Patrones de reproducción

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Gonzalo Aguirre Beltrán

Poliginia y monogamia

 

De los relatos de los cronistas que estuvieron en contacto con los indígenas o que recopilaron noticias de sus culturas poco se puede extraer para reconstruir en forma aceptable las formas de conducta sexual y las implicaciones económicas y legales que debió tener el matrimonio. Todos ellos, fuertemente influidos por el pensamiento cristiano en materia sexual, consideraron el matrimonio múltiple como un plural concubinato y atribuyeron a una extrema sensualidad la práctica de la poliginia. En algunos casos anotan datos en que parecen razonar motivos extrasexuales como justificación de esta, para ellos, diabólica lujuria. Nos dicen, por ejemplo, que los indios tenían numerosas concubinas porque la mujer parida amamantaba al hijo durante cuatro años cuando menos, y durante este lapso no era permitido el ayuntamiento sexual. Otras veces nos dan a saber que los hijos de las concubinas eran considerados legítimos y que estos heredaban a la madre. El matrimonio, informan, tenía un carácter se semi-obligatoriedad y se realizaba entre los 20 y 22 años de edad en el hombre y entre los 16 y los 18 en la mujer; siendo los padres o los ancianos quienes intervenían en la elección y concertación del aparejamiento. De cualquier manera, aun cuando desconozcamos la exactitud de aspectos de lo poliginia indígena, es un hecho que en ella se basó el edificio de su estructura social. El matrimonio, como los restantes segmentos de la cultura indígena, fue destruido al contacto con la cultura occidental y se impuso al nativo la aceptación forzosa del matrimonio monógamo. Es indudable que el shock que tal imposición produjo debió de haber sido grande. La obligatoriedad del matrimonio, impuesta antiguamente por el Estado, fue ejercida en seguida por el encomendero, quien hacía casar a sus encomendados aún impúberes para colocarlos en el casillero de los sujetos a tributo. La prolongada lactancia de los hijos, a que se veían compelidas las indias, carentes del alimento supletorio que en la cultura occidental representa la leche de vaca, impidió al indígena una vida sexual normal y con el deseo de evitar la concepción y, por este camino, la práctica del aborto y el infanticio fueron comunes. El indígena «forzado a vivir con una sola mujer caía en la tristeza y se dejaba morir».

Es indudable que la mujer india sufrió en escala menor que el hombre los efectos del shock psicológico. La facilidad de su entrega al conquistador español o al esclavo negro lo hacen suponer así; y fue ella, en última instancia, la que, apoyándose en el mestizo y en el mulato, logró al fin y al cabo la recuperación de estirpe al construir sobre las cenizas de la vieja cultura una nueva cultura aborigen. La india, que en los siglos xvi y xvii aparece en común ayuntamiento con los inmigrantes, para el siglo xviii raras veces se casa fuera de su casta, donde nuevos valores han dado un sentido nuevo a la vida.

 

Legitimidad e ilegitimidad

Se ha dicho que la conducta sexual del español estaba determinada por la herencia cristiana que consideró al celibato como el más alto estado de existencia, permitiendo el juego sexual sólo por los canales del matrimonio, tenido como un mal inevitable. En las Leyes de Partida, el pensamiento de que únicamente el hombre casado estaba facultado para cometer el pecado de lujuria parece evidente.

Pero el viejo patrón cristiano alcanzó al Renacimiento considerablemente modificado por dos influencias principales: la mora, que concedía un mayor valor a la poliginia, y la clerical, derivada del Medioevo, que exaltaba los placeres de la carne, versificada por el Arcipreste de Hita en su Libro de Buen Amor, que exaltaba los placeres de la carne. La mujer, tanto en la cultura mora como en la cristiana, era mantenida en estricta reclusión por el padre, el hermano o el marido, alcanzando un estado de relativa libertad sólo en la viudez.

Así las cosas, el Descubrimiento derivó hacia el Nuevo Mundo una corriente de conquistadores que, a diferencia de los colonizadores, pasaron a correr sus aventuras sin la compañía de mujeres. Patrones de cultura, firmemente establecidos, condenaban a éstas a permanecer enclaustradas. Quienes se establecieron como pobladores se vieron compelidos a abusar de la mujer indígena, o a casarse con ella, cuando la posición social que guardaba, cacicazgo, representaba un mejoramiento económico. El cruzamiento con infieles alarmó al gobierno metropolitano y, poco después de consolidada la conquista de las Antillas, se prohibieron, bajo severas penas, estos ayuntamientos. Para que tal prohibición hubiera surtido efecto era indispensable el traslado a las islas de mujeres españolas que, supliendo a las indígenas, evitaran el carácter antibiológico de una disposición que, de otro modo, obligaba a los pobladores a una abstinencia sexual permanente. A las mujeres españolas no se les permitió emigrar: el patrón de enclaustramiento impidió verificarlo; de donde, el conquistador hubo de violar sistemáticamente la ley, viéndose en esta forma la Corona compelida a derogarla, cosa que se realizó en 5 de febrero de 1515.

No por eso los gobernantes cesaron de favorecer el casamiento de conquistadores con españolas. El obispo Fuenleal, haciendo sugestiones al rey, le pedía no otorgara repartimientos a célibes y obligara a los casados a traer consigo a sus mujeres. Lo primero no se llevó a cabo; lo segundo se ordenó suavizando la disposición de modo que los pobladores que pasaran a las Indias tuvieran obligación de enviar por sus esposas en un lapso que vencía a los dos años; tiempo que se consideró suficiente para que el inmigrante consolidara su posición económica en el Nuevo Mundo. Difícil resulta conocer las consecuencias de esta disposición; años más tarde aparecen expedientes inquisitivos de expulsión de españoles casados en España y amancebados en México, que son retornados a la Península; pero en todos estos casos se trata de inmigrantes desadaptados, de excepción, vagabundos. Otros casos existen, posiblemente más frecuentes, en que los españoles casados permanecían en las Indias sin sufrir sanción alguna. Aún en las postrimerías de la Colonia llama la atención el número de funcionarios que aparecen anotados en los censos como casados y con mujer ausente (en España). Es algo fuera de todo sentido común suponer que el conquistador o el funcionario, dominador en ambos casos, permaneciera en abstinencia durante su permanencia en el país; aún dos años de represión sexual para individuos procedentes de una cultura exaltadora de la libido se antoja difícil de aceptar. La conducta sexual de Hernán Cortés, que vio transcurrir por su vida multitud de mujeres, y la de los restantes conquistadores que tomaron por concubinas a las hijas de los nobles indígenas, fueron la norma que, en escala menor, siguieron los inmigrantes que llegaron después. Algunos de ellos, casados en España, vieron arribar con sorpresa a sus esposas blancas, mas éstas encontraron al marido señor de una familia poligínica. Se dice que en ocasiones fue difícil convencer al español de que aceptara a su mujer blanca y abandonara a las numerosas concubinas indígenas, por lo que en no raras ocasiones se realizaron transacciones. Pero todos estos fueron casos de excepción; el inmigrante español era esencialmente un inmigrante célibe y culturalmente compelido a la poliginia.

Casado con la mujer nativa, de su matrimonio legal nacieron hijos que fueron tenidos por españoles y a quienes, al menos legalmente, se les dispensaron las prerrogativas concedidas a sus padres. Amancebado con la nativa, al mismo tiempo, el español dio origen a hijos que los tabúes culturales no aceptaron dentro del núcleo dominador. Se originaron así dos grupos sociales diferenciados: el de los hijos de legítimo matrimonio, que fueron llamados españoles, criollos o americanos, y el de los ilegítimos, que merecieron la calificación de mestizos. Esta diferenciación no vino a realizarse, en verdad, sino hasta mediados del siglo de la Conquista; durante los primeros años legítimos e ilegítimos fueron aceptados dentro del grupo blanco, y existen numerosas disposiciones, que se inician el 3 de octubre de 1532, ordenando a la Audiencia de México vea la manera de que los hijos de españoles habidos con indias se recojan en pueblos de cristianos. Para 1570, la distinción entre legítimos e ilegítimos se había establecido. López de Velasco, hablando de los mestizos dice que «no gozan del derecho y libertades que los españoles, ni pueden tener indios, sino los nacidos de legítimo matrimonio». Ello quiere decir que la separación entre los híbridos denominados criollos y los llamados mestizos tuvo una raíz fundamentalmente cultural y no biológica. Mientras los criollos eran híbridos encauzados por los canales de la cultura occidental, bajo el amparo y la potestad del padre europeo, los mestizos eran los mismos híbridos retenidos por la madre nativa y ganados para la cultura indígena.

Las cifras estadísticas que dan un porcentaje insignificante de la inmigración femenina, incapaz biológicamente para reproducir el millón de población blanca —española americana— que arrojan los censos de fines de la Colonia, demuestran palpablemente que los criollos eran productos de mezcla. Se ha dicho que en condiciones favorables un par de ostras puede producir, en cinco generaciones, un numero astronómico de descendientes. Cabe suponer, dentro del terreno de las posibilidades, que del 1% de inmigrantes españoles haya descendido un millón de criollos; pero de aceptar esto como cierto bordaríamos en el vacío. La humanidad, se ha dicho, está empeñada en una lucha constante contra la infertilidad, que es la regla y no contra la fertilidad, que es la excepción. Es posible que haya habido criollos puros, verdaderos españoles americanos, pero su número fue seguramente insignificante.

Los criollos, al gozar de las preeminencias de los europeos, entraron pronto en conflicto con los intereses de estos. Gage, viajero de principios del siglo xvii y testigo de la gestación de esta pugna que pinta con vívidos colores, cuenta cómo los españoles europeos calificaban a los españoles americanos de half Indian. Resulta, pues, indudable que los criollos no eran ni podían ser blancos puros. Su cruzamiento con los nuevos inmigrantes europeos aumentó la proporción del elemento caucasoide que en ellos había; de la misma manera que el mestizo adquirió mayores características mongoloides por su cruzamiento con el indio, a cuya cultura se adhirió y modificó. Ello nos ha llevado a calificar a los españoles americanos, criollos o mestizos predominantemente blancos con el término de euromestizos, y a los simplemente denominados mestizos, que son híbridos preponderantemente indígenas, con el de indomestizos.

El conquistador y el poblador de principios del siglo xvi pronto tuvieron, aparte de la mujer indígena, a la esclava africana importada en números cada vez crecientes. El moro, que jamás tuvo reparos en mezclarse con la negra, influyó seguramente en el español para liberarlo de prejuicios tan arraigados en otros pueblos europeos. Casamientos entre españoles y negras eran conocidos en España aún antes del Descubrimiento y en nuestros registros coloniales ya aparecen conquistadores y pobladores casados con mujeres de color, cuando menos, desde el año de 1540. Pero no era el matrimonio la forma común del ayuntamiento entre el blanco y la negra, sino el amancebamiento. La negra esclava era fácil presa de los apetitos sexuales del amo, que nunca dejó de considerarla como una cosa de su pertenencia. Uno de esos amos esclavistas expresó con claridad el pensamiento que prevalecía en la época, 1580, más rudamente esclavista de la Nueva España, declarando sin ambages «que no era pecado estar amancebado con su esclava, porque era su dinero». De estos ayuntamientos de los esclavistas con su dinero nació la población mulata, predominantemente negra, que hemos designado con el calificativo de afromestiza. Aunque, como veremos pronto, no fue la única ni la principal forma de origen, no por ello debe pasarse por alto. Cuando el esclavismo perdió su fuerza y la Iglesia mexicana, en su lucha contra la poliginia, logró adquirir mayor ascendencia, muchos de estos amancebados se vieron obligados a legalizar sus uniones transitorias tratando de evitar castigos infernales, con que se les amenazaba. De fines del siglo xvii es la siguiente lista de personas que se casaron con afromestizas en la ciudad de Puebla:

 

Individuos a quienes el Obispo dispensó las nonas por vivir amancebados, para que legalizaran su estado y se les otorgara absolución a la hora de confesar: los dejó de asentar en los libros:

Miguel García, español, con María de Peralta, mulata.

Miguel de Zayas, español, con Gerónima María, india.

Diego de Grajeda, español, con Magdalena de la Cruz, mulata.

Miguel de Herrera, español, con María Márquez, mulata esclava.

Matías de Nieves Chacón, español, con Teresa de San Miguel, mulata libre.

Francisco de Brito, español, con María Báez, esclava mulata.

José Cancino de Zayas, español, con Elena de la Cruz, mulata.

Antonio Rodríguez, español, con Agustina Serna, mulata.

Pedro González Pérez, español, con María de la O, mulata esclava.

Francisco Quintero de la Vega, con Francisca de la Santísima Trinidad, mulata.

Diego de Lizaga, español, con Inés María, mulata esclava.

Miguel Rodríguez, español, con Manuela González, mulata.

Miguel Macías, español, con María de la Concepción, mulata.

Miguel de Fonseca, español, con María de la Concepción, mulata.

José Gómez, español, con Rosa María, mulata libre.

Bartolomé Gómez, español, con Manuela de Medina, mulata libre.

Manuel Muñoz, español, con Antonia de Vargas, mulata.

Bernardo de Torres Sarmiento, español, con Gertrudis Ramírez, mulata.

Estas son las que paran en mi poder desde el año de 1690 hasta 95.

 

En las postrimerías de la Colonia, los censos muestran que los europeos se casaban pocas veces con afromestizas y muy raramente con negras. Este hecho nos lleva a dar un toque de atención a quienes, basándose en sucesos del siglo xviii, que por próximo son los mejor conocidos, quieren sacar conclusiones válidas para todo el virreinato. Los patrones culturales esencialmente dinámicos variaron considerablemente en el curso de la evolución general de la Colonia. El patrón reproductivo del europeo del siglo xvi, que se ayuntaba con la india o con la negra, es distinto de aquel que privó en el xvii, cuando se casaba con la indo y afromestiza, y también distinto del patrón del siglo xviii, en que se unía con la euromestiza, casi exclusivamente.

La unión de europeos con africanas o afromestizas jamás contó con la aprobación de la metrópoli. No había, es cierto, disposición especial que la vedara; pero, desde las Leyes de Partida, estas uniones aparecen condenadas: «ca non serie guisada cosa —reza la ley— que la sangre de los nobles homes fuese espagida nin ayuntada a tan viles mugeres». Y para terminar la dominación española en México, la metrópoli se vio obligada, extemporáneamente, a dar real autorización a una miscegenación que llevaba tres largos siglos de venirse realizando. La cédula de 15 de octubre de 1805, que trata de los casamientos de personas de calidad distinguida con negras y otras castas, reconoció de derecho el fenómeno del mulataje. La autorización abarcó no sólo a los europeos sino también a aquellos americanos euromestizos de conocida nobleza o notoria limpieza de sangre.

En los censos y en los documentos históricos estos matrimonios de mezcla aparecen fértiles, con una prolificidad que permitió a los híbridos igualar en número a la población indígena, para los últimos años del virreinato.

 

Matrimonio de esclavos

El matrimonio y sus formas guardan íntima relación con otros aspectos culturales que a menudo son pasados por alto. A diferencia del español, en teoría monógamo, el negro y el indio aceptaban abiertamente la poliginia, y tanto el uno como el otro, más que simple cuestión sexual, el casamiento de un hombre con una pluralidad de mujeres implicaba, en lo fundamental, un arreglo de carácter económico, en que factores añadidos —prestigio— redondeaban el complejo. La persistencia en el África de sociedades polígamas aún no contaminadas por el contacto disolvente de la cultura occidental ha servido para demostrar la importante contribución de las esposas extras en la vida económica familiar. El hecho de que sea la primera mujer, o esposa en jefe, la que en la familia poligínica compele al marido a nuevos matrimonios, en que ella interviene y, en no raras ocasiones, elige, hace pensar que en tales culturas el matrimonio se encuentra profundamente afectado por factores extrasexuales. Desde el ofrecimiento de presentes en la época del cortejo y el pago de bogadi en el momento del matrimonio, hasta la distribución del trabajo en el cultivo intensivo de las parcelas, la significación económica relega a segundo término la mera expresión sexual. Seguramente por esto la mujer negra disfrutaba de una posición económico-social característica que le permitía moverse con libertad, a diferencia y en contraste con el enclaustramiento a que se encontraba sujeta la mujer española.

En las culturas negras, el simple juego sexual tenía sus maneras de manifestarse en relaciones pre o extramatrimoniales que se sabían diferenciar plenamente del conjunto de ideas de tipo económico, legal, moral y religioso que se encerraban dentro del concepto matrimonio. «Matrimonio del monte no es lo mismo que matrimonio de la ciudad», contestó Francisco Mozambique, negro cimarrón, al franciscano fray Alonso de Benavides, que le echaba en cara una aventura extramarital. Pero esta distinción no quiso jamás comprenderla el misionero y, de la misma manera que desintegró desde su raíz todo el sistema de ideas en que se cimentaba la cultura indígena, dirigió también todo su esfuerzo, en su afán de imponer la monogamia y el monoteísmo, hacia la destrucción de todo el sistema de valores que daba significación a la poliginia. Y la demolición de las culturas negras fue más eficaz porque el africano, en su posición de siervo sujeto directamente a la compulsión del amo esclavista, no tuvo, como el indígena, el expediente de refugiarse en sus centros nucleares alejados del influjo blanco. Sólo los grupos de negros cimarrones pudieron conservar, en las guaridas de los palenques ocultos en las espesuras de los bosques tropicales, un tanto sus culturas originales. Pero estos grupos poco representaban frente a la multitud de los que hubieron de sufrir la influencia aplastante de la esclavitud. Tarea trituradora que llegó a un grado tal que hizo imposible aun la simple unión del negro con la negra bajo el patrón occidental del matrimonio monógamo, afirmación que resulta particularmente cierta durante todo el curso del siglo xvi, y en gran parte del xvii, es decir, durante la época efectivamente esclavista de la Nueva España.

 

[La Población Negra de México]


  • Número 97. Año III. 2 de septiembre de 2019.

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