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bala perdida

 

 

 

Camilo

Carlos #ayotzinapa

 

Ilstración de Carlos D. Alvarez

 

 

Pensó en su hijo, por eso despertó de manera brusca. Sudaba pero tenía frío, ese frío que recorre la médula, la carne, y hace que la piel se ponga chinita, como de gallina. Se levantó de la cama, buscó sus chanclas de pata de gallo bajo el camastro, a oscuras, tanteando con el pie. Tenía la certeza de que su hijo le hablaba. Siempre había guardado la idea de que una madre siempre está en contacto con su hijo, que hay una comunicación especial entre ellos, algo inexplicable, pero que cualquier madre sabe de qué se trata. Y ella lo sabía. Con cuidado, se levantó; no quería despertar a su esposo. Caminó hasta la ventana, descorrió la sábana azul que utilizaban de cortina, para asomarse al patio; al campo. Camilo, el perro de su hijo ladraba, sabía de algo, o lo intuía. O simplemente, Camilo ladraba como lo hacen tantos perros por la noche.

Su hijo había salido a estudiar al internado de Ayotzinapa; no quería ser un campesino sin tierra, sin trabajo, sin esperanza, como su padre. Su hijo quería estudiar, poder comprar una casa, una estufa, una sala; casarse, tener hijos que pudieran estudiar en la ciudad, ser ingenieros, doctores. Tenía ilusiones su hijo, tantas como puede tener un joven de diecisiete años.

Fue a servirse agua. Tenía resequedad en la garganta; los labios secos; quería humedecerlos, revivirlos. El agua alivio un poco la sed, pero no calmó la preocupación que sentía, la angustia que se anida en el estómago y que va creciendo hasta apoderarse de todo el cuerpo.

Respiraba de manera pausada; se acercó al cuarto de sus otros tres hijos, los observó por un momento, como vigilando su sueño. Eso le dio un poco de tranquilidad, esa tranquilidad tan aparente que antecede a una tormenta, una tragedia, un algo que azota siempre de manera intempestiva la calma. Quería acercarse a sus hijos, tocarlos, sentirlos. Pero se detuvo. Regresó a la ventana. Camilo continuaba inquieto. La luna apenas iluminaba el pequeño patio.

Pensó en regresar a la cama, en recostarse y acurrucarse cerca de su esposo y dormir. Pero no tenía sueño. Era el insomnio. La edad. La cosa esa que llaman menopausia, pensó. Pero también pensó en muchas otras cosas cotidianas; en las penas diarias. Pero la verdad, lo que más le causaba preocupación era eso que la hacía recordar a su hijo.

Fue a buscar algo que le recordara a su hijo: alguna prenda olvidada, una camisa, un calcetín, un huarache; cualquier cosa a que aferrarse para sentirlo cerca. No encontró nada y lamentó mucho no haber guardado un recuerdo por más pequeño que éste fuera.

Tenía ganas de llorar, cuando de pronto escuchó el ladrido de Camilo, que afuera continuaba con su diatriba canina, su escándalo nocturno. Y salió de prisa y le gritó. Lo llamó muchas veces, hasta que el perro calló, y con la cola entre las patas se acercó. La mujer lo vio allí , apenado por el ruido, regañado, ofuscado, y se acercó a él , lo tomó del cuello y lo abrazó , lo beso, porqué Camilo era el perro de su hijo, el recuerdo de ese muchacho que partió a estudiar lejos, a la Normal, y que esa noche lejos, fue levantado por la policía municipal y entregado a unos narcotraficantes, y que lleva tanto tiempo desaparecido, tan lejos, tan distante. Camilo meneó la cola; la mujer lloraba. Y sin saber por qué, pero con la certeza tan clara de que algo le estaba pasando a su hijo, lloró y se aferró a Camilo con la esperanza que tienen las madres de que a sus hijos nunca les pase nada.

 

 

 

 

 

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