Visión histórica del racismo en Centro América

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Quince Duncan

Origen del racismo


 

En el contexto de la presente ponencia, entendemos que raza es una construcción social, producto de la dinámica histórica. Hay, por tanto, una gran diversidad de criterios a la hora de decidir qué es una raza. Sin duda, el hecho de que hemos identificado de cuatro a treinta y dos razas, es una clara demostración de que la idea es biológicamente inconsistente. Sin embargo, es un craso error negar su existencia. En primer lugar, las construcciones sociales son reales. Y, en segundo lugar, el uso de marcadores biológicos para clasificar a los grupos humanos en razas es otra realidad innegable.

Ciertamente, el término raza ha sido objeto de muchas definiciones. Es un concepto cargado de una mala historia y, por tanto, incluso, hay círculos en que se hace lo posible por negarlo. En otras ocasiones se utiliza de manera positiva, para recalcar la unidad de un grupo.

Definiendo el concepto, una raza está constituida por un grupo de seres humanos que comparten características fenotípicas comunes, los cuáles no surgen espontáneamente en los diversos grupos. Entre esos rasgos citemos la forma de los ojos, el color de la piel y la forma del pelo entre otros. Estas características fueron seleccionadas históricamente por diferentes grupos para distinguirse de otros, pero para tal fin utilizaron marcadores biológicos, genéticamente transmisibles. Una persona rubia de ojos azules puede procrear libremente con un oriental, tipo comúnmente conocido como chino, pero sus herederos no podrán tener las características fenotípicas atribuidas a la raza negra, tales como piel negra y pelo crespo, a menos que hubiese antecedentes genéticos de ese grupo en cualquiera de los dos padres.

Históricamente, los grupos raciales eran territoriales con un parentesco genético marcado, que desarrollaron ciertas características fenotípicas por selección genética y adaptación al ambiente. Pero, además, al ser grupos territoriales, desarrollaron también formas culturales similares, pero la situación devino mucho más compleja a partir del momento en que la población aumentó en número y en dispersión territorial y se fueron dando mestizajes.

El reconocimiento de la existencia de las razas, como hecho social, no implica necesariamente racismo. Por ejemplo, en Egipto antiguo se consideraban cuatro familias humanas: rot-en-ne-nom los de color bronceado, los egipcios mismos; los namu, que eran los asiáticos de tez amarilla; los africanos sub saharianos, los que hoy en día llamaríamos negros, de pelo rizado, recibían el nombre de nahasi; y los tahumu de color blanco (Marquette, 1969: 9). Por cierto que, iconográficamente, hay láminas que presentan de manera casi idéntica a los egipcios y subsaharianos.

Raza y racismo no es, pues, lo mismo. El racismo no se basa en la existencia de las razas propiamente dicha, sino en atribuir valor moral, de inteligencia, de inferioridad y superioridad a cada uno de los grupos así clasificados. Y, además, el racismo no es universal ni atemporal.

El racismo surge en el período de expansión colonialista europea, y no hay antecedentes de racismo en ninguna otra cultura ni época histórica. Ni los indios, con su sistema de castas, ni las tribus africanas que conquistaban unos a otros, ni en los conflictos de mongoles con otros pueblos asiáticos y europeos, ni los pueblos originarios de América, desarrollaron una doctrina de superioridad racial. La pretensión de algunos ideólogos de atribuir racismo a otro tipo de conflictos humanos, no es más que un esfuerzo racista por no asumir la responsabilidad histórica concreta.

El racismo tampoco es natural. Esta interpretación psicologista es un absurdo, a pesar de su gran difusión entre los científicos sociales actuales. De hecho, está de moda atribuir el racismo al temor por el otro, por lo desconocido. Pero, lo cierto es que no hay explicación alguna de por qué en este caso surge el temor frente al otro, cuando tenemos abrumadoras evidencias de que el sentimiento natural que surge en los seres humanos ante lo nuevo suele ser curiosidad. Tendríamos que recurrir a una explicación racista: sólo a los niñitos blancos les da el temor al otro desconocido. Consta, en incontables ejemplo como los de Mungo Park, que la curiosidad imperó como reacción dominante en África. En 1795, este explorador escocés se internó en la región del Río Níger. Al entrar a la comunidad, toda la gente dejó lo que estaba haciendo y lo rodearon, maravillándose del color blanco de su piel y su nariz recta. Pensaron que era artificial. Incluso lo despojaron de su ropa y sombrero, le contaron los dedos del pie y de la mano para corroborar que era realmente humano. Unos días más tarde, una delegación de mujeres lo visitó, para comprobar mediante una inspección directa si los cristianos practicaban la circuncisión (Northrup, 2002: 13-14).

El otro motivo por el que este argumento racista no sirve, es que miles de niños blancos del sur de Estados Unidos o del Caribe, se alimentaron de la leche materna de las nodrizas. Fueron criados por esclavas o libertas negras, muchas veces, incluso, por parientes. ¿Qué temor podrían sentir hacia la madre sustituta que los alimentaba con leche de sus propios pechos y los criaba? Y, sin embargo, fueron practicantes del racismo.

Finalmente, están los que dicen que había racismo en la propia África antes de la presencia europea. En abono a esta tesis, se cita el caso de los fulani en el norte de Nigeria (van den Berghe, 1967: 12). Este grupo estaba compuesto por una aristocracia de piel más clara, que se consideraba a sí misma superior a la etnia huasa a la que había conquistado. Establecieron una jerarquía de color en que se distinguían entre los fulani auténticos, los mestizos y los verdaderos negros. Se tomaba en cuenta para estos fines el color de la piel, la forma del pelo y los rasgos faciales. Sin embargo, esta distinción era entre los fulani y sus gobernados, y no se generalizó a todos los grupos porque la función no era jerarquizar a toda la humanidad, sino distinguir con toda claridad entre el grupo dominante y el dominado.

El caso de los tutsi y los hutu pobladores de Rwuanda y Burundi, en el África Central (van den Berghe, 1967: 12), no es más que una manifestación típica del racismo europeo, pues esos pueblos, luego de su conflicto militar inicial, habían vivido en paz durante siglos, hasta que llegaron los belgas y otros europeos, realizando estudios de cranología sugeridos por el holandés Pieter Camper (1722-89), según lo cual el cráneo de los africanos, por tamaño y forma, demostraba científicamente su inferioridad.

El racismo real es un proceso de sobrevaluación, supresión y minusvaloración de los grupos humanos, basado en criterios fenotípicos socialmente seleccionados. Este sistema agrupa a los seres humanos de acuerdo con sus características físicas externas y establece una jerarquía universal de grupos, atribuyendo valor intelectual, emocional y moral a dichas diferencias. Al final, uno de esos grupos —la raza blanca, es definido como la raza superior, y las otras ocupan lugares inferiores en la escala.

Esta doctrina se forja gradualmente durante la expansión colonialista de los Estados occidentales europeos y se consolida de manera definitiva en el siglo xix. El racismo surge en el campo de la teología. Primero, el Papa Nicolás V (1447-1455), quien, a raíz de la exploración de la costa africana por parte de los portugueses, sentó las bases de la esclavitud negra. Según la directriz del Prelado, los europeos quedaban en libertad de «atacar, someter y reducir a la esclavitud perpetua a los sarracenos, paganos y otros enemigos de Cristo al sur del Cabo Bojaoor, incluyendo toda la costa de Guinea» (Hart, 1984: 19 enf n.). Luego, con criterios abiertamente racistas, el fraile Juan Inés de Sepúlveda dio la justificación doctrinaria para la conquista española. Propuso lo que llamó «justos títulos», según los cuales los españoles tenían derecho de tutela sobre los indígenas. Al tenor de esta doctrina, la conquista y sometimiento de los pueblos originarios era por su propio beneficio, pues había que protegerlos de su barbarie. De hecho, sostenía el prelado, eran incapaces de gobernarse a sí mismos y tenían prácticas antinaturales y canibalísticas. Eran pues, esclavos naturales. Y la diferencia entre un indio y un español era comparable a la existente entre un varón y un mono, o un hombre y una mujer.

Ciertamente el Papa Paulo III trató de corregir el rumbo en su Bula Sublimus Deus de 1537, sobre todo para enfrentar a la doctrina de los que postulaban orígenes diversos para los seres humanos (Paracelso, 1520); postulación que más adelante iba a adquirir relevancia con David Hume (1711-76). El buen cura quería dejar claro que los indígenas, al igual que todos los demás seres humanos, descendían de Adán y Eva.

Pero, lejos de abandonar la idea de la desigualdad racial, el botánico suizo Carl Linneo, en su tratado Systema Naturae (1758), lanzó la lógica racionalizadora del racismo doctrinario. En efecto, basándose en relatos de viajeros, clasificó a los seres humanos en cuatro grupos, atribuyendo a cada uno una psiquis propia. De modo que, el homo americanus (indio) es obstinado, alegre, vago y sujeto a costumbres; el homo asiáticus (chino) es, en cambio, melancólico, avaro y fastuoso y se rige por la opinión; el homo afer (negro) es perezoso, de costumbres disolutas, y se rige por lo arbitrario; y, por supuesto, el homo europaeus (blanco) es fino, ligero, ingenioso y se rige por leyes. Genial clasificación de escritorio, de un hombre que no viajó por el mundo ni conocía a los pueblos que osó clasificar.

El guante fue recogido por los intelectuales de la época. Enseguida, el Conde de Bufón (1774) postuló una visión mítico-naturalista de las diferencias fenotípicas del ser humano. Para él, el color original del ser humano era blanco, pero fue degenerando en contacto con el trópico. Eso explica el color negro. Y aplica por primera vez a esos grupos humanos la palabra raza.

Una serie de seguidores de Linneo y Bufón fueron enriqueciendo estos conceptos. Cornelius de Pauw agregaba (1774) que en la zona del ecuador el ser humano se negrea y embrutece. Kamper (1781), por su parte, aportaba una descripción de los rasgos faciales típicos de cada país, llegando a la conclusión de que los rasgos del negro son simiescos. Para 1810, la teoría racista había logrado total respetabilidad, al punto de que se incorporaba como una especialidad científica en la Universidad de Göttingen, donde el profesor alemán Barthold Niebuhr expuso que raza es uno de los elementos más importantes de la historia.

Cuando se celebró el Congreso de Viena (1815), en el cual los europeos se repartieron África mediante un tratado, la consolidación definitiva del racismo real estaba en pleno apogeo. Thomas Arnold (1840), profesor de la Universidad de Oxford, Inglaterra, planteaba que el progreso humano es el resultado del impulso recibido por una sucesión de razas creativas. En 1844, Benjamín Disraeli publicó Tancred. Ahora, la raza lo es todo, explica todo.

Y G. W. Hegel afirmaba, en 1830, que el negro representa al hombre natural en su condición salvaje. No hay nada remotamente humano en el carácter del negro. Y todo lo anterior lo decía, no por experiencia propia, sino sobre la base de los reportes de los misioneros.

Se fueron consolidando en el pensamiento europeo dos tesis sobre la dinámica histórica: la de Marx y Engels (1848, 1867), muy influidos por la dialéctica de Hegel, que explica el progreso humano a partir de la lucha de clases, y la de Arthur Conde de Gobineau, quien, en su Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853), propuso la tesis de la lucha inevitable entre las razas y establecía además la idea de subrazas —ejemplo: raza blanca; subrazas: arios, alpinos (mongolodes) y mediterráneos (de origen africano)—. Esa lucha es la base el progreso humano y la mezcla de razas, definitivamente, es lo que impulsa la decadencia. En Gobineau, clase y raza, se confunden.

No faltaron las visiones románticas según el cual el hombre blanco tenía la responsabilidad de civilizar a los demás, tarea que tenía que llevar como una pesada carga sobre sus espaldas. Sin embargo, la idea siguió evolucionando hasta llegar a su clímax cuando Houston Chamberlain, en sus Fundamentos del siglo xix (1899), lanzó la idea de que, en realidad, toda la raza aria, que es la cúspide de la evolución humana, está concentrada en Alemania y se llama teutón. Ahora, raza y nación se confunden.

La formulación del social darwinismo atribuido a Hubert Spencer (1820-1903), sintetizando el pensamiento de Gobineau y aplicando de manera tergiversada la teoría de la evolución, consolidó la idea de que la lucha entre la raza blanca y las demás es inevitable, porque la primera es cristiana, civilizada, y vive en un hábitat templado. La naturaleza la proveyó de animales grandes, útiles para el trabajo, y la dotó de una mente superior. Las otras razas, practicantes del sacrificio humano, son bárbaras, viven en un ambiente tropical, sin grandes animales, y sufren de un infantilismo crónico e incurable.

Es, entonces, una verdad de Perogrullo que el racismo no es natural. Es una ideología social. El racismo no nace, el racismo se hace.

 

 

El racismo en América Latina


 

Como hemos visto, el racismo se fue forjando desde la época colonial. Las primeras formas de dominación no eran necesariamente racistas. El sistema esclavista, practicada en Europa por los romanos y continuado en España y Portugal, se impuso en América para someter a los indígenas. Pero muchos de los primeros afrodescendientes que llegaron al continente venían de España y de Portugal. Es decir, eran ladinos —descendientes de africanos, cristianos nacidos en Europa; algunos, esclavos, otros, libertos. Los Reyes Católicos, de hecho, autorizaron que se trajeran esclavos a América con la condición de que no fuesen ni moros, ni judíos, ni herejes, ni reconciliados, ni personas nuevamente convertidas a la fe, salvo «esclavos negros u otros esclavos que fayan nacido en poder de crystianos» (e.n.).

La tragedia poblacional causada por los españoles —enfermedades, desnutrición por apropiación de los alimentos, exceso de trabajo de la población indígena— devino en un descenso sin precedentes de la población. Esto justificó que Carlos V autorizara la introducción masiva de africanos, traídos directamente desde el África, lo cual dio fuerza a la autorización eclesiástica que ya estaba dada, primero, por el Papa Nicolás II, con relación a la «esclavitud perpetua» para los africanos de Guinea y, luego, por el fraile Sepúlveda, con relación al indígena.

Pero dicha autorización tenía un pecado original: era para traer sobre todo trabajadores masculinos. Por otra parte, los conquistadores eran hombres, que no se hicieron acompañar de sus mujeres. El resultado fue que, desde el principio, hubo un intenso mestizaje. Y sobre esa base se fueron montando las castas, como una estrategia de la minoría peninsular para mantener el control. El texto del III Código Negro recoge de manera excelente la ideología que había detrás del sistema de castas: El Tercer Código institucionaliza el sistema y establece una clara segregación entre ellas. La ley Nº 1 del Capítulo Tercero es muy explícito; dice, al efecto: «Dividiremos su población. Primeramente, en negros esclavos y libres y estos en negros y mulatos o pardos». Y en el Capítulo Tercero, Ley 6ª, se discrimina la enseñanza en las escuelas públicas.

Las primeras letras y los rudimentos de la religión se venían impartiendo por igual a «todas las clases y para los pardos y negros libres» con «siniestras impresiones de igualdad y familiaridad entre ellos». Pues bien, en adelante, las aulas serían segregadas y las castas que tenían derecho a recibir la instrucción debían estar al cuidado de «personas blancas de probidad e instrucción, que impriman desde sus primeros años en su corazón los sentimientos de respeto e inclinación a los blancos, con quienes deben equiparse algún día».

Como sucedió en toda la América, el sistema de las castas no tuvo una aplicación inmaculada. La gente se siguió mezclando, pero, eso sí, fue definitivamente importante la instauración de la ideología del sistema: la teoría del blanqueamiento, que permitía a las familias blanquearse mediante sucesivos matrimonios con personas definidas como blancos, o con personas de casta superior.

El racismo fue tomando forma. Ya en 1787 nos encontramos con el caso de don Ignacio de Salazar de Santa Fe de Bogotá, que entabla querella contra su propio hijo por haberse casado en secreto con la mulata Salvadora Espinosa, con lo cual el hijo estaba manchando su linaje, «libre de toda raza de Guinea». Al buen hacendado le preocupaba que esa mancha le impidiese conseguir buenos esposos para sus hijas.

La colonización implicó genocidios contra la población indígena, desplazamientos territoriales, esclavitud, etnocidios, confinamientos territoriales, con una aplicación muy consistente de criterios racistas.

 

 

Las respuestas a la teoría del blanqueamiento en Centro América


 

La resistencia de los esclavizados fue muy diversa. La forma superior de lucha fue el cimarronaje —gente que huía de los esclavistas y se establecía en una zona más o menos remota—. En Centro América hay varios ejemplos de esto. Por ejemplo, en lo que posiblemente fuera la rebelión más grande de esclavizados centroamericanos, en El Salvador, en la Semana Santa de 1625, se alzaron más de dos mil esclavizados negros, apoyados por cimarrones. Fueron necesarios doscientos hombres locales y cuarenta soldados de Honduras para sofocar la rebelión. En Panamá tenemos el caso de Filipillo, quien mantuvo en el Golfo de San Miguel, a partir de 1549, una insurrección cimarrona que duró 23 años.

Pero, al otro extremo de la ecuación, tenemos la fuerte exogamia de las castas. Los estudios de Lokken y Lutze han puesto en evidencia la intensa mezcla racial en la Guatemala de los siglos xvii y xviii. De hecho, en 1773, el 32% de la población de Santiago de Guatemala (Antigua) era mulata. En 1790, el 65% de la población de Nueva Guatemala se casaba fuera de su casta. Los estudios de Castillero en Panamá y Euraque en Honduras son todos coincidentes en cuanto a señalar el intenso mestizaje.

Algunos de los pardos ocupaban posiciones importantes en la estructura colonial. Por ejemplo, Antonio Padilla, un capitán rebelde de la milicia nicarguënse ejecutado en 1841.

También hubo quienes recurrieron al ascenso social por nexos familiares. Castilleros ponía el ejemplo de la familia Botacio. Manuel Botacio Grillo, mulato descendiente de un gentilhombre genovés y de una dama perteneciente a la casa del Marqués de Grillo, solicitó y, luego de mucho esfuerzo, obtuvo que la Corona le diera dispensa de mulato y lo autorizara a ejercer la profesión de notario, reservada a los blancos. Interesantemente, el hijo de don Manuel, Silvestre Botacio, logró casarse con una madrileña, con lo cual, no dudamos que su hijo sería reputado por mestizo y, eventualmente, por blanco.

No faltaron los que lograban la libertad en pila de bautismo, por tener un generoso padrino blanco; aquellos que lograron su libertad por testamento y, también, los que lograron comprar su propia libertad o la de sus familiares.





  • Número 170. Año III. 26 de abril de 2021. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

  • Esta edición

Campañas. Desinterés público.

Del 26 de abril al 2 de mayo de 2021 al

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