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bala perdida

 

 

Un deseo

Carlos F. Ortiz

 

 

 

 

Luis Ángel se queda quieto, en silencio observa las llamas de las ocho velitas que están en su pastel del Comandante Marcos que le regaló un amigo. Antes de soplar para apagarlas sabe que debe de pedir un deseo. Unos segundos de pronto son como horas, días o semanas. Desde que su papá fue desaparecido en Iguala, unos segundos son tan eternos como el universo, como el dolor. Luis Ángel piensa en Adán, su padre, en su hermanita Allison, en su abuelo Bernabé, quien ha te nido que atravesar el continente para pedir justicia; en un balón de futbol, mientras aspira, guarda el aire en sus pequeños pulmones. Las llamas de las velas bailan, iluminan su rostro; la seriedad del deseo, de la acción de soplar y elegir bien sin equivocación alguna. No quiere cometer algún error, no quiere después arrepentirse. Por eso mira con la seriedad que se requiere las velas.

Luis Ángel sabe lo que quiere; se lo arrancaron hace cuatro meses, se lo quitaron de su vida, lo han hecho crecer tan rápido, exigir, marchar, reclamar en mítines. Le han quitado una parte de su vida. Cuando ve las velas en el pastel sabe que no debe de pensarlo tanto, que él desde hace cuatro meses ya sabe lo que quiere, lo que desea, y se acerca despacio, con el aire retenido en su pecho. Se acerca, pone las manitas en el mesa, para apoyarse y poder estar así más cerca, y soplar, y de un soplido apagar las ocho llamas que arden iluminando su rostro infantil.

Sopla, cierra los ojos, su boca exhala el aire; las llamas de las ocho velitas se apagan. Luis Ángel abre los ojos. En su rostro se alcanza a contemplar una leve sonrisa. Observa con calma las velas apagadas, el humo que se eleva hasta desaparecer. Ahí va su deseo, ahí, piensa. Los otros niños esperan con ansia su rebanada de pastel. José Ángel sólo espera que su deseo se vuelva realidad, quiere ver de nuevo a su padre.

–¿Qué pediste?

–No te puedo decir, si no no se cumple.

José Ángel guarda silencio, aprieta sus manos, mientras desea con fuerza que todo se haga realidad. Los otros niños piden que se rompa la piñata. La piñata aguarda, es un zapatista; aguarda ahí su destino de piñata; sin embargo, José Ángel pide que no la agarren a palos, que lo dejen tenerla, que no quiere que la rompan, que la quiere tener cerca, que lo acompañe siempre, o hasta que regrese su padre. El abuelo toma la piñata para ponerla sobre una silla. Ahora será la presencia de su hijo, el recuerdo que los acompañará en casa.

Alguien toma los dulces de la piñata y los deja caer en el suelo. Los niños se abalanza alegres; en ese instante José Ángel vuelve a ser un niño de ocho años, empuja mientras que a tientas busca entre las demás manos en el suelo algún chocolate, chicles, dulces.

La pequeña Allison apenas alcanza a guardar entre sus manitas una paleta; Luis Ángel le ofrece una parte de su botín. Allison alegre toma algunos dulces y se aleja para guardarlos. La ve caminar y alejarse, mientras que la imagina  como un pequeño barco en altamar que va lento en su vaivén. Allí parado recuerda a su padre, que lo extraña, que le hace falta, a él y a su hermana. Entonces su deseo se hace más fuerte, más deseo, más una exigencia.

Ya cuando todos sus amigos se han marchado, cuando se quedan solos en casa, cuando la noche es más infinita y más triste que otras noches, y más noche también, Luis Ángel toma las velas para envolverlas en una servilleta y guardarlas, por si es que su deseo no se cumple apagarlas de nuevo, las veces que sean necesarias para que su mensaje llegue a donde tenga que llegar y se cumpla lo que pidió. Porque no basta con desear una vez, hay que desear las veces que sean necesarias, no claudicar nunca, no dejar que se pierda la esperanza, el anhelo. Luis Ángel toma la servilleta con las ocho velitas que son también sus años, pero también una porción de su fe. Las toma y las lleva a su pecho, mientras camina a su cuarto para guardarlas y tenerlas cerca.

 

 

 

 

 

 

 

 

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