La ciudad de
la furia

Charlie FerOZ

 

Me verás volar, me dijo. Del otro lado de la ventana una parvada de pájaros se perdía por la ciudad de la furia. Tomé un lápiz para escribir una nota, sólo me salían signos, indescifrables signos. Gustavo miraba tranquilo, como en coma, como muerto. Nadie sabe de mí, sabes, nadie, pero yo soy parte de todo, alcancé a escucharle entre leves murmullos distantes. Dejé el lápiz y la hoja sobre la mesa, no había logrado escribir nada. Había olvidado lo que quería dejarle ahí escrito a Gustavo, tal vez que deje de fumar, de mirar así como si no mirara nada.

Despacio estiró su brazo y tomó el lápiz, sólo logró escribir, con letra que se arrastraba sin despegarse de la hoja, con una caligrafía arabesca: “Nada cambiará”, repetidamente hasta que la hoja quedó llena, como una plana dejada por alguna maestra estricta del colegio.

Con un aviso de curvas cada letra era la señal de un anhelo, un recuerdo de ese lugar donde revientan las estrellas. Ya no hay fábulas, mordió cada letra de esa frase, con algo de ternura. Ya no hay fábulas, le dije y prendí la TV. Afuera sólo la furia de una ciudad que se traiciona así misma en ese mundo donde ya nada es personal.

Estaba inmóvil pero eso no importaba, dentro se movían muchas cosas, la memoria es un engaño, una ilusión tramposa del deseo. Me verás caer como ave de presa, me verás caer, decía Gustavo. Su pelo en caireles de negra noche, anillos universales del silencio, enmarcaban una imagen de belleza otoñal: una mujer del edificio que se encuentra enfrente del nuestro, en la terraza se desnudaba deliberadamente, se quita prenda por prenda hasta quedar sin nada, las calles azules eran testigos, el refugio del insomnio.

La oscuridad como animal de caza en sigilo se apropiaba del espacio, Gustavo tendido en su cama pide que lo deje dormir hasta el amanecer, entre sueño y delirio recuerda a una mujer, una bella mujer de largas piernas.

Oculto en la mirada, entre la niebla, imagina afuera a un hombre alado que en su tristeza extraña la tierra, Ícaro del modernismo crepuscular del delirio, la luz derrite sus alas, el doloroso destino de ciudad y de furia.

Gustavo repite apenas en susurros: Me verás caer como una flecha salvaje, me verás caer entre vuelos salvajes. Su mirada es la resignación del destino, susceptible lo que aun persiste en su rostro.

Son cuatro años de un sueño, una bocanada de colores santos, le digo, mientras acomodo su almohada, es como una historia contada entre caníbales, la espera del té para tres, esa manera de usar la cabeza como un revolver, un arma que dispara ideas y frases hirientes, un dinamo de magnético desenlace. Gustavo me observa con la calladez de los que mueren. Si algo está enfermo está con vida, le digo.  Él sonríe, trata de decir algo, nuestro pasado nos suele matar, lo escucho mientras afuera deambulan los recuerdos vestidos de ángeles, tengo sed, dice, mucha sed, quiero una soda, una soda stereo. Le tomo la mano, me acerco, ya no respira, ya duerme, ya no murmura, ha dejado de latir su corazón delator, ya no piensa más en comer esa su fruta prohibida, de picnic al más allá Gustavo se retira al cuarto B, para siempre, en silencio, en ruido profundo de las cosas que no se marchan nunca. Salgo a la calle, un tumulto de canciones se agolpan en mi cabeza, eran los 80 o los 90, las cosas no han cambiado mucho. Esta no es mi noche, repito, tomó una calle que me lleva sin rumbo por los rescoldos del olvido. Adiós, le digo, adiós y gracias por todo Gustavo.

 

 

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