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SUPLEMENTO

 

 

El Sambo
de Guerrero

Suplemento de antropofagia cultural etnicitaria para afroindios y
no-afroindios de Guerrero y de Oaxaca, y de todo el universo oscuro.


 

 

Número 13. Año I. 12 de septiembre de 2017. Cuajinicuilapa de Santamaría, Gro.

 

© El Zambo baila la samba con una zamba Productions

 

 

 


 

ALBOROTO Y
MOTÍN DE MÉXICO

[Primera parte de dos]

Carlos de Sigüenza y Góngora

 

 

 

 

A nada, de cuanto he dicho que pasó esta tarde, me hallé presente, porque me estaba en casa sobre mis libros y aunque, yo había oído en la calle parte del ruido, siendo ordinario los que por las continuas borracheras de los indios nos enfadan siempre, ni aún se me ofreció abrir las vidrieras de la ventana de mi estudio para ver lo que era, hasta que, entrando un criado casi ahogando, se me dijo a grandes voces: “¡Señor, tumulto!” Abrí las ventanas a toda prisa y, viendo que corría hacia la plaza infinita gente, a medio vestir y casi corriendo, entre los que iban gritando. “¡Muera el virrey y el corregidor, que tienen atravesado el maíz y nos matan de hambre!”, me fui a ella.

Llegué en un instante a la esquina de la Providencia y, sin atreverme a pasar delante me quedé atónito. Era tan extremo tanta la gente, no sólo de indios sino de todas castas, tan desentonados los gritos y el alarido, tan espesa la tempestad de piedras que llovía sobre el palacio, que excedía el ruido que hacían en las puertas y en las ventanas al de más de cien cajas de guerra que se tocasen juntas; de los que no tiraban, que no eran pocos, unos tremolaban sus mantas como banderas y otros arrojaban al aire sus sombreros y burlaban a otros; a todos les administraban piedras las indias con diligencia extraña; y eran entonces las seis y media.

Por aquella calle donde yo estaba (y por cuantas otras desembocan a las plazas sería lo propio) venían atropellándose bandadas de hombres. Tratan desnudas sus espadas los españoles y, viendo lo mismo que allí me tenían suspenso, se detenían; pero los negros, los mulatos y todo lo que es plebe gritando: “¡Muera el virrey y cuantos lo defendieren!”, y los indios: “¡Mueran los españoles y gachupines (son los venidos de España) que nos comen nuestro maíz!”, y exhortándose unos a otros a tener valor, supuesto que ya no había otro Cortés que los sujetase, se arrojaban a la plaza a acompañar a los otros a tirar piedras. “¡Ea, señoras!”, se decían las indias en su lengua unas a otras, “¡vamos con alegría a esta guerra y, como quiera Dios que se acaben en ella los españoles, no importa que muramos sin confesión!” “¿No es nuestra esta tierra? Pues ¿qué quieren en ella los españoles?”

No me pareció hacía cosa de provecho con estarme allí y, volviendo los ojos hacia el palacio arzobispal, reconocí en su puerta gente eclesiástica y me vine a él; dijo el provisor y vicario general, que allí estaba, que subiese arriba y, refiriéndole al señor arzobispo en breve cuanto había visto, queriendo ir su señoría ilustrísima a la plaza, por si acaso con su autoridad y presencia, verdaderamente respectable, cariñosa y santa, se sosegaba la plebe, con otros muchos que le siguieron, le acompañé.

Precedía el coche (pero vacío porque iba a pie) y bien arbolada la Cruz para que la viesen, entró en la plaza. No pasábamos de los portales de Providencia, porque, reconociendo habían ya derribado a no sé cuál de los cocheros de una pedrada y que, sin respeto a la cruz que vían y acompañada de solos clérigos, nos disparaban piedras, se volvió su señoría y cuantos le acompañábamos a paso largo; y poco después de sucedido esto, se acabó el crepúsculo y comenzó la noche.

 

 

 

 

 

Por la puerta de los cuarteles, por la casa de la moneda, que está contigua, y por otras partes les había entrado algún refuerzo de gente honrada y de pundonor a los que, por estar encerrados en su palacio, se tenían en su concepto por muy seguros, sin ofrecérseles el que, por falta de oposición, se arrojarían los tumultantes a mayor empeño. Si es verdad haberse cargado la noche antes todos los mosquetes, como me dijeron, no debía haber en palacio otra alguna pólvora, y absolutamente faltaron balas, porque después de veinte y cinco o treinta moquetazos que se dispararon desde la azotea, no se oyó otro tiro y como quiera que los que entraron de socorro iban sin prevención y de los pocos soldados que allí se hallaron, dos o tres estaba muy mal heridos, otro quebrada la mano izquierda, por haber reventado una tercerola, y los restantes apedreados de pies a cabeza y lastimados, no sirvieron de cosa alguna a los auxiliares, no por venir con bocas de fuego con que no se hallaban, sino por no tener quién los gobernase y les diesen armas, como ellos dicen; y por último, todo era allí confusión, alborotos y gritos, porque, por no estar en casa su excelencia, no había en ella de su familia sino dueñas y otros criados y no era mucho que fuese así, cuando, faltando los soldados (ya cuartelados en palacio) a su obligación, ni aun para tomarle las armas a su capitán general cuando volviese a su palacio, se hallaron entonces en el cuerpo de guardia, como entre infantería bien disciplinada se observa siempre.

Al instante que se cerraron las puertas y se halló la plebe sin oposición alguna, levantó un alarido tan uniformemente desentonado y horroroso, que causaba espanto, y no sólo sin la interrupción, pero con el aumento que, los que iban entrando nuevamente a la plaza grande y a la del Volador, le daban por instantes; se continuó con asombro de los que lo oían, hasta cerrar la noche. Parecióme hasta ahora, según la amplitud de lo que ocupaban, excederían el número de diez mil los amotinados; y como después de haber dejado al señor arzobispo en su palacio, depuesto el miedo que al principio tuve, me volví a la plaza, reconocí con sobrado espacio (pues andaba entre ellos) no ser solos indios los que allí estaban, sino de todos colores, sin excepción alguna, y no haberles salido vana a los indios su presunción cuando para irritar a los zaramullos del Baratillo y atraerlos al mismo tiempo a su devoción, pasaron a la india que fingieron muerta por aquel lugar. Se prueba con evidencia que por allí andaban, pero no ellos solos sino cuantos, interpolados con los indios, frecuentaban las pulquerías que son muchísimos (y quienes a voz de todos), por lo que tendrían de robar en esta ocasión les aplaudieron días antes a los indios lo que querían hacer.

En materia tan en extremo grave como la que quiero decir, no me atrevería a afirmar asertivamente haber sido los indios los que, sin consejo de otros, lo principiaron, o que otros de los que allí andaban, y entre ellos españoles, se lo persuadieron. Muchos de los que lo pudieron oír dicen y se ratifican en esto último, pero lo que yo vide fue lo primero. Con el pretexto de que le faltan propios a la ciudad (y verdaderamente es así), arrendaba el suelo de la plaza (para pagar los réditos de muchos censos que sobre sí tiene) a diferentes personas y tenían éstas en ella más de doscientos cajones de madera, fijos y estables los más de ellos, con mercaderías de la Europa y de la tierra y en mucha suma, y no con tanta los que restaban, por ser vidrios, loza, especies miniestras y cosas comestibles lo que había en ellos. Lo que quedaba de la plaza sin los cajones se ocupaba con puestos de indios, formados de carrizo y petates, que son esteras, donde vendían de día y se recogían de noche, resultando de todo ello el que una de las más dilatadas y mejores plazas que tiene el mundo, algunas les pareciese una mal fundada aldea, y zahurda a todos. Muy bien sabe vuestra merced, pues tantas veces lo ha visto ser así, y también sabe el que siempre se ha tenido por mal gobierno permitir en aquel lugar (que debe estar por su naturaleza despejada y libre) semejantes puestos, por ser tan fácilmente combustible lo que los forma y tanta la hacienda que en los cajones se encierra.

Con este presupuesto, como no conseguían con las pedradas sino rendirse los brazos sin provecho alguno, determinaron ponerle fuego a palacio por todas partes, y, como para esto les sobraba materia en los carrizos y petates que, en los puestos y jarales que componían, tenían a mano, comenzaron solos los indios y indias a destrozarlos y a hacer montones, para arrimarlos a las puertas y darles fuego; y en un abrir y cerrar de ojos lo ejecutaron.

 

 

 

Principióse el incendio (no sé el motivo) por el segundo cajón de los que estaban junto a la fuente del palacio, sin pasar a otro, y siendo sólo azúcar lo que tenía dentro, fue desde luego la llama vehemente y grande. Siguióse la puerta del patio, donde están las salas de acuerdos y de las dos Audiencias, las escribanías de cámara y almacenes de bulas y papel sellado; después desta, la de la cárcel de corte, que había cerrado el alcaide al principiarse el ruido y quién, o los que en su cuarto asistían, no pudieron estorbarlo a carabinazos; luego, la del patio grande en que está la vivienda de los virreyes, la factoría, tesorería, contaduría de tributos, Acabalas y Real Hacienda, la cancillería y registro, el tribunal de bienes de difuntos, el almacén de azogues y escribanía de minas y el cuerpo de guardia de la compañía de infantería, pero ¡qué compañía! Con la misma pica del capitán (que al cerrar las puertas se quedó fuera) o, por mejor decir, con unas cañas ardiendo, que en ella puso, incendió un indio (yo lo vide), el balcón grande y hermosísimo de la señora virreina.

Como eran tantos los que en esto andaban y la materia tan bien dispuesta, entrando los oficios de los escribanos de provincia, que también ardían, no hubo puerta ni ventana baja en todo palacio, así por la fachada principal que cae a la plaza como por la otra que corresponde a la Plazuela del Volador, donde está el patio del tribunal de cuentas y en ellos oficios de gobierno, juzgado general de los indios y la capilla real, en que no hubiese fuego. Esto era por las dos bandas que miran al occidente y al Mediodía, y por las de oriente y el Septentrión, donde se halla la puerta de los cuarteles del parque y la del jardín, que también quemaron, se vio lo propio. ¡Cuál sería la turbación y sobresalto de los que en él se hallaban, y al parecer seguros, viéndose acometidos de tan implacable enemigo por todas partes! ¡Cuánto mejor les hubiera sido defender las puertas, que exponerse a la contingencia de quemarse vivos! Pero, considerando que, me responden, les faltaba pólvora y que alcanzaban más las piedras que sus espadas y chuzos, me parece impertinencia el reprenderlos. Voy a otra cosa.

No oyéndose otra voz entre los sediciosos sino: “¡Muera el virrey y el corregidor;”, y estando ya ardiendo el palacio por todas partes, pasaron a las casas del ayuntamiento, donde aquél vivía, a ejecutar lo propio. Valióle la vida y a su esposa, no estar en ella, pero fue su coche primero a que se arrojaron y a que pusieron fuego; y mientras éste lo consumía, lo trujeron rodando por toda la plaza como por triunfo. En el ínterin que, en esto y en matar después a las mulas que con desesperación lo conducían por que se quemaba, se ocupaban unos, arrimaron otros o los oficios de los escribanos públicos, al del cabildo, donde estaban los libros del Becerro y los protocolos, al de la diputación, a la alhóndiga, a la contaduría, a la cárcel pública, grandes montones de petate, carrizo y tablas y, encendiéndolos todos a un mismo tiempo, excedieron aquellas llamas a las del palacio por más unidas.

 

 

 

No fue el tiempo que gastaron en esto ni un cuarto de hora, porque al excesivo número de los que en ello andaban, correspondía la diligencia y empeño con que lo hacían, y es muy notable que, desde las seis de la tarde que empezó el ruido hasta este punto, que serían las siete y media, trabajaron con las manos y con la boca con igual tesón. Con aquéllas, ya se ha visto lo mucho que consiguieron, y no fue menos lo execrable y descompuesto que con ésta hablaron. No se oía otra cosa en toda la plaza, sino “¡Viva el Santísimo Sacramento¡ ¡Viva la Virgen del Rosario! ¡Viva el rey! ¡Vivan los santiagueños! ¡Viva el pulque!” pero a cada una fiestas aclamaciones (así acaso no eran contraseñas para conocerse) añadían: “¡Muera el virrey¡ ¡Muera la virreina! ¡Muera el corregidor! ¡Mueran los españoles! ¡Muera el mal gobierno!”; y esto, no tan desnudamente como aquí lo escribo, sino con el aditamento de tales desvergüenzas, tales apodos, tales maldiciones contra aquellos príncipes, cuales jamás me parece pronunciaron hasta esta ocasión racionales hombres. En este cielito sé muy bien, pues estaba entre ello, que murieron todos, pero no en quemar las casas del ayuntamiento y cabildo de la ciudad y el palacio, solos los indios.

Ya he dicho que los acompañaban los zaramullos del Baratillo desde el mismo instante que pasaron, con la india que fingieron muerta, por aquel lugar y, como casi todos los que asisten o compran a los muchachos y esclavos lo que en sus casas hurtan, o son ellos los que lo hacen, cuando el descuido ajeno o su propia solicitud les ofrece las ocasiones, no hallando otra más a propósito que la que tenían entre las manos para tener que jugar y con qué comer no sólo por días sino por años, mientras los indios ponían el fuego (como quien sabía, por su asistencia en la plaza, cuáles eran de todos los cajones los más surtidos), comenzaron a romperles las puertas y techos, que eran muy débiles, y a cargar las mercaderías y reales que ahí se hallaban.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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