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bala perdida

 

 

 

Una vista
al doctor

 

Charlie Feroz

 

 


El doctor Hernández me miró, con esa mirada que se le dirige a un moribundo o a un perro sarnoso que va directo al matadero. Guardo silencio un rato, mientras le echaba otra mirada a la hoja de mis estudios.

Hace dos semanas visité al doctor Hernández por un dolor que me mantenía inquieto, que no era normal; nada me lo podía quitar o controlar. El doctor Hernández ha sido el doctor de mi esposa desde hace cuatro años, y fue el que logró el milagro del embarazo de Susana. No podíamos tener hijos y ya habíamos hecho todo lo posible para que se embarazará, todos los tratamientos, todos los gastos, y todas las deudas.

No sé quién de su familia le recomendó a mi esposa visitar al doctor Hernández, creo que su prima Diana. Y el pinche doctor Hernández logró el milagro: tuvimos una hermosa hija rubia, raro porque ni Susana ni yo somos rubios, pero el milagro es el milagro, y fue tal que nuestra pequeña Ana nació rubia, con unos lindos ojos verdes, como los del doctor Hernández, que me observan, no sé si con cierta compasión o con ternura, como diciendo: “pobre diablo, ya se lo cargó la chingada”. Nada bueno tendría que venir en esa hoja, en esos resultados. Y yo la pendejada de no venir a ver al doctor desde que inicie con los dolores, pero Susana insistía en que me tomara el té que me preparaba cada mañana para mitigar el dolor, que así se me iba a pasar la dolencia. De nada sirvió la atención de mi mujer, el maldito dolor era más intenso.

La primera semana fue soportable, pero empezando la segunda ya no podía ni caminar. El dolor me doblaba, me sacaba hasta las lágrimas. Nacía desde algún órgano de mi estomago, y subía despacio, trepando por todo mi cuerpo, invadiendo cada parte.

Cuando ya no pude más, le dije a mi mujer que me llevara al Seguro Social, que ya no aguantaba, el dolor me estaba matando. Susana me dijo que allá no, porque seguro ahí me iban a matar, que mejor fuéramos con el doctor Hernández.

Al llegar al consultorio primero pasó Susana, hablo un buen rato con el doctor. Cuando pasé me recostó en una camilla fría, me hizo algunas preguntas rutinarias, me pesó, me tomó el pulso y me mando hacer unos estudios al laboratorio de su primo. Me dio unas medicinas y me dijo que no dejará de tomar el té que me prepara Susana.

Allí está el doctor Hernández con mis estudios. En silencio. Susana no quiso entrar, me dijo que me esperaba afuera con Ana. Que linda es Ana, dijo el doctor Hernández cuando nos vio llegar.

El silencio se alarga, se hace eterno. Lleno de suspenso, de cierto drama. Hay muchos tipos de silencios. El más terrible sin lugar a dudas es que hace un doctor frente a su paciente. Quizá tratando de encontrar las palabras menos dramáticas para darte la noticia más cruel: usted sólo tiene un mes de vida, si le va bien. Espero. Observo los títulos del doctor Hernández que cuelgan de la pared, son muchos. Alguien con tantos títulos, diplomas y reconocimientos no debe de darle malas noticias a nadie. El doctor Hernández deja los estudios en su escritorio, me mira detenidamente. ¿Qué quiere decirme? ¿Qué?

Señor López, usted se encuentra muy bien, no tiene nada.

Gracias doctor, esperaba una mala noticia.

Lo que le quiero decir, señor López, no tiene nada que ver con alguna enfermedad en sí.

No se preocupe doctor, puede usted decirme lo que guste.

La verdad es que desde hace cuatro año he estado manteniendo una relación con su mujer, y que Ana, la niña a la que usted dice dulcemente mi hija, no es suya, es mía, y que Susana y yo hemos pensado en terminar con esta farsa, decirle la verdad, pero no encontrábamos la manera de hacerlo, y fue idea de ella, la de enfermarlo para que viniera a verme, y poder platicar de manera madura, ya sabe de hombre a hombre.

Hubo un momento que deje de escuchar lo que iba diciendo el doctor Hernández, se me nublaba la vista, creí desvanecer, pero algo me sostuvo, me mantuvo todo ese tiempo; logre ver una leve sonrisa y fue ahí cuando no sé cómo me abalance sobre el doctor y con una fuerza sacada del fondo de mí lo ahorqué con mis manos.

Al salir del consultorio, Susana me miró y casi en silencio me preguntó si todo estaba bien. No le dije nada, tomé la mano de Ana y salí sin prisa.

 

 

 

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