas, como la música y el baile, continúen transmitiendo valores raciales en el siglo xx; como cuando el Ing. Carlos Allen, prefecto porfirista del distrito de Salazar, informa al gobernador:

 

Los habitantes de la Costa [han tomado] de la sangre del africano, tanto en su modo de andar como de hablar, son por regla general de buenas costumbres pero algo indolentes por los motivos del clima [cálido]. Sus diversiones se concretan exclusivamente al fandango, que consiste en tamborear el arpa y bailar encima de un cajón invertido... el modo de bailar la Chilena entre la gente de la Tierra Caliente y de la Costa es algo diferente, pues el costeño siempre tiene más gracia en este sentido debido tal vez a su sangre africana (Allen: 1997; 34).

 

Hay detrás de tal descripción, aparentemente inocua, una serie de prejuicios sobre los africanos que construyen diferencias a partir de justificaciones objetivas. El costeño es descendiente africano, es indolente, aunque “por motivos del clima”; sus actividades se concretan en bailar y tocar música percusiva; por su “sangre africana” tiene más gracia para bailar y para la violencia. El informe utiliza tópicos racializados entreverados con la descripción de prácticas culturales, con ello se asocia raza y cultura, genes y comportamiento, genealogía y destreza, cuando sabemos que no hay tal.

Ahora sí podemos tomar camino y descender desde la Meseta a la Costa sin tropezar demasiado en los baches de la folclorización, pensando que hay una relación directa entre paisaje estereotipado, grupos etnizados y artes tradicionales folclorizadas.

Volvamos en el tiempo al periodo colonial: entonces el Bajío minero necesitaba de productos que no producía: sal y telas de contrabando de la Costa, cueros y sebo del ganado de Tierra Caliente, cereales y frutas de la Meseta; para obtenerlos, siguió dos rutas prehispánicas: la de Colima y la de Zacatula; aquí hemos hablado de la segunda. En el trayecto a la costa de Zacatula, el cambio de paisaje visual también lo era de sonoridades; la economía capitalista, que unió al mundo en el siglo xvi, conformó regiones con sociedades diferenciadas y jerarquizadas étnicamente, que además tenían culturas musicales y paisajes sonoros distintos, aunque relacionados por el camino que las atraviesa. Así se establecieron coincidencias y diferencias entre géneros musicales y bailables, instrumentos sonoros, técnicas de ejecución y, en general, estéticas sonoras.

Siguiendo a sus catecúmenos indígenas, los frailes españoles refundaron pueblos con sus iglesias de adobe y techos de paja, mientras los encomenderos traían ganado y africanos esclavizados para trabajar en minas, trapiches y haciendas. La diversidad de procedencias étnicas de las personas que se asentaron en el Occidente de México creó interesantes variantes culturales en regiones geográficas con entornos ecológicos también distintos. Viajeros, aventureros, pasajeros, vagamundos y arrieros mulatos, indios y mestizos recorrían los caminos buscando la vida entre las haciendas y pueblos de indios, fundados en torno a los cauces de los ríos que descienden de las sierras a los valles de Tierra Caliente, en torno al Tepalcatepec y el Balsas, ríos que, unidos, descienden al océano en Zacatula.

Los arrieros purhépecha de Cherán, todavía hasta mediados del siglo xx, viajaban a la costa de Guerrero, usualmente a Petatlán. Compraban juguetes, manufacturas de madera y cuero, especies y medicinas tradicionales en los pueblos de la Sierra, en la Meseta Tarasca, en viajes redondos a Petatlán, San Jerónimo y Atoyac, que les tomaba seis semanas (Beals: 1992; 199).

 

El indito ya se va,

ya se cargó su maleta,

y dicen que va a parar

hasta el pueblo de Taretan.

 

El indito ya se va,

ya se cargó su huacal,

y dicen que va a parar

hasta el pueblo de Cherán.

(El indio).

 

Las etapas diarias eran las siguientes: Cherán a Pichátaro, Pátzcuaro, Santa Clara y Ario (Beals: 1992; 200). Un viajero indígena que saliera de algún pueblo de la Sierra, como Cherán, llegaba el quinto día a Ario de Rosales. Allí podría escuchar un par de violines que acompañaba una guitarra pequeña llamada armonía, o bien un chelo, y una pequeña arpa, de 28 cuerdas, llamada jarabera, porque tal conjunto musical ejecutaba fundamentalmente jarabes. Hay referencias del Jarabe de Tacámbaro desde principios del siglo xix, con nombres específicos para sus diferentes partes, una de las cuales era El Tango, esa danza que los africanos trajeron a toda América, desde el río de la Plata hasta el Caribe, y que permaneció entre las cañas de los Balcones.

 

Ahora acabo de llegar,

a ver si puedo o no puedo,

a ver si puedo llegar

o en El Capote me quedo.

¡Ándale!

(Jarabe, Los Capoteños: 2000)

 

El camino atraviesa esta zona de clima templado a frío, con abundantes lluvias, en una ladera que mira hacia La Huacana, ya en la Tierra Caliente. Ario está rodeado de bosques de pino-encino, huertas de frutas y cultivos de trigo.

Los caminantes seguirían por Alinonzita, Corral de Piedras, Cayaco, Guadalupe Oropeo, hasta río de las Balsas, en Sinahua (Beals: 1992; 200). A mediados del siglo xix, éste era un:

 

...pueblo más grande que La Huacana situado cerca del río del Marqués e inmediato al paso o vado que el río de las Balsas para ir a Cuaguayutla; hay un pueblo y una hacienda con el mismo nombre: el primero tiene capilla dedicada a San Miguel y algo más de 1,000 vecinos que se mantienen de las siembras de maíz, chile, caña, café y tabaco, de la cría de ganado y del cultivo de las abejas de cera que han progresado mucho en este curato (Romero: 1972; 138-139).

 

Memoria sobre la apicultura que el pueblo terracalenteño guarda en los versos del son: Las abejas, característico de la región de Sinahua, y poco común en otras regiones musicales vecinas:

 

Ya volaron las abejas,

ya dejaron el panal;

unas fueron a los palos,

otras al viento, a volar.

(Las abejas)

 

Los viajeros cruzaban el río en El Paso de las Vacas, para seguir hacia el Limón, Zopilote, Tepehuaje, Colmeneros, La Unión, La Onía, Pantla, Puerto de Zihuatanejo, Cuicuayul, San Jeronimito, Petatlán, San Jerónimo y Acapulco.

Generalmente se hacían tres viajes al año, uno de ellos coincidía con la Semana Santa, en que se celebraba, el Miércoles de Ceniza, al Señor de Petatlán (Beals: 1992; 197, 200-201).

 

El pueblo de Petatlán es fértil, abunda en pescados, frutas, sal, cocos y toda clase de hortalizas... En el tercer viernes de cuaresma hay una notable romería de Jesús de las Tres Caídas, con la advocación del señor de Petatlán. La hacienda de San Jerónimo, situada al Poniente del río del mismo nombre, tiene temperamento tan caliente, que de Mayo a Agosto sube el termómetro de 92 a 94 grados Fahrenheit, se produce allí muy bien el algodón y se crían fácilmente los ganados vacuno y caballar. Se cometen crímenes muy frecuentes por ser los habitantes muy dados a los vicios del juego y la embriaguez, principalmente en la época de recoger las cosechas, sin que se pueda decir que hay policía, pues ésta se deposita solamente en un encargado de Justicia. De la hacienda de San Jerónimo se formaba una compañía de caballería para el batallón activo de Zacatula y en los tiempos de revolución se sacan de allí hasta quinientos hombres armados; la rodean las rancherías del Arenal, Corral Falso y Alchola, cuyas cuatro quintas partes de los pobladores son de origen africano (Rivera Cambas: 1883; 362-363).

 

El trayecto tenía sus peligros, eran comunes las enfermedades entre los viajeros a la Tierra Caliente, sobre todo la fiebre, las niguas —insectos que se enterraban en los pies— y los ladrones (Beals: 1992; 197). El regreso se emprendía una vez que se compraban sal, cocos, pescado seco y frutas de la Costa, para durar tres semanas hasta la Meseta, donde estaba la casa, o mejor dicho el troje que servía de hogar; desde allí, los comerciantes distribuían en los mercados locales (como Paracho o Cherán) o en las ferias regionales como la de San Lucas, en Zacán, los productos costeños.

En muchos escritos sobre las culturas locales, generados por viajeros, folcloristas y agentes estatales hay prejuicios raciales que es necesario deconstruir y evidenciar. Debemos entender el uso político que el Estado ha dado a las prácticas artísticas tradicionales y evitar que continúe la transmisión de las asociaciones racializadas e ideológicas, sobre todo de los estereotipos presentes en los bailables escolares que enseñaban (y enseñan) los profesores, como agentes del Estado que son, pues en ellos hay prejuicios raciales. Hay que entender a la cultura como una red compleja de significaciones, en la cual las prácticas y las estéticas, en este caso las sonoras, se adecuaron a la creación de regiones culturales vinculadas con los hábitats ecológicos por sus pobladores: así, africanos y sus descendientes, tanto como indígenas y criollos españoles y sus vástagos, poblaron nuestros imaginarios con representaciones racializadas de las tierras atravesadas por el camino a la Costa, impregnando en la lírica y en el tempo de la música ideas sobre el otro: lo “indio”, lo “criollo” o lo “negro”.

Hemos terminado el viaje; probablemente así cantaba el “indio” al llegar a su casa en la Tierra Fría, procedente de la Tierra Caliente:

 

Vengo de Tierra Caliente,

cansado de jinetear;

me monté en un burro muerto

que no me pudo tirar.

(Ochoa Serrano: 2000; 201).

Fonografía

El indio, son de arpa grande, La Huacana y Churumuco, conjunto de Zicuirán, mpio. de la Huacana.

La Valenciana, son de arpa grande de La Huacana y Churumuco, conjunto de Zicuirán, mpio. de la Huacana.

Las abejas, son de arpa grande de La Huacana y Churumuco, conjunto de Zicuirán, mpio. de la Huacana.

Los Capoteños de Turicato (2000) ...yo le daré la vuelta al mundo. Morelia: PACMYC.

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  • Número 110. Año III. 13 de enero de 2020. Cuajinicuilapa, Gro.

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