El cimarronaje como forma de expresión del África bantú en la América colonial: el ejemplo de Yangá en México

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Nicolás Ngou-Mve

Pero frente a estas dificultades, no le faltan recursos al investigador. Por ejemplo, hablando de Yangá, el padre Juan Laurencio dice que él «havía fiado el mando de las armas a otro negro de Angola llamado Francisco de la Matosa». Esto significa que, tanto Yangá como Francisco de la Matosa, ambos eran negros de Angola. Recordemos que se trata de un texto del siglo xvii. En los documentos españoles, portugueses e hispanoamericanos de esta época, relativos a la trata y a la esclavitud del negro, esta expresión es la que más se utilizaba para designar a los negros capturados en el África Central.

Pero la Angola de esa época designaba también todo un conjunto de pueblos. Según el padre Alonso de Sandoval, los cautivos embarcados en Luanda eran de los siguientes pueblos y reinos: Angola (Ndongo), Congo (o Manicongo), Anzico, Monxiolo, Malemba, y muchas otras que, de hecho, hablaban todos una lengua llamada Lengua Angola. Se trataba, obviamente, de los miembros de esta inmensa familia cultural a la que los lingüistas dan el nombre de Bantú. Y más particularmente, esta Angola parece identificarse con el núcleo político-cultural formado entonces por los reinos Bungu, Kongo, Matamba, Ngola, Loango, Kakongo y Ngoyo, que se localizan en la costa occidental del área bantú: los primeros que entraron en contacto con los portugueses, es decir, con la trata de negros.

Siendo negro angola, Yangá podía pertenecer a la tribu de los anzico (bateke), loango (vili), o de cualquier otra de este conjunto político-cultural. Pero, entre éstas, ¿cuál era la tribu de Yangá? El mismo padre Juan Laurencio escribió a este propósito que: «Yangá era un negro de cuerpo gentil, Brán de nación». Aquí, vale la pena subrayar que no es común encontrar en los documentos coloniales tanta precisión sobre el origen africano de un individuo particular. Es que la importancia de Yangá, a los ojos de los españoles, debía ser tal que hasta su tribu era conocida: la tribu Brán.

Todas las conjeturas serían permitidas, y se han hecho, para tratar de saber qué tribu era ésa, dada la conocida mala pronunciación por los europeos de los nombres africanos y americanos. A lo cual se añaden problemas de trascripción paleográfica. Por ejemplo, una versión del texto del padre Laurencio se encuentra en el Archivo General de la Nación, de la ciudad de México. Este texto fue trascrito y publicado por don Leonardo Pasquel en 1974. Pero esta trascripción encierra gran número de infidelidades. Así, en ella, nuestro héroe ya no es Yangá, como en la primera versión, sino simplemente Yanga; y su tribu ya no es Brán, sino Bron e, incluso, Abron. Total, de una versión a otra, el lector es llevado hasta «un reino perdido en el corazón de África, en la tribu de los Yang-bara, de los Dincas, en el Alto Nilo».

La elucidación de esta cuestión, que vale la pena hacerse, pediría más tiempo y más espacio de lo que aquí nos toca. Sólo podemos preguntarnos si no se trataba más bien de los Bram, estos Brama o Bavarama de África Central, que aparecen en la mayor parte de los mapas de la costa central africana de los siglos xv, xvi y xvii, y de los que hablan muchos investigadores como François Gaulme.

Sea lo que sea, los cimarrones de Yangá nos dan una ilustración de su perfecta adaptación a la naturaleza mexicana: «...se havían hecho fuertes en unos lugares por naturalesa inaccesibles y por otra parte mui abundantes de provición».

Esta adaptación no puede explicarse sino por el propio origen de los negros. En la selva mexicana, ellos debían sentirse como en la selva africana: los tales lugares inaccesibles fueron, seguramente, seleccionados porque tenían que serlo para los españoles y no para los mismos negros. Y la dificultad de acceso a estos lugares no se refería solamente a subir las ásperas pendientes (ejercicio en el cual, a priori, los negros no tenían ninguna ventaja sobre los españoles), sino también, y sobre todo, se debía a la abundancia de la selva: ésta era tan estrecha y tan tupida que, a veces, no se podía ver el cielo, apuntó el padre Juan Laurencio. De haber sido tan ignorantes de la selva como los mismos españoles (según la insinuación de Moreno Fraginals), a los cimarrones les hubiera costado los mismos trabajos infiltrarse en ella. Pero, en vez de ello, sabían instalarse en lugares de «abundantes provisiones»... Finalmente, la selva les ofrecía, además de una complicidad activa (una «constante impugnidad en sus mayores crímenes») contra los españoles, que no podían penetrar en ella, también unos medios efectivos de supervivencia.


 


 

Expresión de la cultura bantú


 

Esta adaptación a la selva era ya un rasgo cultural del bantú introducido en México; rasgo que los españoles no llegaban a comprender ni admitir. Por ejemplo, en el informe que el capitán Gonzalez de Herrera hizo al virrey, con fecha del 21 de octubre de 1610, sobre el ataque contra Yangá, el español escribe que la selva era tan tupida que el hombre más experto se perdía a cien pasos. Añade que tuvo que abandonar la persecución de los cimarrones porque, sin provisiones, éstos no podían más que perecer en un

medio tan hostil...

Evidentemente, hubiera sido interesante saber de qué manera vivían los cimarrones: la forma de su palenque, la disposición de las casas, las herramientas utilizadas, etc. Pero, en vez de esto, sólo unos detalles del relato de Juan Laurencio, nos permiten sospechar que los cimarrones debían sentirse allí verdaderamente «como en su tierra». No pueden interpretarse de otra forma la abundancia de las gallinas que se encontraban en el palenque a la entrada de los españoles, las múltiples sementeras que tenían alrededor del palenque y, sobre todo, estas huellas evidentes de una sociedad organizada: en el medio del pueblo, había un árbol muy alto

...y al pie del árbol estaba la casa de Yanga, en la cual se hacían las consultas de paz y guerra, como se colegía de los muchos asientos y bancos que había dispuestos.

El panorama descrito aquí, si bien no es exclusivo de la cultura bantú, recuerda una característica común de las aldeas africanas: en su centro, un árbol o un edificio donde se reúnen los habitantes (generalmente, los hombres) en circunstancias de la más variada índole, de día como de noche. Para cualquier africano, y sobre todo para aquellos que se habían quedado en la esclavitud, esta imagen era el símbolo mismo de la felicidad perdida, el objeto de su más tierna añoranza: un sueño que sólo los cimarrones habían logrado hacer realidad.

Sin embargo, al parecer, este árbol y estos asientos no eran simples imágenes africanas recreadas por los cimarrones: concretamente desempeñaban la misma función social que en África y respondían a las exigencias de supervivencia del palenque. En efecto, el padre Laurencio escribe que en la cima del dicho árbol había una atalaya, desde la cual los cimarrones observaban y se enteraban de cualquier movimiento de las tropas españolas.

Para los cimarrones, la vida en el palenque significaba un estado de beligerancia permanente. De ahí, una organización social rigurosa y de tipo militar, como esta división del trabajo, por la cual «tenían dispuesto que la mitad de la gente se emplease en la agricultura y la otra en la milicia», según el Padre: la mitad de las fuerzas cimarronas y, seguramente, la mitad de su tiempo, por lo menos, se empleaban en actividades de defensa. Pero, para hacer frente a estas necesidades guerreras y fundamentales, la misma sociedad bantú ofreció también modelos. Nuestro informador nos da dos ejemplos claros de la recuperación de estos modelos:

1. Antes de llevar a su prisionero español hacia el palenque, «se dio haviso al caudillo de los negros, que llaman Yanga, al son de tambores y algunos otros ruidosos instrumentos».

Los tambores y otros instrumentos, en la cultura azteca, se tocaban esencialmente para fines recreativos o religiosos. En cambio, los mismos siempre habían sido y son todavía entre los negros africanos un medio de comunicación, el teléfono de la selva. Según el relato del padre Juan Laurencio, con estos instrumentos los cimarrones anunciaron a Yangá que traían a un cautivo español. Por supuesto que el buen sacerdote no pudo entender que se trataba de la trasmisión de palabras precisas, y no de simples ruidos. En efecto, se sabe que en la selva africana las noticias graves se trasmitían por este medio. Entre los fangs por ejemplo, todos los varones de una aldea debían saber descifrar el lenguaje de los tambores nkú. Desde muy temprano, a cada varón se le atribuía un código personal, llamado ndán, por el cual lo identificaban.

Todo mensaje dirigido a un individuo (o toda noticia referente a él) comenzaba por este ndán. Este es precisamente el medio por el cual los negros de Yangá le informaron de la llegada de un cautivo español.

A partir de esta evidencia, se puede extrapolar que durante su existencia cimarrona, este medio de comunicación típicamente africano permitía a los negros enviarse mensajes de un palenque a otro, sin alertar a sus perseguidores... El África bantú no podía expresarse más claramente en América.

2. Puede parecer exagerada la siguiente descripción que hace el Padre, de la crueldad con la cual los cimarrones mataron a otro español. Dice: «...haviéndole avierto la caveza, y recoxida con las manos la sangre, que bevían con bárvaras supersticiones ceremoniosas...». En realidad, no puede ignorarse la tendencia de los españoles de esa época a exagerar todo aquello que no les parecía cristiano; máxime cuando se sabe que quien escribe es un sacerdote jesuita, por castrense que sea. Sin embargo, la escena descrita en esas líneas hace pensar irresistiblemente en ciertos ritos guerreros africanos.

En efecto, no se tiene mención de tales prácticas guerreras entre los indios mexicanos (beberse la sangre del enemigo muerto). Por ejemplo, la conocida crueldad de los guerreros aztecas dentro de la llamada guerra florida tenía lugar, no en el mismo campo de batalla, sino en centros ceremoniales previstos para arrancarles el corazón a los prisioneros vivos y ofrecer la sangre a los dioses. Para los aztecas, este sacrificio era el verdadero objetivo de la guerra.

En cambio en África, sobre todo entre los bantú, por lo menos existió una institución guerrera que se difundió por toda el África Central precolonial: el kilombo. Nacida entre los Ovimbundu, esta institución militar fue recuperada, tanto por los portugueses, como por la Reina Nzinga, de Angola, para luchar cada uno contra sus propios enemigos. Los miembros de una formación Kilombo eran muy temidos por su eficacia guerrera y su crueldad, adquiridas mediante una preparación y una disciplina particularmente férreas. En efecto, Adriano Parreira cuenta que, durante su período de formación, los adeptos del kilombo debían matar a un niño y moler su cadáver en un almirez de madera trasformándolo en una especie de pasta que se mezclaba con otros ingredientes. Esta pasta se llamaba maji-a-somba y ofrecía la invencibilidad a los soldados que se untaban con ella antes del combate.

La amplia difusión de esta institución guerrera en el África Central y su recuperación por los cimarrones en América puede explicar que el lugar de refugio de estos rebeldes guerrilleros, fue conocido simplemente como kilombo, sobre todo en Brasil, donde los portugueses eran más conocedores de la realidad africana. Pero en las colonias españolas, otras son las palabras que fueron adoptadas para designar este lugar de refugio. Entre éstas, la palabra palenque fue la más usada y también, a nuestro entender, la menos correcta por referirse a las tradiciones guerreras españolas, cuando se trataba obviamente de la recuperación de una institución africana.

Estas expresiones de la cultura africana son, precisamente, las que no podían tolerarse dentro de la sociedad colonial; por lo menos, no en esta forma cruda y abierta. Sin embargo, los cimarrones, al mismo tiempo que gozaban de la libertad efectiva de organizar su vida según los modelos africanos, quedaron sometidos a la necesidad de desarrollar una cultura de la rebelión, del rechazo, de la agresividad, una cultura de lucha. La imagen actualmente común del negro dócil nunca fue más falsa en ningún lugar que en los palenques. Prueba de ello es el que los negros quedados en la esclavitud lanzaban contra sus amos españoles la amenaza del cimarrón.

 

 

La ideología cimarrona


 

Pero la pregunta es: ¿cuáles eran realmente los objetivos de la rebelión de los negros? Para los españoles, no había ninguna duda: los negros querían «alzarse con la tierra y matar a todos los españoles». Toda la subjetividad de esta apreciación salta a la vista; y no refleja otra cosa sino la mala conciencia de los colonos españoles y el miedo que les inspiraban los negros. Sobre todo en estas regiones donde, como se ha visto, los africanos eran más numerosos.

Para tener una respuesta más fidedigna a esta pregunta, lo ideal sería escuchar a los mismos negros cimarrones. Desgraciadamente, como negros y, sobre todo, como enemigos declarados del orden establecido, los cimarrones no tenían derecho a la palabra. No tan solamente porque se la quitaban, sino, sobre todo, porque los negros no sabían escribir (ni, tampoco, la mayor parte de los españoles). Por fortuna, circunstancias fortuitas o excepcionales obligaban a los escribanos oficiales a escribir declaraciones de negros, como testigos en algunos pleitos o como actores principales de hechos trascendentes, idénticos a los que aquí se han relatado. En efecto, en aquella carta de desafío que Yangá había mandado al capitán Gonzalez de Herrera, los cimarrones explicaban, primero, las causas de su rebeldía y, luego, los objetivos que pretendían conseguir con ella. Así, según relata el padre Juan Laurencio,

ellos (los negros) se havían retirado por libertarse de la crueldad y de la perfidia de los españoles, que sin algún derecho pretendían ser dueños de su libertad...

Quienes hablan aquí son los africanos. Lo que expresan es el punto de vista de África, el punto de vista bantú sobre el régimen esclavista al que están sometidos. Pero también, más generalmente, nos dan su percepción del sistema social instaurado por los españoles en América.

Dada la condición de los negros en la sociedad mexicana colonial, su opinión de que los españoles son crueles y pérfidos no tiene por qué sorprendernos. No interesa describir los tan conocidos abusos de los que fueron diariamente víctimas los africanos. Lo que sí llama la atención es el calificativo de perfidia. En la mente de los africanos, ¿qué sentido podía tener esta palabra?

Pues para ellos, los españoles no eran leales, sino traicioneros: en su relación con ellos, violaban su compromiso, quebrantaban la fe que decían tener. Sin duda, con esto los africanos quieren decir que, más allá de la crueldad con que eran tratados por los españoles, estos ni siquiera eran leales a sus propias normas morales. En efecto, varios años de íntima coexistencia con los españoles habían permitido a los negros observar las bases y el funcionamiento de esta sociedad. Por eso, no podían ya ignorar el discurso del Estado español y de la iglesia católica, que pretendían crear en América una sociedad cristiana, ya que por esta razón se les obligaba a bautizarse, a oír misa, a hacerse cristianos y a obedecer los mandamientos de la iglesia. Pero tampoco podían ignorar, desde luego, la otra cara del discurso cristiano: el amor al prójimo. La tal perfidia de los españoles no podía ser otra cosa sino las innumerables y flagrantes contradicciones que los negros notaban en este mismo discurso y en su traducción práctica. Para el bantú, el ejemplo más sorprendente de estos quebrantos es el de los frailes solicitantes. En efecto, ¿cómo entender que unos jóvenes hombres hubieran voluntariamente renunciado a los placeres del matrimonio, que los mismos elaboraren leyes sobre este matrimonio del que no saben ya nada, y que todavía se atrevieran a “solicitar a las mujeres ajenas durante el secreto de la confesión?

Frente a esta enorme perfidia, se ponía en marcha la ideología cimarrona, porque en alguna parte debía de haber engaño. Esto quedó magistralmente expresado en la siguiente y triste anécdota relatada por el mismo padre Laurencio:

... a un capitán negro hallaron nuestros soldados que, herido de dos balazos, vino a caer en lo alto de la cuesta, sin poderle sacar otra palabra que ésta: así quiere el diablo...

Por más contradictoria que parezca la última palabra del negro muerto, es la expresión de su religiosidad; la cual le hacía descubrir esta enorme perfidia de los españoles como obra del diablo, y a los mismos españoles como diablos de carne y hueso.

Pero, ¿de qué religiosidad se trata? Recordemos lo que escribía el Padre Sandoval en Cartagena al descubrir la predisposición de los negros bozales a recibir la fe cristiana: cuando morían, decían en su lengua: «Me creó Dios, ahora me lleva, ¿qué más puedo hacer?». También notaba en los negros oriundos de Angola (es decir los bantú) una gran aptitud para abrazar la fe católica. Según él, esta aptitud venía del hecho de que ellos mismos ya creían en un solo dios que llamaban Zambiampungo, y que se encuentra en el cielo.

Aquí se expresa todo el drama del encuentro de las culturas africanas con la europea: la incomprensión debida a la superficialidad de los contactos. En efecto, la tan conocida religiosidad de los negros podía, a priori, predisponerlos a abrazar el catolicismo profesado por los europeos , tanto en África como en América. Pero, en vez de sacar provecho de estas ricas predisposiciones que llamaban a un mayor acercamiento y que exigían quizás una mayor inversión de tiempo y de fuerzas, se habían privilegiado desde el principio relaciones de un intercambio fácil, en las cuales el africano era indistintamente mercancía y socio. ¿Cómo comprender —se preguntaban los bantú— que los adeptos a un dios de amor prefieran trasformar a otros adeptos al mismo dios en esclavos, en vez de fraternizar con ellos? Al renunciar al catolicismo después de haberlo abrazado en 1491, y al volver a sus prácticas religiosas tradicionales, Nzinga Nkuvu, Rey del Kongo, expresó esta desilusión en forma inequívoca.

Pero, una vez en el continente americano (donde la desilusión era de todos los días), al negro africano le quedaban pocas posibilidades de regreso al culto a sus antepasados. Lo que sí existía era la posibilidad de rechazarlo todo, de tratar de «libertarse de la perfidia de los españoles». De ahí los numerosos casos de blasfemia de los que eran culpados los negros, y que llenan los archivos de la Inquisición de México y de otros países latinoamericanos. Actos de rebeldía que culminaban en el cimarronaje.


 


 

Conclusión


 

Como ocurre generalmente sobre la misma presencia negra en el continente americano, el cimarronaje es un fenómeno que los historiadores han estudiado hasta ahora desde un punto de vista exclusivamente americano. No puede negarse que este fenómeno se dio en América, como producto de las múltiples contradicciones que se manifestaban dentro de la sociedad colonial. Pero tampoco tiene mucho sentido estudiar el cimarronaje ignorando al cimarrón. Porque el cimarronaje no pudo haber sido otra cosa sino la reacción del hombre, de una categoría de hombres, frente a las condiciones que les imponía la sociedad en la que vivían. A partir de esto, lo que reviste más importancia en este fenómeno es tratar de comprender al hombre que reaccionaba, si se quiere comprender y evaluar su reacción. Pero, previamente a esto, es necesario tratar de conocerlo.

En el fondo, lo que ha salido en claro aquí es que el cimarronaje mexicano fue en sí la expresión del África bantú en América y los palenques, la única circunstancia de una expresión intensa, total y fiel de todo el ser africano en América. Es la intensidad de esta expresión llena de rebeldía, la que pudo haber servido como punto de referencia o como fuente de inspiración inmediata para aquellos negros que se habían quedado sometidos a la sociedad mexicana normal.

En efecto Yangá, según el padre Juan Laurencio, era un negro bantú, igual que su lugarteniente Francisco de la Matosa, y, muy probablemente, la mayoría de su gente. Para saber por qué se habían hecho cimarrones, por qué se les había hecho intolerable la situación que tenían en la sociedad colonial mexicana y con qué ojos veían esta sociedad colonial, la respuesta no se encuentra en otra parte, sino en el África Central. Su cultura original, la cultura bantú, formaba necesariamente el prisma a través del cual veían, trataban de comprender, valoraban y, finalmente, juzgaban esta sociedad. De ahí la necesidad de un enfoque que parta de África, para conocer y comprender al negro de América y, particularmente, al cimarrón.

Además, hay que recordar que el mismo fenómeno del cimarronaje nació en África como una de las reacciones de los africanos contra la trata y la esclavitud impuesta por los portugueses. Porque del siglo xvi al xvii, estos eran los dueños absolutos de la trata negrera y, por consiguiente, grandes conocedores de África y de los africanos. En el fondo de la trata enviaban a los españoles, no solamente unas piezas de Indias, sino, también, guerreros y prisioneros de guerra, de las múltiples guerras que provocaban, particularmente en el África Central: con esto exportaban cimarrones. Por esto, también es necesario estudiar el cimarronaje africano como antecedente del que se dio en el continente americano, como aquí en México, para descubrir los objetivos que se fijaba el cimarrón en América.


 


 

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México: 22, 24, 26, 31, 33, 34, 70, 74, 258, 318, 1065

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  • Número 184. Año III. 27 de septiembre de 2021. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

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