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bala perdida

 

 

Vía dolorosa

C.F. Ortiz

 

 

 

 

 

Tenía sed. Se levantó a tomar agua. Vio su rostro reflejado en la ventana. Aún veía el rostro de aquel muchacho, suplicando, llorando; su voz que se iba haciendo un garfio doloroso en sus recuerdos. No había agua, cerveza ni refresco, nada, absolutamente nada que pudiera quitarle la maldita sed. ¿Era la sed, o era otra cosa?

De eso hace más de seis meses. Ha visitado al sicólogo de la institución, ha tomado vacaciones junto con Isabel, con Ana; se ha emborrachado con Ezequiel y con Santiago; no ha faltado ningún domingo a misa de diez; aun así, la sed no lo abandonaba.

Por eso, por el recuerdo, por el rostro de dolor de aquel muchacho, es que le pidió al Padre Misael que lo dejará escenificar a Jesús en Semana Santa, en el Viacrucis; quería cargar con la cruz, quería pedir perdón. Andar por la calle y caminar las cinco cuadras bajo el sol, cargando la pesada insignia del sacrificio, que cada año hacía el carpintero de nombre Juan.

El padre Misael le dijo que no podía, que ya había un muchacho que desde hace un año estaba practicando para ese día, que si quería lo apuntaba para el próximo año. Por más que le suplicó, que le pidió, y exigió, el padre no cambio de opinión. Era imposible.

La sed volvía. El remordimiento, la culpa. Isabel lo esperaba en casa. Desde hace seis meses, Isabel lo esperaba, porque lo que había llegado desde el mes de septiembre no era su Jesús Ornelas, no era su hombre. Había algo en él que se venía apagando, que se desmoronaba, y que no comprendía, porque él no quería decirle nada, y en ocasiones sólo tomaba la botella de whisky y se emborrachaba mirando la televisión, no importaba qué.

Él sabía que debía de escenificar a Cristo, lo sabía. Pasar por las calles, que lo vieran allí sufriendo, sudando su dolor, su culpa. El comandante Ornelas no tenía por qué seguir viviendo con esto. No era su responsabilidad, él sólo cumplía con su deber. Su deber. Su maldito deber, se repetía mordiendo las palabras.

El comandante tenía que andar la vía dolorosa, y no ese muchacho. ¿Qué pecados podía tener alguien de veintitrés años? Algún robo menor, algunas pequeñas mentiras, infidelidad. Nada comparado con lo que él sentía, lo que él sufría.

Tomó su arma que guardaba en el buró desde hace meses, la empuño con fuerza; algo eléctrico recorrió su brazo hasta llegar a su miembro, para luego recorrer su espina dorsal. Era miedo, eran tantas cosas que llegaban agolpadas como filosas cuchillas en su cuerpo. Salió, ya en la calle caminó buscando a Tomás, el joven que escenificaría a Cristo en la procesión de Semana Santa. Lo encontró en la tienda de Matías tomando una Coca Cola. Tomás no tuvo tiempo de saludarlo, porque una bala le dio justo en la frente. Cayó con los ojos abiertos mirando a Ornelas, Jesús Ornelas su padrino de bautizo, el compadre de su papá Ezequiel, el amante de su madre, de Ana.

El comandante llegó a casa, buscó a Isabel que estaba en la cocina, la tomó despacio, acarició sus senos, su sexo; agarró sus nalgas, le subió la falda, le quitó los calzones azules, y allí mismo la penetró de manera salvaje, mientras le decía quedito al oído: “He vuelto, cabrona, ya estoy aquí, y ya no me iré”. En ese instante descubrió que la sed se iba apagando, que ese sentimiento de culpa desaparecía, que ya había cruzado el solo su propio viacrucis.

 

 

 

 

 

 

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