bala perdida

 

Un minuto

Juan Luis Nutte

 

 

De: Carlos D. Alvarez

 

 

-Ah, eres tú, ¿por qué tardaste tanto, imbécil?- soltó Irina. Su talante era de resignación, como si ya no me esperara. Estaba tan concentrada viendo el vapor de su taza de café, que no advirtió mi presencia, hasta que besé su frente. Soltó un gritito. Su rostro se contrajo como un entramado de telaraña; los músculos de su cuello se tensaron como vergas de velero.

Desde el inicio de nuestra relación fue claro su irracional terror a la impuntualidad, porque su añosa belleza, podría colapsar en cualquier momento. Así, Irina, antes de aceptarme como novio, sometió a prueba mi amor, puntualidad, paciencia y arrojo juvenil. Me citaba en lugares remotos y salvajes. Libré luchas con aborígenes y animales feroces para llegar a ella; mis cicatrices amplificaron su amor por mí. Los lugares conurbanos no fueron menos peligrosos: barrios de mala muerte, piqueras, ciudades perdidas, mercados ambulantes, colonias populares, alguna estación del metro, pueblos tomados por la mafia en turno… Pero gracias a la disciplina marcial adquirida en mis viajes y la devoción inquebrantable por Irina, siempre llegué, maltrecho, con puntualidad inglesa, ansioso como cualquier guerrero que torna a su hogar, a su patria, al cuerpo de su amada,  a nuestras citas de amor.

-Ah, eres tú… ¡por qué tardaste…, imbécil!- me reprochó, mascando las palabras. Mandíbulas tensas, susurrante. Sus manos yacían a ambos lados de la taza de café, los dedos huesosos parecían artejos de araña a punto de lanzarse sobre su presa; sus uñas, rojas, limadas y rotundas como colmillos, estaban dispuestas para la rapiña, un escalofrío recorrió mi cuerpo al imaginarlas en mi rostro. Cada segundo que dilapidé sin Irina emponzoñó una a una de sus células. La vejez estalló en su rostro, en su piel y en su apostura. Su rubor se desperdigó en decenas de manchitas hepáticas, desmereciendo la frescura de su rostro. Tenía un no sé qué, húmedo , fúrico y tristón, en los ojos. Un rictus apergaminado sojuzgó su candidez; debió haber retocado su maquillaje mientras me esperaba, mas su cutis rechazó los afeites, sudaba agrietando el lienzo de su rostro. Tenía un no sé qué rabioso, decadente y ridículo en su semblante que trataba de florecer en un mohín, como de muñeca antigua.

Y sin darle alguna explicación, resignado, la tomé de una mano, estaba muy fría y seca. Sentí ternura, piedad; era tan frágil. Quedaba la última espera, la peor, la de la incertidumbre. Arrojé un billete para saldar su consumición. Debíamos salir de allí, cambiar de ambiente. Llenar los pulmones con el oxígeno de algún parque recién regado. Pillar un beso, joven, espontáneo entre la arboleda. Salir. Andar… Pero las angulosas falanges de Irina mordieron la palma de mi mano, hundiendo las uñas. Por un momento me sentí culpable, conmovido y se me hizo más querida…Tenía la cara descompuesta, de vieja desahuciada, cansada. Y me juré, asqueado e iracundo, que jamás la haría esperar menos de un minuto.

 

 

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